Este trabajo busca zafarse en algo de aquella expectativa lectora que ha insistido en la biografía y las ocurrencias —ya atribuladas, ya sosas o geniales— para dar cuenta de la heterodoxia creativa de Mauricio Redolés. Anécdotas que, si bien han ayudado a la comprensión de parte de su obra, han ensombrecido algunas dimensiones de cariz valorativo y contextual que nos permitirían situar con mayor alcance su poética en la tradición literaria chilena. Perspectiva que creo necesaria tratándose de un nuevo proyecto que reúne su poesía de modo tamizado, selectivo. En rigor, una re-fundada antología bajo el título de "El Estilo de mis Matemáticas" que si bien tiene como cantera gran parte de sus libros publicados y algunos textos editados en sus álbumes de rock y poesía[1], lo hace de manera inversa al mero arqueo, al solo automatismo de la sumatoria.
"Un sonido de pie" es la traducción más cercana de la palabra "humano" en lengua guaraní. Traslación problemática —y siempre ilusoria cuando la distancia cultural es mayor— que encuentra una metáfora en la recepción y metabolización de la obra de Mauricio Redolés en el campo de fuerzas socio-literario en Chile. Aventuro que la escritura y voceo del autor, desde su génesis (encarcelamiento y tortura en Valparaíso producido el golpe de Estado), aparición pública en la propia cárcel (mayo de 1975), en medio de su exilio en Londres, en el I Encuentro de Poesía Chilena en Rotterdam (1983) y en la extinta revista Araucaria, devino en dificultad e incomodidad receptiva. La escenificación de la prosodia, la rehabilitación del fraseo, en suma, la re-instalación de la oralidad —origen y simiente de la poesía incluso más allá de los extramuros de Occidente—, colocó al autor en el interregno del rapsoda extemporáneo, del aedo inoportuno e hizo que fuera procesado rápidamente como una anomalía en la escena literaria local una vez arribado de su exilio hacia 1985. Ello, sostengo, tiene secuelas hasta hoy.
Soledad Bianchi —una de las pocas estudiosas que le ha puesto atención crítica a parte de la obra del autor[2]— refiere lo que ya sucedía en Europa en el contexto de la participación de Redolés en actos culturales y recitales literarios públicos del exilio chileno: una efectiva y coyuntural aceptación, pero siempre mediada por la sospecha sobre el poder encantatorio de las palabras en vuelo y la obligatoriedad de que se posasen en el insectario de la página para escrutarlas, mensurarlas y calcular su valor en la ciudad letrada. Tiempos en que el autor publicaba y declamaba "Milicos" (YA// PÓNGANSE TODOS ACÁ!! YA) o "Las encomiendas" y ya tenía escrito (data de 1978) el "Tango de la cantante de Charing Cross". Apuestas estéticas que tenían una evidente filiación con la amplia —aunque poliédrica— tradición "conversacional" de la poesía latinoamericana y la propia vanguardia histórica (César Vallejo y, particularmente, Roque Dalton); a su vez, con la versátil herencia coloquial y "narrativa" de la poesía chilena de ese entonces: con Nicanor Parra y, en sincronicidad epocal, con Claudio Bertoni (parece claro que el contacto directo de Redolés y estos últimos con la tradición poética anglosajona les dejó una huella estilística común o, mejor, una impronta libertaria en relación al corsé poético chileno).
Sin embargo, este fondo estético, transitado y proyectado en las postrimerías de los años 70 en nuestro país por las obras de José Ángel Cuevas, Erik Pohlhammer y, de manera más opaca, por Diego Maquieira y Rodrigo Lira, tiene en Rodolés una reverberación distinta. A la vez que comienza a erosionar "el poema como causa", devastando la ortodoxia militante desde dentro (con menos escepticismo que Enrique Lihn, menos abatimiento que José Ángel Cuevas, pero igual de enérgico que Vladimir Mayakovski o Adrian Mitchell), tensiona la lengua a partir de un bilingüismo manchado, ya por un spanglish bizarro, ya por un habla lunfarda o un argot juvenil tribalizado. A partir de allí y de manera progresiva, inicia el proceso de "oralizar" su magisterio caligráfico, fase que llegará a su punto más alto con la edición del fonograma Bello Barrio, donde algunos poemas resultan ejemplares tanto al interior de su apuesta estética como en su exterior —la cuasi enmudecida semiósfera
literaria chilena—. Hablamos de "Descripción de la casa de Harrow Road ocho tres uno para el año 2580", "Verde susurro pa Georgina", el poema homónimo al título del citado casete y de sobremanera "La Persecución del poema y la poesía según mi padre conmigo jugando fútbol", que evidencian un quiebre sustantivo de la obra del autor con la tradición que la produce:
Vaya sobre él
Vaya vaya vaya vaya vaya
No le crea
No le crea . . . Está solo . . . No le crea
No se deje engañar
Retroceda ahora
Vaya con él señor . . . Vaya con él señor
Retroceda ahora (...)
Llévela usted
Llévela llévela llévela señor
Llévela señor
Llévela señor llévela señor llévela señor llévela señor
Llévela señor llévela
Levante
Eleve Eleve
Centre de ahí . . .. . . ..Centre de ahí
Dispare de ahí . . . .Dispare de ahí (...)
Sígalo . . .. . . ..No le crea . . .. . . .. Sígalo sígalo . . .. No le crea
Mírela a ella señor . . .. . . .. . . .. . . ..No a él
No se deje engañar . . .. . . . ... ..vaya a ella . . .. No a él
Muy bien . . .. . .. . ...Lléveselo por la orilla
Calmado calmado calmado calmado calmadito calmado . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .../calmadito calmado
Vamos saliendo vamos saliendo vamos saliendo
Calmado
¡¡¡No pierda la calma!!!
calmadito calmadito calmado (...)
Míreme Míreme
Míreme míreme míreme míreme míreme míreme míreme
míreme
No le crea
Míreme míreme míreme
Sígalo señor
No le crea
No sabe . . .. . . .. Está solo
No le crea . . .. . . ..No le crea
Sígalo .Sígalo
Vaya ahí . . . .. . . .. Vaya ahí. . . .. . . .. Vaya ahí
No le crea . . .. . . . ... ..No le salga
Sálgale
No le
salga
Salga
. . . . . . . . . . . Espérele . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .Crúcesele!
A partir de allí, la letra y la melopea de Redolés fue constantemente mediada y relegada por la pregunta subordinadora —la misma que escinde arte y artesanía— sobre la resistencia del verso oído a la indagación estricta y última de lo leído. Cuestión que otros creadores —al menos en Chile— no padecieron, como Violeta Parra, Víctor Jara o Patricio Manns sin ir más lejos, porque no tuvieron la osadía de "colonizar" insistentemente con sus versos el campo literario a través de su soporte más prestigioso —el libro— en simultaneidad con otros medios considerados populares, pop o derechamente plebeyos: el recital de peña, el casete, el disco compacto, el concierto o la "tocata". Pugna, por cierto, que en el pasado reciente tuvo su formalización no sólo a partir de las fricciones estéticas y culturales de clase y territorio, sino étnicas, como ocurrió con la llamada "oralitura", concepto emergido en los años 90 a partir de las variadas poéticas indígenas de raíz y persistencia oral en América Latina.
Como se comprenderá, pareciera paradójica, al menos en la tradición poética chilena-occidental, la tajante fractura y sumisión de la oralidad ante la textualidad impresa en vistas a su evaluación y valoración. No ya por su ancestral, "homérica" e indefectible vinculación, sino por la propia historicidad del campo literario en el país, cuyo sino expresivo característico, al menos desde el siglo XIX, fue justamente el arte recitatorio. Si bien es cierto que dicho arte estaba guiado por el gusto oligárquico —de la mano de Núñez de Arce, Campoamor, Bécquer, Gutiérrez Nájera— que fundía lo poético con lo declamatorio y lo estético con lo patético, se constituía en una fuente nutricia de alfabetización y democratización de la poesía letrada en las clases subalternas: desprovistos de libros, pero no de memoria.
Más adelante, las vanguardias históricas en Chile —De Rokha, Neruda, Huidobro, la bohemia rebelde articulada en torno a la revista de la Federación de Estudiantes Claridad—, junto con abrazar el simbolismo, liberarse de la servidumbre métrica y desterrar los afanes romanticones y la "literatura de confitería", fijaron tina concepción "legítima" de poesía moderna algo más estrecha —en relación a la oralidad— a su precedente tardo-romántico, confinando la escenificación de la palabra a la lectura pública concebida como espejo de la letra impresa. Como sabemos, la paradoja inquietante la constituye Vicente Huidobro, que partícipe de las vanguardias europeas, inscribe una apertura inaugural en Chile e Hispanoamérica al poema fonético (no olvidando los poemas radiofónicos del estridentista
mexicano Manuel Maples Arce o los experimentos del uruguayo Alfredo Mario Ferreiro). Conocido es el último canto, el número siete, de su libro Altazor (1931), en el que se lee y escucha: "Ai aia aia/ ia ia ia aia ui/ Tralalí/ Lalí lalá/ Aruaru/ urulario/ Lalillá/ Rimbibolam lam lam....". Canto trunco que no permeó y proyectó en su propia obra, dejando abortado un proyecto sistemático de ruptura total con el poema romántico y recitativo. Así, abortado por principio a través de su manifiesto creacionista "Non Serviam", se aleja de la recuperación y resemantización de las vanguardias europeas que exploraron sistemáticamente el desborde de la página: desde el futurismo italiano (Marinetti, su manifiesto "La declamación dinámica y sinóptica" y su poema onomatopéyico "Zang Tum Tumb"), el futurismo ruso del grupo Hylaea (Aleksei Kruchenykh y su manifiesto "La declaración de la palabra"), y especialmente el dadaísmo centroeuropeo o el circuito del Café Voltaire (solo para referirnos a parte de la genealogía primigenia)[3]. Aunque la nasalidad de Neruda puede, en una mirada presentista y snob, constituir un "arte poética" de la sonoridad experimental, el contexto de producción y recepción siempre lo escuchó como una soberana y cancina lata, divorciada de sus grandes poemas (efecto idéntico al de Gabriela Mistral, independiente de su distancia con las vanguardias). Un matiz —sólo un matiz— lo representa De Rokha: su vozarrón y sus "pavos grandazos" contenidos en su discografía, revitalizan muchos de sus poemas, más allá de un efecto estético buscado o trabajado.
Con todo, el arribo y la incorporación en propiedad de estas prácticas estéticas a nuestra tradición literaria son relativamente recientes[4] y, claro está, no son precisamente estos trazos genealógicos los que nos permiten entender el campo de acción donde se funda y opera el trabajo de Redolés. Pareciera ser que su poética se prende de otro momento de emergencia —y escisión— al interior del campo literario nacional: cuando la poesía popular, aquella de cuartilla rústica y de cordel de fines del siglo XIX y principios del XX, enraizada con el canto popular campesino, la décima, la paya y esencialmente la oralidad (recordemos que era leída por sus propios cultores a las masas analfabetas en los mercados), cede ante la imposición de las reglas "culta? del trabajo literario, que implicó básicamente la sumisión del poema cuasi cantado y efímero del pliego volante al poema "estabilizado" en libros o revistas de renombre. Dicho tránsito lo encarna ejemplarmente un poeta homenajeado sistemáticamente por Redolés: Carlos Enrique Moyano Jaña, hasta entrado el siglo XX un reconocido poeta popular (partícipe y protagonista del riquísimo circuito de la poesía popular, en apogeo desde la Guerra del Pacífico y hasta bien pasada la Guerra Civil de 1891) que firmaba con el nombre de Juan Mauro Bío-Bío y que impelido a integrar el panteón lírico culterano –por sobrevivencia–, se conocerá, finalmente, como Carlos Pezoa Véliz. Pareciera que Pezoa, un siglo antes que Redolés, experimentó –y padeció– esta relación pendular con el poema como “escritura oral” imbricado, militante y comprometido con el mundo popular.
En efecto, sus fuentes directas, en cuanto a poética –y sujeto de poética– arrancan allí, dado que su generación inmediatamente precedente, la llamada “generación del 60’”, vino a reforzar este divorcio con el “sonido”, supeditada acaso a la contemplación, al silencio lárico y al epigrama agudo que se intelige antes de pronunciarse. “... Les gusta la poesía con tal que no suene...”, diría Gonzalo Rojas. Sin pretensiones de exhaustividad, creo que puntos de fuga –muy parciales– lo constituyen en la tradición un miembro de la promoción del 38’ y otro del 50’: el propio Rojas y Enrique Lihn. Por motivos y motivaciones distintas, Gonzalo Rojas dotó a sus versos de una singular eufonía, prendido a la herencia sónica del verso blanco –ya clásico– pero musicalizado a punta de encabalgamientos. Sus recitales lograban subir a una audiencia en trance a su bello tiovivo verboso. Lihn, por su parte, exploró a través del “hiperescritor fallido” Gerardo de Pompier –quizás su alter ego teatral– la perfomatividad de la palabra, del retoricismo y la discursividad poética a través del book action Lihn Et Pompier. Sin embargo, al interior de su obra, dicho gesto ocupa un lugar menor, habida cuenta que la regularidad de su poesía se caracteriza justamente por lo opuesto: un acentuado textualismo, muy distante de cualquier modalidad de happening. Más acá, tres compañeros de generación de Redolés exploraron un camino similar al de Rojas: Raúl Zurita, cuya dramaturgia recitatoria es notable; Cecilia Vicuña, cuya escritura-partitura en la La Wik’uña (1990) recupera y recrea la oralidad del mundo andino; y Rodrigo Lira, que, en la senda de Lihn –parodia a Pompier mediante, es decir, parodia de la parodia– es el que más profundiza en la oralidad sonora como apuesta total de una poética. Su suicidio dejó aún más solitario en la ruta a nuestro autor.
Más allá de las filiaciones directas o difusas, parece evidente que la poesía chilena en las postrimerías de la dictadura pinochetista había dado continuidad a la fijación de un horizonte de recepción al servicio de la distinción –y objeción– de la “baja” poesía recluida en la prosodia y a la exclusión de la fonetización amplificada a partir de lo que se prescribe y sanciona ha de permanecer en el culto silencio de la lectura. Por sobre el ritmo siempre “interno” del poema, del eco “mental” de la aliteración, la estridencia “íntima” de la onomatopeya o la cadencia “cerebral” de la anáfora, la poesía chilena hasta ese entonces y bien entrados los años 90 pareció exigir un mínimo de sonido público y un máximo de sentido privado. Es por ello que, a poco andar, la circulación de la obra de Redolés se vio restringida a circuitos musicales alternativos, de resistencia política, estética y cultural. De este modo, si su huerfanía se va acentuando en el campo literario (para entonces, los más aventurados lo hermanaban con el narrador y músico uruguayo Leo Masliah), en el musical encuentra la compañía y complicidad necesaria que la “alta” jerarquía lírica le mezquina. De ahí que el autor pueda ser “leído” y sostener su recepción a partir de una escena conspicua de la que formaron parte grupos musicales de fuerte cariz experimental como Electrodomésticos –y sus notables narrativas sampleadas– o La banda del Pequeño Vicio. Aunque inclasificable, se le ve y escucha compartiendo escena con grupos que van desde el Canto Nuevo y el folk, pasando por el embrionario punk-rock, hasta el notable hip-hop barrial. En medio de una suerte de agonística despreocupada por los conatos de destierro del circuito literario y el arrojo obligado a la reducción del campo cultural musical (desplazándose de un lado a otro sin dramas ni lloriqueos), Mauricio Redolés no ceja: publica algunas autoediciones, textos en revistas de diverso cuño y procedencia y, sobre todo, emprende una constante labor formativa y diseminadora de su poética en talleres literarios en cárceles y poblaciones. Es decir, resiste e insiste –parafraseando a Tzara– en que la poesía se hace en la boca.
La impronta que la tradición poética deja en la producción musical de Redolés parece evidente. Como evidente es también la relación interdependiente, biyectiva, de ambas herencias –poesía y música– en la obra del autor. Sin embargo, no toda esta herencia ha operado de igual forma: las huellas que la música popular –el blues, el corrido mexicano, la cumbia y particularmente el punk han dejado en la poesía de Redolés de manera casi unidireccional, son protagónicas. Huellas que de algún modo explican una parte importante de la sanción estética y social de su obra y que ha llegado a la literalidad con la censura de poemas en la televisión abierta o, como hace un tiempo, en instituciones educativas. Poemas como “No importa” liberan la palabrota para hacerla eficaz en un contexto ritual drásticamente distinto a la soledad del libro, como la tocata o el recital. Y sobre todo, en esos mismos contextos, poemas donde las vocalizaciones atonales o el ruidismo son protagónicas. Desarmonías, vibraciones inestables y afinaciones cambiantes que se emparentan con la sensibilidad cruda y descuidada del rock, pero fundamentalmente con la agresividad disruptiva del punk: destruyendo la linealidad melódica del poema mediante la celeridad rítmica y la ruptura de la sintaxis. El carácter fronterizo de esos “textos” ha resultado a la postre lo menos digerible –y soportable– para nuestra tradición literaria, aunque, paradójicamente, como prueban las anécdotas de censura, son los que más se han enraizado en la lectoría y la escucha, justamente por su eficacia disruptiva, en su sola sencillez y descuido estético punk: el poema como gesto sin más pretensiones.
Con sus victorias en la minoría lectora y en una mayoría oyente, Redolés se transformó en sordina o en secreto, en un vórtice juvenilizado del inxilio creativo. Su textualidad travestida en melopea mordaz le dio memoria a la afasia de los años de plomo – largos como la infancia– y se burló de la histeria triste de la “transacción” a la democracia (su disco compacto ¿Quién mató a Gaete? es la evidencia visible de este momento). Su autoría se fundió en un sujeto, cuyo rock contrahecho, reapareció como conciencia de los siempre ganadores. Para entonces, la poesía chilena había quedado expuesta en su insularidad, particularmente en el contexto hispanoamericano. La vinculación con Leo Masliah para entender la apuesta de Mauricio Redolés comenzaba a quedar más que floja, a la luz de la circulación y conocimiento de poetas que venían explorando –al igual que nuestro autor– hacía varias décadas en la poesía escénica, específicamente en la de raíz vocal-musical y performática, y cuya circulación dejaba paulatinamente de estar restringida –y sitiada– en sus respectivas tradiciones literarias nacionales.
La fricción y contraste con un caudal de autores que han recorrido caminos similares en Hispanoamérica hace que la huerfanía de Redolés hoy se diluya y, al mismo tiempo, posibilita que aparezcan sus mayores aportes. Desde la polipoesía catalana – particularmente la de Accidents Polipoetics, con los cuales, y en perspectiva, Redolés mantiene una conexión azarosamente especular–, pasando por los brasileños Ricardo de Carvalho Duarte (Chacal), Ricardo Aleixo o el argentino Roberto Cignoni (integrante del colectivo argentino Paralengua), hasta la poesía performática, oral y sonora de diverso cuño (re)surgida en la última década (neoruidismo o los slam poetry)[5], conforman un espacio amplio al que el autor de Bello Barrio se conecta tempranamente y, con ello, craquela en parte la endogámica y enclaustrada poesía chilena. Ello significa que la enlaza a los procesos de diversificación, pluralización y democratización acaecidas en las tradiciones poéticas nacionales –y supranacionales– con un acento peatonal y asociaciones respiratorias y auditivas inconfundiblemente propias.
Con sus compañeros “intercontinentales” de viaje comparte aquella opción suspicaz de la escritura –“La escritura es el símbolo del símbolo, un signo de segunda. Por principio, creo más en el cuerpo hablando”, plantea Chacal, el poeta brasileño generacionalmente más cercano a Redolés– y la performatividad musical de la palabra. No obstante, parte de su singularidad radica en la infiltración constante en sus poemas –y poemas/canciones– de “hablas” recolectadas sistemáticamente por el autor –su bachiller en sociología le ha sido de indudable ayuda, más que la “metodología” parriana– para describir densamente contextos socio-culturales, epocales o políticos específicos. En ese sentido, y con una larga tradición mediante, no le teme al entorno del poema, al voceo contextual. Pero al mismo tiempo, no huye de la expresión –y comprensión– del pensamiento en el poema y su hablante “mayor” nunca es un pedante grave, ni un culterano envanecido que se arroga, en su ventriloquia, la representación de la otredad excluida o las “bocas muertas”. Aunque en sus momentos bajos el maridaje con la chirigota directa restan fuerza a lo que estas hablas descubren y perforan, en sus momentos altos su cosecha y mixtura desarman las representaciones del presente con la tirria y la tierra del pasado, exhortándonos a concebir que toda poesía se alimenta –además del humor–, del rencor, y que lo demás es caligrafía. Por otro lado, nunca se sabe si ha inventado primero la música o la letra que imbrican estas hablas y que dan forma al poema o al poema/canción (“Chilean Bussines”, “Triste funcionario policial” o “USA nos usa”, son tres de muchos ejemplos), incrementando recursivamente su poética: aquella que profundiza la indecisión entre sonido y sentido.
Por todo ello, la valoración de su obra, por sucesivas generaciones de jóvenes lectores y auditores, no es gratuita y proviene de la actualidad y supervivencia de su ecuación estética, de su matemática estilística, que urde y re-urde auguralmente, con originalidad y potencia mucho de lo que las vanguardias –y retaguardias– locales dejaron inconcluso, con una tesitura que logra explorar y abrir intersticios intransitados por un porcentaje enorme de la poesía y la canción chilena, haciéndolo sin imposturas, acudiendo acaso solo a la “llana complejidad” de las voces que habitan el poema.
De este modo, para varias generaciones, su trabajo constituyó uno de los gritos quirúrgicos de su educación sentimental o, sin ambages, como uno de los beat libertarios, mordientes y presentes de formación estética y política. Por ello, sostenemos que “El estilo de mis matemáticas” como una nueva y pensada antología de su obra, viene a reparar algunas secuelas de la grave omisión de su autoría en la ciudad letrada y a diseminar en la grafía lo que en la memoria ha tenido una presencia oralizada desde hace ya varias décadas.
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Notas
[*] Parte de este trabajo tiene su origen en un estudio introductorio al libro homónimo, publicado por Lumen el año 2017.
[1]Poema Homenaje a los caballos muertos en las cien mil batallas más importantes de la historia de los caballos (Londres, 1980. Taller Ricardo Fonceca); Poemas Urgentes (Londres, 1982. Autoedición); Notas para una contribución a un estudio materialista sobre los hermosos y horripilantes destellos de k (cabrona) tema calma (Budapest, 1983. Ediciones Cincuentenario); Chilean Speech/Chilean Espich (Londres, 1986. Artery Poets); Tangos (Santiago de Chile, 1987. Editorial Eléctrica Chilena). Entre los primeros álbumes de rock y poesía se cuentan Poemas de Canciones (Londres, 1985. Autoedición); Bello Barrio (Santiago de Chile, 1987. Autoedición); Química (De la Lucha de Clases) (Santiago de Chile, 1991. Alerce); ¿Quién mató a Gaete? (Santiago de Chile, 1996. Sony Music); Bailables de Cueto Road (Santiago de Chile, 1998. Beta Píctoris); Redolés y Los Ex Animales Domésticos en Shile (Santiago de Chile, 2001. Beta Píctoris); 12 Thomas (Santiago de Chile, 2004. Beta Píctoris); Cachai Reolé (Santiago de Chile, 2008. Oveja Negra. Premio Altazor a Mejor Disco de Rock, 2009). A ello, se agrega el poemario Los Versos del Sub-teniente o Teoría de la Luz Propia (Santiago de Chile, 2011. LOM), publicado bajo el hetcrónimo de Marcelo Reyes Khandia. Y finalmente el álbum One, Two, Tres, Cuatro (Santiago de Chile, 2013. Beta Píctoris. Premio Altazor 2014 al mejor álbum de rock. Y dos temas de ese álbum ganaron el Altazor, a saber: "Recabarren's Blues", premio Altazor a la mejor canción rock 2014, y "Suda Mery Cano", premio Altazor a la mejor canción tropical 2014).
[2] Véase por ejemplo "Mauricio Redolés: Marca Registrada de Irreverencia". Encuentro XXI, Invierno de 1998, año 4, N012. Otro de los escasos trabajos es el de Andrea Ocampo (2006), "No Tengo. Nombre, Cuerpo y Lugar en Mauricio Redolés".
En www.sepiensa.cl y en https://andreaocampo.blogspot.com/2006/08/no-tengo-nombre-cuerpo-y-lugar-en.html
[3] En esta línea fundente y que acaso eco tuvieron en nuestro país, lo son el verbofonismo de Arthur Petronio, el movimiento MERZ de Kurt Schwitters o, desde la mitad del siglo ,DC, la irrupción de la poesía sonora con Bernard Heidsieck y Henri Chopin y las variantes musicales de la poesía concreta brasileña, entre tantas y tantas otras vertientes y autores.
[4] Véase, por ejemplo, los autores articulados en torno al Foro de Escritora, como Martín Gubbins, Martín Bakero y, particularmente, Felipe Cussen, poeta y uno de los especialistas más prolíficos en relación a la poesía sonora y experimental en Chile en la última década. Él y otros aurora han fundado una revista abocada al género (Revista Laboratorio) y recuperado las primeras audiciones de poesía fónica internacional —emitidas originalmente en 1972 por Radio Universidad Técnica del Estado— presentada por el poeta experimental Guillermo Deisler.
[5] Una breve, pero contundente tradición ha sido visibilizada en los últimos años en festivales de gran relevancia a nivel hispanoamericano: Festival de Poesía Oral de Rio de Janeiro; Poesía en Voz Alta (México, organizado por la UNAM); “Propost” (Barcelona) o “Yuxtaposiciones” (Madrid), entre muchos otros.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Un sonido de pie o
"El estilo de mis matemáticas" de Mauricio Redolés
Por Yanko González Cangas
Universidad Austral de Chile
Publicado en ESTUDIOS FILOLÓGICOS, N°60, 2017