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Una respuesta a Roberto Brodsky:
Que la imaginación colectiva nos libre de sus trabalenguas
Mónica Ramón Ríos
The Clinic. 4 de Diciembre de 2019
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El viernes pasado, mientras cumplía mis labores de escritura y editaba una carta coescrita entre unos treinta colectivos feministas de Chile, recibí un mensaje de texto con una columna publicada por The Clinic del ex-agregado Cultural en Washington que reemplazó a Javiera Parada durante el último gobierno de Michelle Bachelet, Roberto Brodsky. En ese texto, utiliza su intempestiva visita a la cuarta reunión de nuestra Asamblea Popular de Chile en Nueva York para dar forma a algunas ideas que han estado circulando entre los escritores de la Concertación y la derecha. Su congoja, naturalizada por las prácticas de la gran transa de los noventa, se trata de que las comunidades de izquierda que no apoyamos el llamado “Acuerdo por la Paz” incitamos al peligro. No vemos, enceguecidas por la lacrimógena kitsch, que estamos al borde del colapso por la mano militar. Agrega que nuestro movimiento peca de ingenuidad al proponer un proceso constituyente que imagine más allá de las herramientas entregadas por una institucionalidad que limita la soberanía popular y subyuga las instituciones democráticas al poder económico. Con tristes triquiñuelas, Brodsky traba las palabras, como trampas las ideas, para estrujar y transferir al movimiento social la trunca tarea de la trampa transicional.
A ningún miembre de la Asamblea nos extrañó que un escritor, sin mucha influencia entre las autorías actualmente relevantes, recién llegado a la ciudad, usara el poder simbólico que detenta Nueva York para reinstalar en una cúpula de Chile ideas muy parecidas a las que Ricardo Brodsky publicó el día anterior, Arturo Fontaine hace un tiempo y Carlos Peña en inglés. Si bien a la mayoría de la Asamblea la columna le pareció un texto sin importancia, creo que este apuntarnos con un dedo sucio de falacia no-ideológica de la ideología neoliberal es una oportunidad para explicar quiénes somos, de dónde salimos, qué hacemos y cuáles son nuestras comunidades locales. La columna de Brodsky es, como la Constitución del 80/81, tramposa; tan adoctrinado está por sus largos años en la imperial Washington y la nada regia Concertación, y las ganas de apropiarse de un nuevo lugar de habla. Frente a un Chile que despertó, este es uno más de muchos que preferirían volver a dormirse y llevarnos con ellos a ese letargo que se llama literatura sin consecuencias.
La Asamblea Popular de Chile en Nueva York está compuesta por un grupo heterogéneo que se conoció, a partir del 19 de octubre, en la calle. Nos encontramos caceroleando afuera del Consulado en la 3ª avenida, en el reformado y turístico Times Square y en Union Square, la plaza donde todas las semanas se concentran grupos políticos a protestar. Integran nuestra Asamblea organizaciones indígenas latinoamericanistas, exiliados que llegaron en 1973 y sus hijos, migrantes económicos que dejaron Chile en los noventa, trabajadores que crecieron gran parte de sus vidas aquí, además de bailarines, constructores, activistas, actores, artistas, escritorxs, académicxs y estudiantes. Algunos llevan aquí cuarenta o treinta años. La mayoría lleva una década o dos. Lxs menxs acaban de arribar de Chile y buscaron en nuestra Asamblea contención emocional y dirección activista. Un gran número de nosotres trabaja en sus comunidades locales, incluyendo organizaciones barriales, de migrantes, artísticas, indígenas, feministas y decoloniales. Conocemos, por ejemplo, a quienes organizaron la reciente marcha Fuck The Police que se hizo en el metro de Nueva York, bajo el lema de “Evade” y la imagen del Matapacos––tal ha sido el impacto de La Primavera Chilena en el mundo. Así nos conocimos: en la acción, en la protesta, en la denuncia. Por eso, decidimos llamarnos Asamblea Popular, para distinguirnos de otros grupos apoltronados en restaurantes y acongojados en los chats.
Nuestra Asamblea se compone de siete comisiones de trabajo a partir de las cuales hemos realizado acciones para participar del movimiento revolucionario chileno, que nos llena de esperanza y que ha sido transformada en un infierno por los pacos, los milicos, el gobierno y los ciudadanos que transan acordando mientras se mata, se viola, se mutila, se tortura. Hemos tenido seis reuniones. En este intertanto, la Comisión de Derechos Humanos ha abierto un canal con las Naciones Unidas y ha apoyado el envío de información a la OHCHR que está en Chile. La Comisión de Arte ha realizado dos acciones coordinadas con comunidades internacionales, y organiza dos más. La Comisión Feminista y de Sexualidades Disidentes estableció rápidamente vínculos con organizaciones feministas de todo Chile. El Comité de Estudios ha creado una programación para, por un lado, conversar sobre las propuestas––una de las cuales es el mentado Acuerdo––, y otra para imaginar más allá de los límites. Una imaginación necesaria, como indicó Judith Butler en una entrevista reciente, para un movimiento que quiere aplicar labores de salvataje a la exigua democracia y sepultar al financiero omnipresente. Una imaginación que dé palabras a, como lo llamaron Fred Moten y Stefano Harney, los undercommons. Ese underground ––ahumado de alegría y peligro, de vida en común, como diría Rita Segato–– emergió desde los subterráneos del sistema neoliberal, ese Metro que nos impone límites a nuestro tiempo, a nuestros devaneos por la ciudad y a nuestra sociabilidad (¡mi reino por un asiento!)
La Comisión Internacional de la Asamblea Popular está en contacto con Chile Despertó Internacional, la que nos envió una carta en la que detallaban las razones por las cuales rechazaban el Acuerdo por la Paz, el mismo que en la tercera reunión de nuestra Asamblea, pusimos a votación y unánimemente votamos no. En la cuarta reunión, nos sumábamos a ese movimiento que, entre otras cosas, rechaza las trabas, las trampas y las transas a la representación en el plebiscito y la Convención Constituyente. Para quienes trabajamos con las palabras, es imposible no ver que el reemplazo de la palabra “Asamblea” por “Convención” es la primera derrota, la primera acción trunca, el primer truco, de esa genuflexión que fue nuestra infancia y adolescencia y el inicio de nuestra rebeldía. La postdictadura, además de sus consecuencias materiales, está plagada de metáforas obtusas: un presidente democrático que dejó libres a los militares e intacto el sistema instalado por la dictadura, un Sernam que difuminó al feminismo en una institución de mujeres sumisas, escritores plutocráticos en busca de acumular capital simbólico al violar mujeres mapuche. En ese sentido el texto de Brodsky no es tan distinto al gesto de Rafael Gumucio, el bufón de la literatura chilena, en que se burla del movimiento y después se aparece campante en la Asamblea de Escritoras y Escritores. No es distinto al descaro de Ricardo Lagos, monumento caído de la transa, que desestima que la violación de derechos humanos sea sistemática a pesar de que las acciones de pacos y milicos coincide exactamente con la definición que dan los tratados internacionales de “sistemática violación de derechos humanos”.
Es preocupante cuando Brodsky lleva la discusión hacia la palabra dictadura y la convierte en trabalenguas. No desestimamos el trabajo de las personas que lucharon por defender los derechos humanos en el pasado; muchas de ellas son nuestras amigas. Pero decir que no existen hasta que se haya desaparecido a un amigo suyo es de una racionalidad aterradora. ¿La tortura, los asesinatos, las violaciones, los desnudamientos solo puede existir “bajo dictadura”? Tal vez Brodsky ha pasado mucho tiempo en Washington, donde la democrática Casa Blanca detiene guaguas morenas en jaulas y asesina a jóvenes negros de trece años. “Pero así son las lógicas y las órdenes impuestas por los poderes de los nuevos mapas digitales que se transan de acuerdo a las categorías jerárquicas que le asignan al descontento”, escribe Diamela Eltit en Sumar. En nuestra Asamblea tenemos claro que el sistema de gobierno que se vende como democracia también tortura. Es su naturaleza cuando zozobra frente a un pueblo que presiona para recuperar su soberanía.
¿Y Lihn? Nosotras no olvidamos que en esta ciudad vivió el guerrillero José Martí, la loca republicana Federico García Lorca y la poeta madre de las lesbianas Gabriela Mistral, que detestaba Chile porque allí el poder transformaba la palabra justicia en un trabalenguas para acallar crímenes. Con Mistral también imaginamos volver a un Chile poblado de mujeres, niñes y huemules, huachos todos, todo por hacerse. Es tiempo que los escritores sin imaginación, que escriben esperando la venia de Patricia Espinosa sin saber de dónde viene su pluma inflamada, dejen espacio para quienes sí la tenemos. ¿Qué peor derrota que la de un escritor sin imaginación? Ahí están los libros de Brodsky como testigos.
Nuestra Asamblea, como los movimientos feministas y de las otras subjetividades minoritarizadas que componen la mayoría en Chile, está sumamente interesada en este proceso constituyente. Nosotres lo estamos practicando, utilizando las metodologías que hemos aprendido en nuestras agrupaciones feministas y de las comunidades indígenas. A diferencia de los dueños de Chile y quienes comen de sus manos reconocemos a los jóvenes como entidades políticas y seguimos aprendiendo de quienes han sobrevivido la lenta violencia neoliberal. Brodsky iguala nuestro trabajo por un lado con el fascismo y, por otro, con los vándalos que saquean supermercados. Esa similitud no se sostiene; es de una retórica superficial como el oasis de Piñera, que se agota en el lugar común de NY=Wall Street. Mientras Nueva York vive una de las crisis de homlessness más extremas de su historia, entrego otra interpretación para que sea sopesada por escritores cuyas lenguas agotadas repiten como sirvientes las palabras de sus amos de derecha. Coincido con el análisis de la abogada feminista y observadora de derechos humanos Paula Arriagada: el vandalismo y los saqueos que hemos visto en el último mes y medio no es distinto al crimen que había antes del 18 de octubre. Este oportunismo vandálico, en el que también participan pacos y funcionarios de los municipios, no se soluciona con represión sino con modificaciones estructurales a la dependencia de la política al neoliberalismo extractivista global. Llamar al lumpen “consumista” para decírnoslo a nosotres es un retruécano falaz. Los vándalos son consecuencia de una serie de políticas que convierten a las personas en objetos sin valor alguno, cuerpos-territorios usados como “zonas de sacrificio” para el correcto funcionamiento de una casa blindada.
Todo esto me hace volver a esa fábula de Paul Vinçard que Jacques Rancière recuerda en La noche de los proletarios. El protagonista, un escritor que decide escribir en las noches después de su jornada laboral, visita al escritor de folletines, el vendido, acongojado de una fatal enfermedad del alma. Lo encuentra en compañía “del Otro absoluto, del que no vive de sus manos ni de sus pensamientos, pero el de otros”. Concluye: “quien vive del trabajo de sus manos puede actuar contra el pensamiento del amo o, con su pensamiento, en contra de la materialidad de su trabajo”. Pero quien pone a disposición del capital su pensamiento y su pluma no agota su trabajo únicamente en las metas alcanzadas, en el trabajo bien hecho, sino que debe hacer más, debe alienar lo que tiene de más precioso. “Un trabajador del pensamiento es una contradicción en los términos que no puede resolverse más que en la muerte o en la servidumbre”. No, no dejaremos que nos traben las lenguas con retruécanos lingüísticos cuando estamos construyendo un nuevo lenguaje ––“V/No V”, va el poema de Alexis Figueroa––. Porque la historia nos ha demostrado la verdad de eso que ya sabíamos: las herramientas del amo jamás destruirán la casa del amo, y nosotros queremos destruirles sus alambradas, muros y cámaras, y construir con esos materiales algo donde, finalmente, nos den ganas de vivir.