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Ludmila Ulitskaya y las deudas con las lectoras
Por Mónica Ríos
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Acaso la posibilidad de leer varias veces la misma novela y creer cada vez que se trata de un libro diferente sea una de las gracias de la literatura; que la placentera extrañeza de abrir un volumen y pasar los ojos por las líneas marque la distancia entre los momentos en que se levantó una novela por primera vez de un estante y los siguientes sea la interferencia que el libro tiene en la vida de un lector que nunca coincide consigo mismo. Leer Sónechka, primera novela de la escritora rusa Ludmila Ulitskaya, en la traducción al inglés, varios años después de abrir por primera vez el libro editado en castellano durante 2005, no es sólo leer otra novela, sino también quitarle el acento de la edición de Lom en Chile y Era en México; es fijarse en el movimiento paralelo a la escritura literaria que constituye la traducción, ese ejercicio de escritura invisible que deja sellado su destino en el de la novela. En el cambio desde el estante que contenía primordialmente libros en castellano de mi casa en Chile a otro que alberga ejemplares en inglés y en ruso, en esa sección de la biblioteca universitaria donde encontré los ejemplares de las novelas de Ulitskaya, Sonechka –ahora sin acento– es otro libro, es otro ritmo, otra la economía lingüística que transmite. Justamente en su novela corta que leí con el título The Funeral Party, traducida al castellano en 2003 como Los alegres funerales de Alik, se me hace sobresaliente el espacio de esa migración y esa coincidencia, pues se desarrolla en Nueva Jersey, ese Estado lleno de tensiones entre la industria, el inmigrante, las riquezas soeces donde ahora vivo y un espacio cercano que condensa el poder simbólico de los Estados Unidos hacia el exterior: los barrios neoyorquinos en cuyas esquinas se concentran esas mismas tensiones, pero con más garbo.
Me parece digno de reflexión, cuando uno observa la obra de una escritora, pensar en todas aquellas fuerzas subrepticias que se confabulan para que un lector acceda a ella en un determinado momento: ese lugar del lector, el problema de su pasividad y el de la actividad creativa inserta en un sistema económico que ha enaltecido al artista como estrategia para sacarlo del mapa ocupan un lugar central en la narrativa de Ulitskaya. Por qué, por ejemplo, la traducción aislada de sus libros en las citadas editoriales latinoamericanas coexiste con otras ediciones en sellos españoles omnipresentes en el imaginario literario en castellano –Lumen publicó Los alegres funerales de Alik y Anagrama tiene en su fondo la novela Sinceramente suyo, Shúrik, los relatos Mentiras de mujeres y la novela corta Sóniechka–, mientras una serie inamovible de premios aparecen en cada una de las biografías de la autora. Hay una trama ajena a la lectura que la interviene –reconocimientos y lugares de residencia– desde la sospecha o la alabanza. A mi entender este no es un problema menor desde el cual leer la obra de Ulitskaya, dado que todos aquellos personajes artistas, pintores y hombres sensibles de sus novelas aparecen como representantes de un discurso del arte que es a la vez místico y materialista, y sobreviven sólo porque se rodean de una serie de otros personajes con vidas menos portentosas. The Funeral Party se concentra en el moribundo Alik, alrededor del cual se tejen las historias de los inmigrantes de Rusia, Ucrania, Israel y –marginalmente, presentados como lo otro de esta otredad de Estados Unidos– Paraguay. La figura del artista funciona en esta novela alegóricamente como una esperanza, una posibilidad para el resto de los personajes: sobre él descansa la posibilidad de insuflar a la cultura de este continente cierto espíritu del arte de vanguardia donde creación y vida se unían, y no se comercializaban. Todos los personajes que desfilan por estas páginas mantienen monetariamente a Alik si a cambio él les da el sentido de comunidad. Todos se reúnen en el departamento o estudio de este artista, por una costumbre que se ha transformado en necesidad, a mirar las noticias sobre Moscú y, en el presente desde el cual se narra la novela, a acompañar a Alik en su inminente trance de muerte. Sin embargo, los personajes no se preocupan de la carga simbólica que les significará perder a Alik sino hasta el final, porque ante ellos el artista es el único que ha logrado establecer una continuidad con el modo de vida que dejaron atrás. Todos desean verse a través de los ojos del creador, aquel que ve lo que el migrante extraña de sí mismo cuando ese que en Estados Unidos es auxiliar de laboratorio en su país de origen era doctor, cuando la mesera y ahora profesora de lenguas antes era una prometedora académica, cuando la abogada antes era una acróbata y la alcohólica alguna vez fue una modelo. Este artista encarna el mito cultural donde las historias individuales convergen, lo que da forma y sentido a las vidas.
Uno de los episodios álgidos de The Funeral Party o Los alegres funerales de Alik –no me decido por un título para el libro que anoto– sucede en el momento que los invitados a la fiesta permanente en el estudio que Alik comparte con su esposa Nina presencian de reojo los diálogos que el artista sostiene con el cura y el rabino sobre la muerte, la trascendencia y el uso de los ritos. La solemnidad queda desplazada por la fuerza de la experiencia; el diálogo y el acto de compartir tequilas margaritas en vasos de papel se impone como un rito que vacía y pone en la perspectiva de los vivos el sentido de los ritos de muerte. En esos párrafos el discurso del artista se suma al del cristianismo y el del judaísmo para constituir un triunvirato de religiones, mediante el cual Ulitskaya comenta que la consideración del artista como un salvador pareciera ser el último esfuerzo –quizá desesperado– para desplazar el arte de la esfera económica. Se trata de una novela quetoma como referencia, sí, a As I Lay Dying, de William Faulkner, aunque en clave carnavalesca, a pesar de que el título en ruso no lo implica y el título en inglés promueve la ambigüedad. Como sucede en otras novelas suyas –es evidente en Medea y sus hijos– Ulitskaya se ocupa de reescribir la literatura considerada clásica no sólo a manera de una filiación cultural, sino sobre todo como una reflexión sobre la deuda en sus sentidos más amplios, que cruza y permite leer toda su obra narrativa. En The Funeral Party la deuda económica se opone a otro tipo de deuda que Estados Unidos no reconoce como suya con respecto a otras culturas; mientras más grande tu deuda, mayor el éxito que te reconocerá este país, y si no le debes a nadie eres pobre y fracasado, señala uno de los narradores.
La discusión que Ulitskaya pone en marcha sobre la deuda que casi todos los hombres tienen con las mujeres es lo que ha hecho su escritura reconocida en ediciones chilenas, catalanas y neoyorquinas, así como en la crítica y premios. Si la genialidad de su personaje, el artista Alik, es proporcional a las cuatro mujeres que simultáneamente ha mantenido a su lado, el artista Róbert Victórovich de la novela Sónechka nunca reconoce la deuda que mantiene con su esposa, quien como lectora y audiencia ideal agradece simplemente por estar en presencia de la genialidad, con lo cual entrega el protagonismo de su propia vida a otros. Esa resignación no tiene consecuencias dignificantes en la narrativa de la autora rusa. Por el contrario, sus cuentos, nouvelles y novelas llevan a un extremo la estereotipada renuncia de la mujer y buscan establecer directamente un paralelo con la figura del lector. Esto es evidente en las imágenes que abren y cierran Sónechka, en que la protagonistalee o se refugia en los clásicos de la literatura; hay ahí una recuperación del acto de escucha y de la pasividad como acto extremo para llegar a sentir placer. La escritura de Ulitskaya logra cuestionar ese paralelo que tantas veces en la literatura se establece entre lector y hembra poniendo en cada línea la pregunta de cuáles son las experiencias y los afectos que mueven a un lector –mientras lee esto, ¿es usted un lector pasivo? Novelas como Sónechka o Los alegres funerales de Alik exigen una acción: que usted las lea en clave apologética, como una reelaboración de las preguntas sobre la feminidad y el espacio doméstico. A diferencia de Virginia Woolf y su Mrs. Dalloway, que con su mirada irónica decodifica el juego infantil del hombre en la política y en el arte del mundo burgués, Ulitskaya devuelve el placer a la mirada, de la creación reactiva, y le pregunta al lector quién cree usted que tiene realmente el poder de la escucha y de la presencia. Por ejemplo, una mujer como Zhenya, de la novela Mentiras de mujeres que Ulitskaya forma con breves relatos, que intenta lidiar con los problemas matrimoniales de su vida y producir una identidad que se escape a sus determinaciones por medio de relaciones de amistad con una serie de mujeres que deben lidiar con sus propias tragedias y fantasías. Uno pensaría que Zhenya aprendería a detectar cuándo las personas que recién conoce están mintiendo o no, pero no es capaz de discernirlo. En esa reticencia descansa otro tipo de deseo, que radica en la escucha: la sorpresa de ver a los otros exponiendo impúdicamente partes de una vida. La inocencia de Zhenya consiste justamente en trasladar esas historias desde el plano de la narración al de los actos cotidianos, en esa incapacidad de establecer la clara línea de división entre quien lee y quien escribe, eso que dicen que se necesita para poder leer en plenitud. La inocencia es lo que permitiría dejar el órgano de la lectura abierto al lenguaje del otro, involucrándose uno materialmente con la historia sin que importe si eso es la propia vida o una manera de dar cuerda a las ficciones que se cuecen en el espacio de cualquier intimidad –sin que importe finalmente si estas novelas de Ulitskaya las leí en una librería de México, en un dormitorio de Barcelona, en una plaza de Santiago o en un tren rumbo a Nueva York. Un espacio donde, como el protagonista de la novela Sinceramente suyo, Shúrik, desear al débil.