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Adiós, don Armando. Adiós

Por Mauricio Redolés
Publicado en La Tercera, 25 de Enero de 2020



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No sé por qué tengo la sensación de que llovía en la ciudad de Valparaíso el año 1974, cuando en la celda 210 de la vieja cárcel pública, apretujados en torno a un viejo radiorreceptor, junto a un grupo de compañeros, oí por primen vez la voz del poeta Uribe. Era una transmisión de Radio Moscú, y en una entrevista (¿el entrevistador era José Miguel Varas?) Armando Uribe fue presentado como el exembajador del gobierno del compañero Allende en China. Se le preguntó sobre Pinochet. El poeta se expresó con tal desprecio del dictador, que aún recuerdo la estentórea risotada del compañero Modesto Alfonso Murúa Olguín, comunista y dirigente de la rama juvenil de los trabajadores de la Construcción. Todos reímos a la vez, no sé bien, si por las floridas descalificaciones que había proferido el exembajador con respecto a Pinocho, o si reíamos de la divertida y voluminosa risa de Murúa. Nunca más olvidé la rabia de Uribe. Escuchándolo daban ganas de tener más rabia aún. Y así era su poesía, una ganzúa que abría puertas de sentimientos que uno mismo no sabía que tenía.

El año 1992, aunque también pudo haber sido el 91, me llamó por teléfono Ana Iris Varas Largo, hija de José Miguel Varas e Iris Largo Farías, para solicitarme que fuera jurado en un concurso de poesía organizado por la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. El jurado lo componían, además, el poeta Jaime Quezada y don Armando Uribe. Acepté gustoso. Luego de que hubimos leído los poemas se fijó una reunión en la residencia del poeta Uribe. Era verano, y la reunión se fijó para las cuatro de la tarde. La temperatura estaba por sobre los 38 grados a la sombra. Yo fui de traje de baño, polera y chalas. Jaime Quezada vestía con ropa bastante acorde a la temperatura del día, pero muchísimo más formal que yo. Con Jaime Quezada llegamos puntuales. Al tocar el timbre de la casa de don Armando, él apareció vestido como para recibir a la Reina de Inglaterra. De terno, cuello y corbata. Parecía recién salido de la ducha. Estaba vestido como si hicieran 20 grados a la sombra. Pero el calor era insoportable, y él como si nada. Nos ofreció una taza de té. Volvió con una bandeja que, sin duda, era de plata, o eso parecía. Finas tazas, azucarero y un té earl grey exquisito. Hablamos de poesía. Dirimimos los premios. Me llamó la atención que él me ubicara como poeta. En un momento, tomado un poema del concurso, me lo pasó y me dijo -Mauricio, estoy seguro de que este poema debe ser, si no el favorito suyo, uno de los favoritos suyos-. Y le acertó medio a medio. Era el poema que más me había gustado. Yo no podía salir del asombro de estar frente a ese señor que parecía sacado de una película de los años 40 y cuya voz había escuchado 18 años antes en una celda de Valparaíso y que me había subido tanto el ánimo para sentir un poquito de rabia legítima, sin tener que pedirle permiso a Gendarmería de Chile, ni a la Armada, ni a Carabineros, ni siquiera al Tribunal Constitucional.

En aquel lejano verano del año 92, él tenía 59 años. Este año yo cumplo 67. Aquel Armando Uribe siempre me resultará inalcanzable. Nunca cumpliré esos 59 años. Con esa elegancia, esa fineza en el trato, esa plasticidad para alcanzarnos el té. Ese trato de usted, que era de caballero, tan lejano al habitual tuteo del Chile actual propio de rotos con plata, perkins agrandados, zorrones winners. ¡Qué gran regalo me hizo Ana Iris Varas Largo al ponerme en esa Máquina del Tiempo, para conocer a don Armando Uribe!

Años después llegó a un taller de poesía que yo dirigía una poeta muy simpática y talentosa. Se llamaba Aída Osses y estudiaba Derecho en la Universidad de Chile. Conversábamos mucho y siempre andaba con libros inolvidables que no prestaba, si no ¡regalaba! Recuerdo en particular que me regaló la poesía completa de Cesare Pavese y las conversaciones de café de Borges y Sábato que editó Osvaldo Barone. En el transcurso del taller publicó su primer poemario de título irrepetible: Yo era casi normal, lo juro. Me contó que le llevó su libro a su profesor de Derecho Minero, don Armando Uribe. Él recibió el poemario de Aída y le dijo -mire Aída, no comente usted que escribe poesía entre sus profesores o compañeros de curso, porque se desprestigiará muy rápidamente-. Luego le preguntó -¿Y aparte de escribir, qué otra actividad hace usted en relación a su escritura? –Estoy en un taller con Mauricio Redolés- respondió Aída. Don Armando acotó -Hace muy bien en ir al taller de Redolés. Él sabe muy bien lo que hace. Perdón por lo egocéntrico, narcisista y autorreferente del recuerdo, pero es que cuando se habla de la generosidad de don Armando…, bueno, he ahí un ejemplo.

En el año 2001 mi amigo Rodrigo Goncálvez me invitó a una cena en que estaría don Armando Uribe y su señora, Cecilia Echeverría, en el restaurante Off The Record para el día 10 de septiembre. Luego de la cena habría un conversatorio con don Armando Uribe y los asistentes a ese evento. El tema de conversación sería el 11 de septiembre. Yo asistí con mi hijo Sebastián, a la sazón de 13 años. Cenamos con don Armando y la señora Cecilia y pude ver a un hombre profundamente enamorado de su mujer, y a una mujer enormemente enamorada de su poeta. Habían contraído nupcias en 1957, y el amor les alcanzó para toda la vida. Se llevó a cabo el conversatorio. Alguien de la audiencia preguntó -¿Qué debiera ocurrir para superar el recuerdo del golpe de Estado de 1973?-. Recuerdo que con don Armando coincidimos en que solo una matanza más grande empequeñecería nuestro recuerdo del 11 de septiembre de 1973 con La Moneda en llamas. Bueno, al día siguiente cayeron las Torres Gemelas. Obviamente no empequeñece nuestra tragedia. Pero la resitúa.

“Mal de muchos, consuelo de tontos”. O mejor aún: “Mal de muchos, consuelo de chilenos”, corregiría el poeta Uribe.



 

 

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Adiós, don Armando. Adiós
Por Mauricio Redolés
Publicado en La Tercera, 25 de Enero de 2020