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A
ciento diez años de su nacimiento
Manuel Rojas o la
nueva mirada
Por Jaime Valdivieso
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, Domingo 26
de marzo de 2006
El autor de "Hijo de ladrón",
y de cuentos como "El vaso de leche", permanece en la
memoria de las letras chilenas.
Hacia 1950, una nueva mirada recorre el mundo latinoamericano.
Una de esas miradas iniciales y, desde entonces, de las más
profundas, persistentes y afinadas es la del escritor chileno Manuel
Rojas.
El primer libro que despertó su interés lo descubrió
en la vitrina de una librería camino al colegio en Argentina.
Se llamaba Devastaciones de los piratas. No pudo comprarlo,
pues costaba veinte centavos. Tuvo que juntar los dos centavos que
le daban al día y entró en la librería. Al abrirlo
en la calle, se dio cuenta de que era la segunda parte de una novela
titulada Los náufragos del Liguria, de Emilio Salgari:
"Leí el libro y empecé a juntar dinero para comprar
el primer tomo. Y con eso me metí dentro del árbol,
en donde continúo". (Imágenes de infancia y
adolescencia. Zig-Zag.)
Tonada del transeúnte
Desde entonces, su preocupación permanente fue, definitivamente,
Chile, su territorio, su paisaje, sus hombres hallados en continuas
caminatas y viajes. Había entrado a Chile desde Argentina,
por Los Andes, en compañía de un personaje del cual
se despide en la Alameda y que no vuelve a ver nunca más: es
el llamado Laguna, que luego aparece en un cuento del mismo nombre.
Era un día de 1912. Había cumplido recién dieciséis
años.
Nunca olvidó a quienes conoció durante sus años
de obrero trashumante: zapateros, cerrajeros, bandoleros, remendones
de paraguas, ladrones, pintores de brocha gorda, peluqueros, carpinteros;
la mayoría alucinados monjes del anarquismo.
Sin embargo, la nueva mirada que aparece en Hijo
de ladrón, su primera gran novela, se hallaba ya latente
y sumergida en cada uno de sus cuentos y relatos cortos anteriores.
Bastaba sacar de allí, de pequeñas joyas como "El
vaso de leche", o la novela breve Lanchas en la bahía,
las complejidades del alma, el humor y la materia formal, no suficientemente
pulimentados ni enriquecidos por las asiduas lecturas posteriores
de Faulkner, Mann y Proust, para que surgiera, casi en forma espontánea
y como respirada, la serie de novelas que culminarían con La
oscura vida radiante, la última de la tetralogía
del personaje Aniceto Hevia.
Perteneció a una generación que se formó en la
doctrina y el mito del anarquismo, como sus amigos José Santos
González Vera, José Domingo Gómez Rojas y el
peluquero Arturo Zúñiga Quilodrán (Luis Sánchez
Latorre tiene las cartas a Zúñiga Quilodrán,
en donde Manuel Rojas critica la sociedad de su época, e incluso
a algunos ácratas como su amigo González Vera). Todos
estos anarcosindicalistas, como se llamaban, tenían una concepción
individualista de la existencia, donde era preponderante la idea de
que nadie más que el propio individuo es el constructor de
su destino.
Nada mejor que el soneto de uno de sus primeros libros de poemas,
"La tonada del transeúnte" (nombre que además
lo define ampliamente, ya que Manuel Rojas concibió su paso
por la tierra como una aventura espacial y espiritual), para definir
lo que consideramos mejor que nada su filosofía del mundo y
de la vida:
Lo mismo que un gusano que hilara su
capullo
hila en la rueda tuya tu sentir interior,
he pensado que el hombre debe crear lo suyo
como la mariposa sus alas de color.
Teje serenamente, sin soberbia ni orgullo,
tus ansias y tu vida, tu verso y tu dolor.
Será mejor la seda que hizo el trabajo tuyo,
porque en ella pusiste tu paciencia y tu amor.
Yo, como tú, en mi rueca hilo la vida mía,
y cada nueva hebra me trae la alegría
de saber que entretejo mi amor y mi sentir.
Después, cuando mi muerte se pare ante mi senda,
con mis sedas más blancas levantaré una tienda
y, a su sombra, desnudo, me tenderé a dormir.
("Tonada del transeúnte". Ed. Nascimento.)
Manuel Rojas murió tal como Machado había vivido, con
sobriedad, consecuente hasta el último suspiro. Y no en vano
hay similitud entre ese último verso y los últimos del
poema "Retrato" de Machado: "Me encontrarás
a bordo ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos del mar".
Leo este verso y se me aparece la imagen de un hombre alto, canoso,
con un bastón bajo el brazo e inclinándose como una
acacia al viento con una pluma en la mano: estamos en Segovia, en
la casa donde vivió como maestro de francés Antonio
Machado. Lo observo con la pluma que dejará en el libro de
visitas algo así como "te venero, gran poeta, por tu simplicidad
y honradez".
El remanente poético de sus primeros libros de poemas persiste
y penetra la elaborada prosa de este novelista.
Es, sobre todo, el hombre, su fuerza interior, su capacidad para sobrevivir
y luchar, su resistencia a toda forma de coerción por parte
del Estado lo que caracteriza su narrativa.
Pero tampoco desdeña la naturaleza. Por el contrario, ve en
ella una poderosa relación con su espíritu, con la vida
y los seres. Así lo manifiesta cuando habla de Chile.
Se trata, sin duda, de un escritor "fundador": la realidad,
para "ser", necesita de la palabra que "nombra y funda"
y crea una tradición, un espíritu, una identidad colectiva.
Su única ideología fue el humanismo, su interés
y preocupación por el hombre y la mujer, a los cuales describe
y observa con especial interés y emoción. Esta sensibilidad
le viene igualmente de los días de la infancia y adolescencia,
cuando descubre por primera vez el vicio, la fealdad, la degradación
ante la cual reacciona con sabia y escueta serenidad:
Allá fuimos a parar. Los prostíbulos
o casas non-sanctas, como se les llamó hasta hace poco tiempo,
eran especies de casas de inquilinato pobladas de mujeres de toda
índole y catadura. No hice más que mirar. No era muy
entretenido lo que se miraba, pero era un conocimiento y me interesaba.
No me horroricé ni me desmoralicé. Ignoro por qué
causa, y a pesar de mis pocos años, todo, aun lo grosero,
me pareció natural, propio de quienes estaban allí
y lo hacían. (Imágenes...)
Por eso, después, a medida que se afina su escritura, va ahondando
igualmente en la descripción de esa miseria, de esos seres
que él ve como nadie ha visto hasta ahora, descritos con la
precisión de un instrumento de relojería, capaz de acotar
con igual objetividad el último remanente del espíritu
en el interior de esos hombres. Y, como crítico innato y espontáneo
de la sociedad, adopta una técnica narrativa donde nos obliga
como lectores a participar, a ver, a ser testigos de una sociedad
que produce tales engendros:
"Y podrás ver en las ciudades,
alrededor de las ciudades, muy rara vez en su centro, excepto cuando
hay convulsiones populares, a seres semejantes, parecidos a briznas
de hierbas batidas por un poderoso viento, arrastrándose
apenas, armados algunos de un baldecillo con fogón, desempeñando
el oficio de gasistas callejeros y en compañía de
mujeres que parecen haber sido fabricadas por ellos mismos en sus
baldecillos, durmiendo en sitios eriazos, en los rincones de las
aceras o a la orilla de un río, o mendigando, con los ojos
rojos y legañosos, vestidos con andrajos color orín
o musgo que dejan ver, por sus roturas, trozos de una inexplicable
piel blancoazulada, o vagando, simplemente, sin hacer ni pedir nada,
apedreados por los niños, abofeteados por los borrachos,
pero vivos, absurdamente erectos sobre dos piernas absurdamente
vigorosas". (Obras escogidas, p. 452)
Son los años de la Presidencia de don Juan Luis Sanfuentes,
años de turbulencia social, de activa participación
de la Federación de Estudiantes, años en que surge un
nuevo gesto y una nueva voz en la política: desde el norte,
el futuro Presidente, Arturo Alessandri Palma, "El León
de Tarapacá", crispa los nervios de una clase largamente
acuñada en el poder. Por esos mismos años, por aquí,
por allá, en alguna calle, en algún barrio de Santiago
o un cerro en Valparaíso, caminaba lentamente, y afinaba su
vista en la pobreza, el ya escritor y poeta Manuel Rojas.
Círculos concéntricos
Cuando hacia 1950 escribe Hijo de ladrón, no había
un escritor con su oficio y manejo técnico, capaz de escribir
en una prosa y una sintaxis amplia y flexible, envolvente, de paso
largo y como en círculos concéntricos (como dato, en
todo el trozo anterior hay un solo punto seguido) aprendida en Proust
y, sobre todo, en Faulkner, escritor que admiraba y cuya novela ¡Absalon,
Absalon! consideraba como una de las mejores del siglo.
Esta mirada, que podríamos llamar "tercermundista",
sólo pudo tenerla, por lo tanto, un gran espíritu y
un gran artista, alguien que hubiera visto, vivido y padecido su propia
indigencia y la de los demás y que hubiese salido, igual que
Manuel Rojas, purificado como el novicio luego de los ritos chamánicos.
Toda la obra de Manuel Rojas es, por un lado, profundización
de su propia experiencia; y, por la otra, una conciencia cada vez
mayor, como hombre de letras, del manejo cada vez más hábil
de los procedimientos narrativos: corriente del pensamiento, monólogo
interior, precisión de la palabra, ritmo y eufonía sintácticos
y concepción global de la obra.
No en vano esta novela cambia definitivamente el estatus decimonónico
y lineal de la narrativa chilena, inaugurando, junto con otra anterior
(que pasó inadvertida), La fábrica, 1936, de
Carlos Sepúlveda Leyton (autor del clásico Hijuna),
que fue otro hito en nuestras letras en cuanto a las nuevas técnicas.
Punta de rieles
Luego de Hijo de ladrón y de Mejor que el vino,
Rojas sigue experimentando: el virus de las nuevas técnicas
del monólogo, de los planos paralelos, se le había pegado
al cuerpo. Realiza uno de sus periódicos viajes a la Argentina,
donde aprovecha de escribir su obra más experimental, Punta
de ríeles, donde narra la historia de dos personajes que,
según él, se tocan por alguna punta: un hombre de la
alta burguesía y uno del pueblo.
Fue, como el crítico Ricardo A. Latcham, amigo de los escritores
de la generación del cincuenta: Enrique Lafourcade, Armando
Cassigoli, José Donoso, quienes le mostraban sus obras. Cual
más, cual menos, lo consideraba el único escritor digno
de decirles algo. A veces se le pasaba la mano. Le devolvió
Coronación a José Donoso, llena de marcas de
lápiz donde le anotaba faltas de sintaxis y cacofonías.
No sé si Pepe Donoso llegó a perdonarlo.
Algunos años después, en 1960 recibe, con el entusiasmo
de críticos y lectores, el Premio Nacional de Literatura.
Su obra se ubica en una tradición narrativa basada en la experiencia
vivida, pero a la vez unlversalizada por una estricta conciencia de
la lengua y de la forma; en su obra, la historia específica
de una etapa del Chile urbano se trasciende, incorporando las técnicas
más renovadoras de la narrativa contemporánea y, con
ellas, al hombre capaz de perdurar, de prevalecer y superarse en las
peores condiciones de soledad, desamparo y miseria.