Manuel Rojas:
escritor urgente
Alejandra Costamagna
Letras Libres, marzo de 2002.
Manuel Rojas fue aprendiz de sastre, empleado uniformado de
una empresa de mensajeros, aprendiz de talabartero, carpintero, pintor
de brocha gorda, ayudante de electricista, acarreador de uva, cuidador
de un falucho, actor, apuntador de teatro o consueta, linotipista,
periodista, empleado de la Biblioteca Nacional, profesor de la Escuela
de Periodismo de la Universidad de Chile, vendedor de cartillas en el hipódromo, escritor y,
como tal, autor de una novela que ha sido catalogada por algunos críticos
como la mejor del siglo XX chileno: Hijo de ladrón.
El libro, que acaba de ser reeditado por Cátedra, en España,
fue publicado originalmente en 1951 y pertenece a la tetralogía
que más tarde integrarían Mejor que el vino (1958),
Sombras contra el muro (1964) y La oscura vida radiante
(1971).
Hijo de ladrón examina la vida del joven Aniceto Hevia,
quien ingresa al mundo adulto con la inexorable parábola de
un padre ausente, "el Gallego", cuyo oficio y emblema ha
sido el robo. El punto de partida del relato es la salida de Aniceto
de la cárcel de Valparaíso. "¿Cómo
y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos
que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que es
peor, confusa", comienza a narrar Aniceto en su múltiple
función de testigo, protagonista y lector de su propia historia.
Y de inmediato entrega señales precisas acerca de la estructura
que regirá en el relato completo: "La culpa es mía:
nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea
tras línea, centímetro tras centímetro, hasta
llegar a ciento o a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de
un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo
sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos
o más densos, empiezan a surgir desde el fondo de la vida pasada."
En efecto, tal como la memoria del protagonista, la novela tampoco
se ajusta a un tiempo cronológico regular. Manuel Rojas, Premio
Nacional de Literatura en 1957, se sirve del monólogo interior,
de múltiples disgresiones, de la corriente de la conciencia,
de los pasos sin advertencias entre la primera, la segunda y la tercera
personas y de diversos recursos literarios para construir un texto
que sobresale no sólo por su osadía, sino también
por la embriagante respiración de su escritura y por la magnífica
arquitectura del relato.
Sin embargo, Hijo de ladrón recorrió algunos
trancos ripiosos antes de ser publicada. Escrita a mano y a máquina
durante varios años, entre su casa y la de Pablo Neruda, entre
la viudez de María Luisa Baeza y el matrimonio con Valeria
López Edwards, la novela quedó terminada al final de
1950. Por esos días la Sociedad de Escritores de Chile (de
la que Manuel Rojas fue más tarde presidente) convocó
a un concurso de narrativa. Con el seudónimo de Torestin (palabra
derivada del nombre de un hotel que figura en la novela Canguro, de
D.H. Lawrence) y bajo el título de Tiempo irremediable,
el escritor presentó las tres copias al certamen. El veredicto
fue anunciado al poco tiempo: el premio fue para Infierno Gris,
de Joaquín Ortega Folch. El jurado, compuesto por Carlos Préndez
Saldías, Alberto Romero y Eduardo Barrios, hizo públicas
entonces algunas consideraciones sobre los libros eliminados. De Tiempo
irremediable dijo que era sólo el proyecto de una obra
procaz. Manuel Rojas no replicó. Hacerlo, pensó, habría
sido una actitud infantil. Sin abatirse, el escritor tomó un
tren al sur, releyó con calma la novela, realizó algunos
cambios, regresó a Santiago y llevó el manuscrito a
la editorial Zig-Zag. Otra vez el rechazo. Por segunda vez, no se
dejó desanimar y acudió a editorial Nascimento, donde
fue aceptada de inmediato, aunque con una sugerencia: el cambio de
título. Tiempo irremediable se transformó así
en Hijo de Ladrón.
Traducida pronto con títulos como Born guilty (Nacido
culpable), en Estados Unidos o Wartet, ich komme mit (Espérenme,
voy con ustedes), en Alemania, la novela alteró desde sus inicios
las convenciones en el terreno de las letras. "Aquel fue un acontecimiento
literario como se han visto pocos en Chile", recuerda el escritor
José Miguel Varas en el prólogo de Antología
autobiográfica, selección de textos de Rojas publicado
en 1962 y reeditado en 1995 por Lom ediciones. "Los que en aquel
tiempo éramos jóvenes y como tales, irreverentes, devoramos
el libro y proclamamos que con él comenzaba la literatura chilena
en prosa. La verdadera, la auténtica. Afirmamos que era la
primera novela moderna, de nivel internacional, que incorporaba con
legitimidad no sólo la fuerza de los grandes rusos sino, además,
buena parte de las innovaciones formales del siglo XX, desde Proust
hasta Faulkner, sin perder nada del contenido nacional. Todo lo anterior
podía ser olvidado, dijimos, o echado a la basura. El criollismo
había muerto."
Rojas dedicaba todo su tiempo a la escritura y sabía de lo
que hablaba. En una entrevista realizada por Hans Ehrmann en 1961
para el diario El Mercurio, se refería así a sus autores
de culto: "Todo empezó con Salgari. Siguió la época
Víctor Hugo. Me gustaron Vargas Vila y Zamacois. Después
los escritores que más me impresionaron no cambiaron. Dostoievsky,
Tolstoi, Chejov, Faulkner, Melville, Lawrence, Hudson. Me gustó
mucho Gide como pensador. Entre los recientes, Kazantzakis y Jones.
A Lawrence Durrel lo compré. No pude leerlo. Es muy falso,
muy superficial."
La formación de Manuel Rojas fue, sin embargo, completamente
autodidacta. Nacido en 1896 en el popular barrio de Boedo, en Buenos
Aires, el escritor se estableció en Chile en 1912, después
de cruzar caminando la cordillera. La precariedad económica
de su infancia sólo le permitió llegar hasta quinto
año de enseñanza preparatoria. Fue a los 16 años,
con un metro y 86 centímetros de estatura, cuando comenzó
a escribir. Trabajo, sudor y esfuerzo fueron constantes de su existencia.
"Toda mi vida, desde que recuerdo, tuve problemas económicos",
admitía en la entrevista a Ehrmann. "Nunca estuve tranquilo.
Cuando joven tenía que conseguirme diez pesos, después
quinientos, ahora más. Nunca tuve lo suficiente para vivir."
Anarquista declarado desde los 18 años, el escritor siempre
se ubicó junto a la periferia. Conocía bien su territorio
y sus heridas acumuladas. Ahí está, por ejemplo, el
repaso de su existencia en el poema "Deshecha
rosa", escrito al morir su primera esposa, María
Luisa Baeza. Dice Rojas:
"Construido con elementos de timidez
y de urgencia,
de pasión y de silencio;
a través de ganzúas y de ladrones hábiles,
acompañado de anarquistas perseguidos por la policía
y de cómicos que morían sin éxito en los
hospitales;
entre carpinteros de duras manos y tipógrafos de manos
ágiles;
soñando en la cubierta de los vapores
y en los vagones de carga de los trenes internacionales;
con muchos días de soledad y de cansancio
sin lágrimas, con los zapatos destrozados,
por las calles de Santiago o de Buenos Aires;
ganándome la vida y la muerte a saltos,
como los tahúres o los rufianes;
cultivando, sin embargo, una gran rosa ardiente,
llegué donde tú me esperabas con tu ardiente rosa.
No traía sino mi don de hombre,
mi pequeña gracia de narrador
y tres abejorros con hambre."
El hábitat natural de sus personajes fue siempre el de la
precariedad, la marginación social, la pobreza: el suyo, en
definitiva. Sus relatos reflejaron inexorablemente su vida. Hijo
de ladrón así lo corrobora y él no oculta
los nexos. Cuando vivía en Buenos Aires con su madre (viuda
desde los dos años de vida de Manuel), conoció a un
español llamado Aniceto Hevia. Se trataba de un ladrón
nocturno apodado "el Gallego", padre de Luis, Natalia y
Sara. Era su vecino y Rojas lo admiraba.
Sus embates, sus huidas, el presidio y los heroicos regresos remecieron
tempranamente la imaginación del escritor. Todo llegaría
más tarde al papel. Tras publicar Hijo de ladrón,
el autor articuló un detallado mapa de los principales referentes
reales del libro: "Cuando decidí escribir esta novela
me di cuenta de que en esa familia tenía una rica veta. Me
serviría de punta de partida y hasta de base", confesó
entonces, aludiendo al Gallego real. "Poco a poco fue delineándose
y decidí, por último, convertirme en Luis Hevia, un
Luis Hevia que se llamaría como su padre y que viviría,
con el nombre de su padre, la a medias imaginaria y a medias real
infancia que le iba a dar, y, después, una ya imaginaria parte
de su adolescencia, hasta el momento en que Manuel Rojas tomaría
su lugar y su nombre."
El escritor tomó aquel nombre y lo fundió con sus personales
elementos de timidez y de urgencia para escribir la obra de su vida.
Y hasta su muerte, en 1973, continuó su marcha infatigable
con la modestia de siempre, con su "pequeña gracia de
narrador".