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El mal del escritor que investiga
El mal de la taiga. Cristina Rivera Garza. Tusquets editores. Ciudad de México, 2012.
Por Mónica Ríos
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Qué es el mal de la taiga, además de ese sonido que se mete en la oreja: un malestar que se impregna, que obliga a leer y a meditar sobre el efecto que tiene esta novela corta de Cristina Rivera Garza. La respuesta es tenue, como la historia y los personajes que persigue la narradora y su guía a través de frondosos paisajes donde todo humano es extranjero. En la taiga la única realidad es un misterio que las acciones, los objetos y los testimonios apenas esclarecen. A medida que se retrasan los pasos de una mujer y su amante, de un lobo y un pueblo, la cultura se acumula de refilón como una explicación falsa. Una explicación que recrea, por recurrencia, las tramas centrales de nuestra literatura: por qué se fue esa mujer, por qué esa mujer dejó a ese hombre, dónde se fue y cómo traerla de vuelta; dónde está el lobo, cuándo llegará y qué haremos cuando llegue. Son maneras tenues de resolver la urgencia, como los dibujos que acompañan el relato en esta edición, hechos casi al azar y que, si ilustran lo que se narra, no lo hacen más que oníricamente; unos sueños con la estructura y la lógica del surrealismo institucionalizado. El mal de la taiga se le mete a uno dentro a medida que lee –el mal de la lectura o de la sobreinterpretación, diría yo.
Leí este libro tapando su título, porque no quería que se me impregnara ese mal. Lo leí lenta, torpemente, pasando una y otra vez los mismos pasajes. Perdía la página, me saltaba hojas hacia adelante como si ya lo estuviera revisando para escribir un ensayo analítico. Buscándole parecía yo hallarle un sentido a las historias superpuestas, hasta que mi lectura se constituyó en parte de esa narración: érase una vez una mujer que desaparecía, érase otra a la que le encomendaban investigar hasta encontrarla, érase una más que iba leyendo las notas recreadas sobre estas dos historias. Y todas nos encontramos en el cerro más allá de la taiga, hasta donde había escapado la primera mujer y nos esperaba a la investigadora y a la lectora. El mal de la taiga se lee lento; tiene un peso que me acecha desde las páginas que se acumulan empastadas en el velador, el escritorio, las torres de libros en el suelo, en el baño, en el fondo de un bolso que viaja de Santiago a Crown Heights.
Como en todas la novela de Cristina Rivera Garza, en El mal de la taiga nos movemos por territorios aledaños al sentido, un sentido que acecha y que requiere otros tipos de lectura. Una escritura, pues, que nos pregunta si acaso serviría resumir la historia –un hombre le encomienda a una investigadora retirada que encuentre a su esposa, que se escapó con otro hombre; la mujer investiga y toma notas de los testimonios a medida que va descubriendo hechos que parecen sacados de los cuentos de los hermanos Grimm–, o bien pedirle que se nos dé una premisa –que nuestras historias siempre se pueden explicar por otras historias, y que esto no necesariamente proporciona un sentido a las acciones–- o su final –que encuentran a la mujer y que no vuelve, es decir, que la narradora fracasa en su cometido. El interés de la novela tiene que ver, más bien, con la combinación entre estos elementos y los personajes, con el entrevero de la narrativa y el género de la detectivesca, donde la narradora no es una detective sino, por el contrario, mujer víctima y engaño, proyecto perfectible de persona y de personaje. Esa falta o falla, la castradura, le impediría a la vez llegar a la verdad, a dilucidar el misterio. Efectivamente eso es lo que aquí se hace manifiesto: la mujer encuentra pero no resuelve, no todo vuelve al mismo lugar, no se recupera la estabilidad ni ningún orden. La mujer que investiga es, entonces, una excusa para hacer correr la pluma, para mantener la apertura de la trama y que le escritura sea la trama en sí misma. Tanto tiempo para leer –pienso yo– una novela tan corta que tal vez se escribió en un cerro mientras sonaba cierta música y tal vez para cumplir contratos editoriales, porque qué hace uno si no escribe ni lee ni escucha música ni ve películas en un cerro solitario.