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El autor genio y el plagio intelectual

Por Mónica Ríos
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Al abrir un manuscrito salta de inmediato a la vista esa voz que impregna el oído del lector, y tal vez sea central esa búsqueda de una voz diferente a la de uno en la experiencia de lectura, tal vez sea el impulso que nos hace abrir un libro. Por tanto tiempo ese timbre particular se entendió como marca de genialidad del autor individual. Pero una voz nunca aparece en soledad: reverbera en los oídos ajenos, las formas lingüísticas se transforman y las ideas aparecen al mismo tiempo que se modifican al pasar por los canales auditivos perdiendo todo carácter de origen. No es raro, entonces, que los ensayistas se apuren en encontrar esas marcas de contenido, esos giros lingüísticos y gramáticas que se vuelven específicas en el proceso de escritura. Todo eso vuelve evidente la presencia del cuerpo del autor detrás del papel o la pantalla, que desde ese particular estilo hace reconocible –único, si se quiere– la forma de su argumento. Pero ese proceso se complementa con un cuidado extremo al hablar en instancias informales sobre las ideas en desarrollo. Ya dicen por ahí que por la boca muere el pez. Es, sin duda, una forma particular de muerte cuando alguien que ha estado trabajando para condensar una sucesión de ideas, centrales en la interpretación de ciertos objetos estéticos e ideológicos, las ve apropiadas en el artículo de un colega sin explicitar la instancia del diálogo en que surgió y, por lo tanto, despojándola del análisis que le da peso.

No soy la primera que ha visto replicada una de las preguntas de su investigación académica en el artículo de un colega. Casos más sonados cruzan mi memoria en la historia de la literatura comercial, de la ciencia, de la economía. Tampoco soy la primera, ni seré la última, que aun crea en la importancia de compartir las ideas presentadas frente a un comité cerrado en una conferencia y expandirla en las conversaciones posteriores ante una taza de café o un plato de comida, y crea que las direcciones investigativas necesitan nutrirse de perspectivas diversas. Pero otra cosa muy diferente es la apropiación sin dejar constancia. Lo que está en juego en un plagio intelectual donde no se reconoce el origen múltiple de una idea es el estado mismo de la literatura, del genio artístico, del autor y de la autoridad que lo funda; todas ellas cuestiones que definen qué es lo que se conserva –a través de la cita, la alusión o la paráfrasis– y a qué o quiénes se puede desechar. Todos ellos son lugares, espacios y figuras cruzados por un poder que afecta a ciertos sujetos más que a otros. Y en los casos que me conciernen aquí, no son casuales las marcas de género.

Mi tarea actual versa sobre películas de cineastas chilenas entre 1915 y 1930 que no sobrevivieron a los empachos del tiempo y cuyas autorías han sido puestas en duda en los libros de historia del cine chileno. Aunque meses atrás superé la pregunta inicial de cómo escribir sobre películas que ya no existen, gran parte del desarrollo de mis ideas es una respuesta a esa cuestión que inevitablemente vuelve a surgir en diálogos académicos, frente a comités de becas o a colegas interesados, y apunta a dirimir cuál es la línea que en el siglo veinte chileno dividió “lo conservable” de “lo desechable” en el ámbito del archivo y de los textos. Como toda catalogación –ya lo sabrán los archivistas–, esas clasificaciones también están insertas en formas del poder que funcionan con una coherencia dada por algunos textos fílmicos y escritos que van ordenando el ámbito que ahora llamamos “el cine chileno”. Mi interés en reproducir esta información anecdótica tiene que ver con el gesto por el cual, hace unos meses, un colega en una revista electrónica aparentemente quiso darle consistencia a la manera en que las directoras mujeres –del periodo que a mí me interesa y las de los setenta, que le interesan a él– han sido sistemáticamente excluidas de la historia del cine. La pregunta de “cómo escribir de lo que no existe” para entender el cine mudo de mujeres chileno apareció en una conversación entre mi colega y yo que no se menciona en su artículo. El asunto va más allá de la simple apropiación de un problema que le concierne hablar, precisamente, a la minoría afectada. Se trata de una práctica que reproduce lo mismo que está intentando criticar, la red de poder que ha permitido que las autorías de esas mujeres fueran puestas en duda y sus películas, desechadas. Es verdad que el cine, de manera más patente que la literatura, se nutre de la colaboración; aun así en su historia diferentes autores se asocian a esos productos –directores, guionistas o actores, dependiendo de su circulación. En el caso de las mujeres directoras chilenas de la época temprana, los historiadores especulan que la autoría de esas películas no es de ellas, sino de sus amigos, colaboradores, hermanos, amantes o esposos, debido a que ellas parecían incapaces de manejar la tecnología, ya sea por la educación a que las obligaba su género, ya sea por su edad. Cabe especular, siguiendo esta línea, si acaso mi colega hubiera citado la conversación de haberla sostenido con un hombre mayor a él, capaz de darle autoridad a su texto frente a los lectores y los editores de la revista.

Otra pregunta es qué pasaría si esa autoridad estuviera sostenida por las credenciales de una institución, como le sucedió a una investigadora con la cual hace unos meses intercambiamos situaciones relacionadas con nuestro trabajo. Parte de la labor que ha estado desarrollando los últimos años la llevó a un archivo en vías de formación en busca de un material poco conocido y subvalorado. En esa oportunidad sostuvo una conversación con quien dirigía el centro sobre detalles de los documentos con el fin de que le facilitaran el material y, después de enterarse de que en esa institución no conocían el objeto de estudio, de que se contactaran con ella en caso de encontrar registros fílmicos, fotográficos o textuales. El interés, sin embargo, había sido estimulado. En poco tiempo, el centro de investigación consiguió sumar el material en cuestión a su acervo. Pero en vez de que la joven investigadora recibiera una llamada, en un encuentro fortuito la persona que dirigía el centro le reveló que había sido invitada a un importante evento de arte contemporáneo internacional para hablar sobre los documentos que en gran parte eran los mismos que habían discutido en aquella primera reunión. Tal vez sea el destino de ciertos objetos de estudio caer en las trampas y estrategias de apropiación del autor genio, cuyas ideas surgirían en la soledad de su biblioteca. Cabe preguntarse a quién conviene reproducir las formas establecidas de lo que se conserva y lo que se desecha cuando se trata de objetos de estudios como estos que tienden a desintegrar los centros del poder. Qué otra cosa es borronear las autorías colectivas que un intento de convertir en producto de intercambio mercantil las ideas más corrosivas para nuestra sociedad de tendencia homogenizadora.

Es tarea del investigador y parte del rigor intelectual explicitar en el papel esos intercambios e influencias, perseguir los mecanismos de exclusión y sospechar de los golpes de genialidad. La mayoría de los ensayistas que escriben hoy entendemos que la colaboración, los encuentros y las conversaciones en el ámbito que sea, más aun cuando se trata de la idea que un colega está masticando y fermentando, producen un ambiente propicio para la producción intelectual, así como comprendemos la importancia de esclarecer la red de influencia que se está tejiendo día a día por el trabajo de numerosos jóvenes, mujeres, profesores e intelectuales en ciernes o ya establecidos. En todo ámbito es necesario deshacerse de la idea del genio; quienes la sostengan seguramente han suprimido a alguien que los ayudó a gestar su argumento y usan la palabra para crear una sombra sobre aquellas personas que los inspiraron.



 



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