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Yo veo umbrales
Mónica Ramón Ríos
Publicado en Revista Casa de las Américas, N°300, julio - septiembre de 2020
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Se siente el frío a través de la imagen, el suelo seco por la helada. Entre la negrura se divisan cuerpos con botas y abrigos negros, bufandas sobre la nariz, las caras apenas unas manchas blancas. Entre las rejas y la calle ha quedado un espacio vacío iluminado por un poste y su foco eficaz. La vereda es un escenario. Allí hay una joven con una parka blanca, su pelo amarillo, sus manos sin guantes brillan sujetando una bolsa pesada. Hay otro bolso, aun más grande, a sus pies. Se abalanza a la calle cuando se detiene un SUV, desde donde la saluda un hombre de unos cincuenta o sesenta años con movimientos cordiales, aunque prácticos. El entusiasmo del hombre se parece a la eficiencia; su silencio, una desviación constante. Los movimientos de la joven, en cambio, son compulsión. Su boca, blanca de frío, llena el espacio de palabras. El hombre hace un gesto con la cabeza, le indica el auto, como si ella no lo hubiera visto, tan negro envuelto en la noche, tan alto entre los árboles, tan ancho como las calles, tan nuevo que parece expeler un olor punzante a cuero, tan desconocido que promete una vida entera. La joven insiste, busca palabras para provocar. No es una disculpa, sino un desafío infantil. Lo enfatiza en demasía, casi hasta la vergüenza. El hombre entiende, y dice algo amable que revela su frialdad. Deja a la joven entumecida en la acera. Nuestros ojos abandonan el camino para entrar de nuevo, como un paseante más, en la oscuridad de esa noche. En esa negrura anotamos con ansiedad la escena: una hija en busca de un padre, la necesidad de reconocimiento, algo que ese hombre, ningún hombre de pelo blanco, dará nunca, porque no es suyo para dar, porque no existe cosa tal sino solo un vacío. Ese vacío que, piensa el galerista, se llama ser mujer.
El catálogo es largo y duro, y varios ejemplares se apilan en la esquina de la mesa de recepción de la galería. La del abrigo negro y el pañuelo verde que lo hojea no lo va a comprar. Desde su oficina, el galerista ya ha aprendido a identificar a quienes vienen a su establecimiento a gastar plata. A pesar de que él montó la exposición, detesta a las personas que compran el catálogo. ¿Qué hacen con un libro de esas características, dónde lo ponen? Tal vez en una maleta, o lo olvidan sobre una mesa o una banqueta en el baño. ¿Desde cuándo las palabras estaban hechas para decorar los espacios y no para iluminar momentos de silencio? Pero esa fue la exigencia de la artista, tener un catálogo de tapas duras y dimensiones exageradas donde páginas enteras de fotogramas de las piezas en VR estuvieran acompañadas de unas interminables cantidades de texto. A esas divagaciones él prefería llamarlas erótica de la mente, porque no estaban destinadas a explicar nada sino al puro placer intelectual, como un vibrador o unos aros peneales ajustados a los pliegues que conectan el núcleo accumbens con el hipocampo y la corteza cingulada anterior. Un placer duradero e inasible, pura creación de fantasías.
Unos meses antes, el galerista había descubierto que únicamente lo erotizaban aquellas personas con quienes sentía revelación intelectual. Había sido un break through en la terapia grupal reichiana que seguía religiosamente durante años y que lo obligaba a hacer danzas corporales coreografiadas por unas intensas descargas emocionales. Como un actor, había perdido toda vergüenza de llevar a cabo esos ejercicios frente a otras personas. En una sesión en particular, cuando ya todos estaban envueltos en sus mantas y conversaban sobre las exaltadas ondas que los habían traspasado junto a las respiraciones compulsivas, los golpes y los gritos cacofónicos, la voz gruesa de una de las mujeres del grupo apuntó lo difícil que sería ahora para el galerista sentir placer.
Si analizaba sus paisajes mentales, él nunca había considerado a la dueña de esa voz, a esa compañera de terapia, una persona, una persona con todas sus redondeces y sus pliegues, con características propias de un primer plano, con profundidades que anticiparan deseos bruscos. Encontró los ojos azules en esa cara blanca, entre las mejillas rosadas, la boca esponjosa y el desordenado pelo negro, y la vio. O como decía la terapeuta, inspirada en los textos de Emmanuel Lévinas, la reconoció. Fue un destello irisado que no había sentido hacía tiempo. Le traspasó el cuerpo y lo abandonó en pocos segundos dejando todo nuevamente gris y sin vida. Las explicaciones de esa mujer, ahora una persona, eran intempestivos comentarios, dagas duras que lo herían, provocándole fuertes ondulaciones eróticas, inundando la sala y las colchonetas de una promesa. En la noche, el sonido aterciopelado con que esa voz le penetraba el oído volvería a él envuelto en éxtasis energéticos. Decía: ¿quién podrá darte placer si limitas tu mente a tanta exquisitez lingüística? Es como si persiguieras una intensidad imposible. ¿Cuándo perdiste la capacidad de sentir, cuándo tu palabra te incapacitó el decir?
Mientras caminaba por la Novena Avenida rumbo a la galería, envuelto en su abrigo blanco, sus manos en los bolsillos, el pelo encanecido revuelto por el viento, el galerista sintió la intensidad escurrírsele por las manos. ¿Sería ese el ideal de la terapia?, se preguntaba.
En otro momento cualquiera, las imágenes creadas por la artista de los rizos colorados, que lo esperaba sentado en su oficina mirando un catálogo antiguo, no le habrían hecho efecto alguno. Si la de los rizos hubiera estado ahí la mañana anterior, por ejemplo, sus palabras habrían pasado por él como casi todas las conversaciones con artistas ávidos de exponer en su galería. Sin embargo, esa tarde las palabras de la mujer de los paños anaranjados resonaron como ecos en el vacío gris que era su cuerpo. Ella había dicho: en la tragedia griega, la anagnórisis siempre trae la luz, devela la pieza faltante de un puzzle; es el conocimiento que conlleva la resolución y el balance perdido. Pero en las escenas de esta muestra, la anagnórisis es negrura; el tiempo se suspende, se rectifica, pero no muestra nada más que discontinuidad, errores sin cordura alguna. La anagnórisis es el reconocimiento de su inoperancia. La mujer lo mira con sus ojos grises, y mientras se despide dice con una sonrisa chueca y los ojos arrugados: y a pesar de eso, no buscamos otra cosa, ¿o me equivoco?
Esas palabras envolvieron al galerista en un halo que lo obligó, insomne, a levantarse de su cama a mirar el portafolio con detención y, de un telefonazo, citar a la artista a su despacho. A la mañana siguiente decidieron montar la exhibición con sus videos y sus instalaciones de realidad virtual. Él la tituló Escenas de reconocimiento. Nada decía esto del profesionalismo con que la mujer de rizos había ejecutado su trabajo.
La mujer del abrigo negro y la bufanda verde camina hacia la sala y se pone los anteojos de realidad virtual. El galerista, su memoria una maldición, repasa las imágenes de la pieza frente a la cual está la mujer. Ella gira la cabeza hacia el suelo y pierde levemente el equilibrio. Es un espacio totalmente blanco, ni siquiera las junturas de las paredes son visibles. Los únicos puntos que perturban la total iluminación son una piel, un pelo negro, una cadena gruesa como brazalete y las imágenes de palmeras impresas en el vestido blanco de un cuerpo sentado. La mujer del abrigo negro, la bufanda verde y los anteojos de realidad virtual da un paso a la izquierda. Entonces puede distinguir letras negras impresas sobre un libro que sostiene la del vestido con palmeras. Por varios segundos no pasa nada. Es la imagen de una escena a la espera de sus personajes, dijo la artista de los rizos cuando se la mostró al galerista por primera vez.
En el campo visual de la mujer del abrigo negro y el pañuelo verde aparece una puerta rotulada stage left. Desde ahí emerge un hombre vestido de gris y camisa blanca, su pelo blanco se camufla por el fondo. A los dos lados de la escena vacía los personajes se iluminan y se difuminan, como si al verlos se perdieran de vista, incapaces los testigos de ver exactamente de qué se trata, incapaces los personajes de ver que finalmente se han reconocido como los protagonistas de esa escena, incapaces de ver que ese espacio se transforma en escena únicamente en el encuentro eléctrico entre estos dos personajes, atando el espacio a un nunca antes y nunca más, instalando allí la nostalgia que embarga al galerista cuando alguien está frente a esta pieza. Aquí intento capturar, escribió la artista en el catálogo, las intensidades experimentadas en un presente escurridizo. No se repetirán. Tampoco aguantarán un segundo o tercer visionado/experiencia. Intento capturar que la vida estética y la vida material son una misma cosa, e incluso cuando estamos en la presencia de algo único lo viviremos –es la naturaleza del presente– como un apocalipsis que pasa de largo.
Cuando el galerista era un adolescente y estaba a punto de empezar a consumir el primer cóctel de pastillas de su vida, se había sometido a varias pruebas físicas y de personalidad. Nada le impactó en demasía, a excepción de los resultados de la prueba de Rorschach, apuntados por una mujer de anteojos grandes y melena negra. Dijo que en él había una incapacidad de conectar las emociones con las palabras. Recuerda bien preguntarle a la de los anteojos grandes cómo había llegado a esa conclusión, con cuál lámina exactamente. La mujer descartó cualquier tipo de respuesta explicando que eran años de experticia en el arte interpretativo de las imágenes y las palabras. Después de la sesión con una siquiatra, en una oficina incómoda y amarillenta, caminó por la ciudad pensando en esa incapacidad suya. Recordaba con particular claridad una de las láminas, la décima, compuesta de manchas dispersas y que, a diferencia de las imágenes anteriores, ocupaban todo el marco visual. Ahí vio figuras inconexas y concluyó, sin darle muchas vueltas más, que esa lámina reflejaba la afición de su familia a los secretos, a un vivir en desconexión con el decir. Años después, cuando retomó la terapia reichiana, volvió a mirar esas láminas en Internet. Le impresionó mucho que la décima lámina tuviera colores. En su recuerdo la lámina era completamente gris.
Cuando estaba a punto de dejar su ciudad natal y embarcarse con su maleta a Nueva York, tiró la bolsa con pastillas por el inodoro con la intención de recuperar el color, pero había sido inútil.
Y la vida continúa, gris e inaudita.
Esas fueron las palabras de la mujer de los ojos azules, la de la voz aterciopelada, la que se había convertido en persona durante la sesión de la terapia reichiana, cuando le entregó la taza de té en la mesa de su cocina. El galerista le había escrito un mensaje de texto unos días después de reconocerla, instigado por la pulsión de hacer realidad sus fantasías. El temblor de su mano al tocar el timbre de su casa en un barrio antiguo no era nerviosismo, sino excitación profunda. No estaba frente a una puerta sino a un umbral. Una vez al otro lado tuvo que observar largamente los ojos azules de esa mujer para comprobar que ella era la persona. La mujer-persona llevaba el pelo tomado y tenía su característica sonrisa chueca. Condujo al galerista a la cocina y le habló dándole la espalda mientras preparaba el té. Eso le dio tiempo al galerista de observar sus alrededores con el objetivo de identificar por qué ese lugar estaba en falta. La cocina era simple, como la de una abuela, las paredes pintadas de un anaranjado perturbador. Le daba a la voz aterciopelada de la mujer-persona un carácter milenario y peligroso. Las plantas exuberantes y descuidadas en el borde de la ventana le parecieron poco higiénicas, igual que las cerámicas quebradas coronando el lavaplatos y la parte superior de la puerta. Por un momento imaginó a la mujer-persona entrando a esa cocina por primera vez, viendo esas cerámicas y describiéndolas como hermosas. Al galerista se le revolvió el estómago.
Cuando la mujer-persona se sentó a la mesa frente a él, su camisa dejó al descubierto gran parte de su cuello por donde se deslizaba un largo arete y un mechón de pelo oscuro. Has venido, le dijo, y esa voz finalmente lo envolvió en algo parecido a una promesa.
Para encontrar el número de teléfono de la mujer-persona, el galerista se informó en Internet. Fue difícil dar con su identidad, tenía solo un primer nombre y un fuerte acento que le dio la pista para buscar su nombre en cirílico. Dio con varios textos suyos y fotos de ella con corsés, trajes de hombre y largas uñas pintadas de negro decoradas con diamantes, en el espacio justo entre el kitsch y la performance. Finalmente llegó a su página web, donde ofrecía servicios profesionales de dominatrix. La mujer que tenía ahí enfrente no tenía botas de acrílico negro hasta la rodilla, ni cinturones de cuero, como la había pintado el galerista en sus fantasías durante las últimas horas. En esa cocina de abuelita volvía a ser la mujer-casi-no-una-persona borrada de su campo visual y de su fantasear que eran, para el galerista, lo mismo.
La mujer se levantó con su sonrisa chueca y entró a una habitación, ordenándole esperar. Se había hecho de noche y la cocina de repente adquirió un ambiente siniestro. Por fuera el contorno de los árboles se delineaba contra un cielo azulino, casi gris. Sintió el color temido expandiéndose hacia dentro suyo. Una luz se encendió en la calle y la cocina se volvió una escenografía. Una alarma tronó a lo lejos. Lo sorprendió un sonido fulminante y un dolor intenso en su cuello. Reconoció a la mujer-persona en el marco de la puerta: era la misma de las páginas de Internet, la que lo indujo a venir hasta aquí, la que habló ese día en la terapia. Llevaba unas botas negras brillantes hasta el muslo, arneses de cuero por todo el cuerpo, un one-piece de encajes y corsé, guantes de terciopelo morado, una máscara negra y un látigo que agitaba hasta fustigar muy cerca de su cara, de sus pies, de sus brazos. El galerista gritaba, y con movimientos ridículos que no sabía llevaba impresos en su cuerpo, se guareció en una habitación oscura como sala de revelado.
La mujer-persona entró, cerrando la puerta de un golpe. Encendió un foco enceguecedor y, sentada en un trono mullido, le ordenó al galerista, diciéndole perro, desnudarse por completo y ajustarse unas esposas a las manos. En dos movimientos la mujer-persona colgó al galerista-perro de un arnés y lo montó en una especie de caballete, abriendo sus piernas de perro y dejando expuestos sus genitales de perro. La mujer lanzó el látigo, amarrándole las piernas. De sus guantes sacó unos ganchos que ajustó en las tetillas del galerista, en su boca y en varios otros pliegues de su cuerpo. ¿Siente miedo?, le pareció escuchar. Esa voz aterciopelada le provocó excitación profunda. Identificó en él un deseo de seguir escuchándola, así que agitó la cabeza, porque no podía decir nada con ese hocico silenciado. En vez se quejó como un perro. Quiero que sienta miedo, escuchó como un ronroneo. La mujerpersona encendió una luz rojiza, revelando una pared llena de látigos cortos. El galerista la vio escoger uno y acercarse a él. Le golpeó la cara, el pecho, las piernas y finalmente los genitales hasta sacarle sangre. Los gritos se escucharon amortiguados por las telas que la mujer-persona afirmó en la boca del perro. Harta de esa falta de armonía sonora, la mujerpersona le ordenó callarse escupiéndole la cara y gritándole para hacerlo sentir menos que un perro, como carne muerta. Después de unos minutos el galerista sintió el guante aterciopelado encima de sus ojos.
Mientras se limpiaba la sangre en sus testículos vio una sala más parecida a un backstage que a un escenario. Dejó una torre de billetes en la mesa de la cocina, deseando ver a la mujer-persona una vez más, aunque sin la potencia de ir en su busca al segundo piso. Afuera de la casa, incapaz de caminar, el galerista tomó un taxi al hospital.
En el catálogo que vuelve a mirar la del abrigo negro y el pañuelo verde, la artista ha incluido reinterpretaciones de escenas reconocibles en la historia del teatro: una mujer ha fornicado con su hijo, un hombre se saca los ojos, una joven sostiene un cuchillo en la mano frente al cuerpo muerto de un hombre con el pelo blanco, una joven descubre a su amante sin vida después de simular su propia muerte, un policía con una metralleta caliente identifica a su hija entre la multitud de muertos en la plaza, un militar mira a los ojos de su primo entre los torturados. La mujer del abrigo negro se detiene frente a otro par de anteojos de realidad virtual. Antes de ponérselos le da una mirada larga y profunda al galerista. Por un segundo él cree ver en esos ojos a otra mujer.
La del abrigo negro y la bufanda verde se sienta en el suelo a observar la escena. Allí un grupo de personas con golpes en la cara y heridas en el cuerpo apuntan a una persona, corren hacia ella y la golpean hasta dejarla tirada en una poza de sangre. Luego se levantan y hacen lo mismo con otra y otra y otra más. Al final de la pieza, la horda corre hacia la espectadora. La del abrigo negro y la bufanda verde, sin embargo, se saca los anteojos antes de que la horda llegue a ella, y se queda sentada con los anteojos en la mano calmando su respiración durante unos segundos.
En la sesión individual de su terapia de esa semana, el galerista discutió largamente el efecto de habitar un espacio con esas imágenes. Estaban manipuladas, creía él, para crearle choques estéticos que resonaran con el vacío de su interior. A raíz de las preguntas insistentes de la terapeuta, el galerista había logrado ponerle palabras a esa sensación, pero no había quedado conforme. Pensaba en eso mientras escuchaba a los turistas hablar sobre la ciudad en el ferry que lo llevaría desde Dumbo hasta la Calle 34 por el Río del Este. En castellano, una mujer preguntaba insistentemente por los nombres de los puentes e hizo una interjección larga que obligó al galerista a mirar el Brooklyn Bridge hacia arriba. Había pasado muchas veces por ahí, pero en esa ocasión le pareció una despedida. Junto a él iba el recuerdo de la primera vez que lo cruzó, montado en un taxi junto al art dealer que lo había contratado como su asistente recién llegado a la ciudad hacía más de veinticinco años. Era una noche tibia y clara, y sintiendo el calor del vino en su cuerpo vio por primera vez los edificios decorados por luces de distintos tonos como si fueran la maqueta de un arquitecto. De pronto el gris, que ya había asumido como un talento suyo para convertir el flujo de la vida en una transacción económica, empezó a irisarse y sintió un temblor por el cuerpo. Tuvo el impulso de dejar registrado ese momento diciendo algo importante al art dealer, una confesión singular que marcara el instante como único. Pero las palabras, enredadas en su boca, salieron torpes y sin vida. Así, con ese gesto anticlimático, fue como saludó a la ciudad.
De repente el galerista levanta la vista. La del abrigo negro y la bufanda verde está dentro de su oficina, y con movimientos de lince se sienta frente a él. Los ojos azules penetrantes vibran con la bufanda y le traen a la memoria a alguien más. ¿Quién eres?, le dan ganas de decir. Pero en vez le indica al recepcionista. La mujer ya se ha sacado el abrigo y se ha sentado al otro lado del escritorio del galerista. Instintivamente este cierra su computadora y pone sus manos con arrugas encremadas y uñas de manicura encima de la mesa en un gesto que aprendió del art dealer. Ese gesto, decía el viejo avaro, daba la sensación a quien estuviera delante de que todo estaba sobre la mesa, aun si la realidad quedara guardada en los pliegues del abrigo. La mujer hace un gesto similar y eso intriga al galerista.
No me reconoces todavía, afirma ella ajustándose el pañuelo verde. El galerista la mira y se pierde en sus ojos hasta que lo hace sentir incómodo y desvía la mirada hacia su boca carnosa. Unos dientes pequeños y perfectamente alineados se adivinan entre la carne suave y rosa. Es más joven de lo que parecía al principio, su edad escondida tras movimientos seguros, elegantes, perfectos. Esa piel blanca, el pelo negro, la sonrisa chueca lo transporta al paisaje de mujeres que han poblado su vida en los últimos meses. No, señora, responde él a la espera.
Has ido a ver a mi mamá todos estos meses. Con esas palabras, el parecido entre la del pañuelo verde y la mujer-persona se hace evidente y lo transporta a ese lugar que siempre extraña sentado en esta sala con demasiada luz.
Muchas veces yo estaba ahí también. Mientras ustedes están en la habitación oscura donde mi mamá hace sus negocios, yo me siento en la cocina a tomar café. Esa es mi cocina.
El galerista la observa. Efectivamente, después de esa primera visita, ha ido a ver a la mujerpersona semanalmente, dejando ahí el valor de varias obras vendidas en su galería. Después de la primera visita, echado sobre la camilla del hospital, su mente no podía dejar de recorrer los movimientos y sonidos que lo habían mantenido en un estado que yacía olvidado en algún remoto pliegue corporal. Incluso ahí, en esa sala de emergencia, podía sentir su cuerpo tenso y su pene levemente erguido al repasar las imágenes sucedidas en esa casa-umbral. Desde entonces había vuelto muchas veces, pidiéndole a la mujer-persona –sin nunca pedirle, sino sacándola de quicio con su exceso de masculinidad– que lo golpeara con más fuerza, que le gritara o lo meara con más odio. El galerista consideraba sus palabras orgasmos bucales.
Sé mucho de ti, dice la de la bufanda verde, tal vez más de lo que tú mismo sabes de ti, porque mi trabajo consiste en darme el tiempo para dotar de profundidad a lo que acontece. Yo transcribo lo que me cuenta mi mamá cada vez que sale de una de sus sesiones o cuando vuelve de una de sus terapias, allí donde se conocieron. Soy escritora, dice, y ella me dona sus historias. Es la manera que tiene de pagarme esa deuda que tiene conmigo, la de ser ella mi mamá y haberme concebido mujer.
El galerista de repente ve los azules de sus ojos y los verdes de la bufanda adquirir texturas y dimensiones. La luz de la oficina alcanza distintos tonos de amarillos y blancos. La voz le sale profesional cuando le pide que continúe.
Ella mira alrededor, tomándose el tiempo. Pero no me gusta que nadie me robe mis historias y menos la artista de los rizos colorados, señala. El galerista está intrigado y le pregunta cuál es la conexión entre la bufanda verde y los paños anaranjados. La de la bufanda verde sonríe, la misma sonrisa chueca que le pone el cuerpo en alerta.
Soy su pareja, su expareja. La dejé hace unos meses y sintió que podía usar mis historias y las de los clientes de mi mamá para hacer algo interesante. Usted sabe, hay artistas que no tienen nada que decir. La de los rizos colorados es una de ellas. Entonces pide prestado, pero nunca paga. A usted tampoco le pagará. Por el contrario, estas piezas serán su extorsión. Nadie las va a comprar, porque todos quienes compran arte en esta ciudad son clientes de mi mamá.
El galerista dice que nunca había escuchado una historia más extraordinaria en su vida, y que realmente tiene ganas de leer algunas de sus historias. La de la bufanda verde le contesta. Usted no tiene idea el tipo de escritora que soy. El galerista reconoce la amenaza y un temblor irisado le cruza por la parte baja de la espalda.
La última vez que sintió algo esa intensidad fue a los once años, cuando, sentado en el auditorio de ese colegio privado, vio a un muchacho con el pelo negro y ojos azules tocar la Sonata para piano no. 11 de Mozart. Por primera vez en su vida descubrió la delicia de la contemplación sinestésica. Todo a su alrededor adquiría un tono parecido al azul de los ojos del niño. El gris le tomó el cuerpo unos años después, exactamente al día siguiente cuando el mismo objeto de su admiración lo dejara de un golpe en el hospital. Su corazón había muerto precozmente.
Pero ahora esos colores volvían bajo la forma de unos ojos desafiantes y una bufanda verde. A la pregunta de qué quiere, ella responde todo esto.
Por supuesto para mí hay un motivo ulterior, explica ajustándose la bufanda verde. Mi intención es hacer sufrir a la artista de los rizos colorados y los paños anaranjados. Nuestra relación se sostiene únicamente a través de venganzas y gestos demoledores como este, el de robar una la obra de la otra.
Usted no se ha dado cuenta, continúa la de la bufanda verde, pero ella llegó ese día a su oficina porque sabía exactamente el estado en que usted se encontraba. Habíamos planificado ese día desde que escuché su caso en las grabaciones de mi mamá. Estábamos a la espera. Mientras, la vida pasaba y terminé con ella, harta de que bebiera, insaciable como un náufrago, de mis ideas. Y cuando usted finalmente reconoció a mi mamá, la artista de los rizos colorados decidió traerle mis historias, insegura, con justa razón, de la calidad de las suyas. Llegó a usted sabiendo de su terapia y de sus traumas, documentado todo como está en mis múltiples volúmenes escritos.
El galerista se sintió desnudo, pero eso le causó excitación instantánea.
Yo veo, le dice la mujer con su pañuelo verde, a través suyo. Conmigo usted es transparente, casi no existe más que en mis palabras.
Usted debe saber que la artista de los rizos no sabe nada de tragedias griegas ni de teatro ni de anagnórisis. Las palabras que esa mujer fea y carente de originalidad le dijo en la galería las escribí yo. Todo lo ha aprendido de mí, se ha convertido en una mera repetidora de cosas que escribo y digo, incapaz ella misma de crear nada nuevo. Su única experticia es ser una ladrona. Su profesionalismo consiste en ser una artista ignorante hasta de sus propios deseos. No tendría idea qué significa para ella el placer, el placer de robar, si no fuera por lo que escribo. Se parece un poco a usted, y a todos los que cuelgan arte en sus paredes. Verá, el galerista no es nada más que un personaje de tercer orden en esta historia.
Estas palabras ofendieron al galerista, porque tenía a su persona y su trabajo en alta estima. Sin eso sentía que su valor se esfumaba. Instantáneamente, sin embargo, se dio cuenta de que la mujer de la bufanda verde y sin el abrigo negro lo estaba manipulando. En algún retorcido pliegue lo hacía sentir importante.
Mis historias son efectivas y a usted le convendrá, en todo orden de cosas, aceptar mi propuesta. Porque si no, publicaré este libro con sus relatos. Llevará por título su nombre. El mundo sabrá que a usted le gusta sangrar mientras escucha la Sonata para piano no. 11 de Mozart.
El ceño del galerista, como aprendió de su mentor, esconde la efervescencia que le produce esta propuesta. Una sucesión de eventos desencadenados por esa revelación le vienen a la mente como flujo de vida, sin control, con intensidades, un deseo discreto pero pujante.
Estoy conciente del valor que usted ha puesto a las piezas. Por eso le daré algo invaluable a cambio, le dijo la de la bufanda verde. Una vez que desmantele la exposición y la lleve al sótano de la casa de mi mamá, le enviaré las transcripciones de sus sesiones terapéuticas, además de interpretaciones iluminadoras sobre cada uno de sus deseos oscuros y de sus zonas grises. Por primera vez usted se verá a sí mismo.
La voz del galerista sale primero pequeña, pero luego se endurece, masculina. Quiero más, se escucha decir a sí mismo. Quiero todo lo que tenga.
La de la bufanda verde escucha por un momento, sopesando la propuesta.
No tendrá usted tiempo suficiente en su vida para leer todo lo que he escrito.
Tampoco tengo tiempo suficiente en la vida para disfrutar todas las obras que poseo en mi galería. Y usted me está pidiendo que le done mi galería entera.
¿Eso le pido?, dice con la bufanda verde. La sonrisa se le enchueca más. El galerista puede ver el interés supurar en los leves movimientos de la mujer sobre la silla. A cambio, quiero todas las transcripciones, las pasadas y las que haga en el futuro, agrega él, revolviendo sus documentos en busca de un contrato.
La mujer de la bufanda verde da una risotada que se sale del personaje. Debajo de la bufanda verde, se alcanza a ver, la mujer lleva un collar de cuero negro.
Usted me quiere transformar en galerista, quiere entregarme la pesadilla que es ser usted. Su voz adquiere un tono de indiferencia: lo que hacen estas personas que disponen obras sobre las paredes y las exhiben es diametralmente distinto a lo que me mueve a mí. Verá usted, yo no veo objetos transables, yo veo umbrales. Usted no lo puede entender, ya perdió esa capacidad tras un golpe en la cara y una estadía en el hospital. Cada tanto va usted a buscarla a mi casa de infancia. Pero usted es incapaz de entender los umbrales, solo los atisba cuando está a punto de tocar el timbre de la casa de mi mamá.
El galerista pone una expresión socarrona en la cara. Es común entre el mundo de los art dealers y curadores reírse de lo que los mismos artistas dicen de su arte. Juegan con esas historias, pero en realidad no las creen.
Pero será una excelente venganza, dice ella, y sin agregar nada más toma los contratos que el galerista ha dispuesto sobre la mesa.
Mientras la mujer de la bufanda verde se ajusta el abrigo negro a su cintura, marca un número en el celular. Tras una serie de instrucciones entran varios hombres a la galería y desmontan las obras en exposición. Se llevan también las que están en la bodega del sótano. Pasan horas, mientras el sol se mueve de un lado a otro en el cielo, llenas de voces y ruidos de cuadros, pinturas y obras que los hombres lanzan desde el suelo hasta un camión detenido afuera de la galería. De la sala desinstalan las ampolletas y los enchufes, las lámparas y los pequeños chiches con que se alista una galería. Se llevan incluso los plásticos y las trampas para ratas dejadas en el sótano quién sabe cuándo. Finalmente agarran de los brazos a un asustado recepcionista que a gritos se sube al camión entre dos hombres sudorosos. Como un trueno la escritora aprieta el acelerador.
Un silencio embarga la galería. Ha quedado un cubo blanco y un sótano gris totalmente vacío, los hoyos de los cables imbunchados con masilla blanca. Desde su oficina el galerista ve ese espacio resonar con su interior. La galería misma se había convertido en una escena y él, como un personaje terciario, permanece así a la espera de algo.