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Qué diablos
Sobre Alias El Rocío de Mónica Rios

Por Lina Meruane


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“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada.
“Si se pudiera decir: él vieron subir el fotograma,
“o: nos me duele el fondo de los ojos,
“y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros.
“Qué diablos”.
Pues sí.
Qué diablos.
Porque esas palabras no son mías sino de Julio Cortázar, casi todas. Con ellas empieza el relato de una enorme incertidumbre.
Cómo contar, se pregunta el disociado narrador de ese relato, aquello que es incierto. Aquello que ni siquiera se sabe con seguridad si está ahí, en la escena que él fotografió o en su ampliada imaginación.
Volví a ese cuento de Cortázar, que para quienes no recuerden el comienzo es “Las babas del diablo” (un cuento cuyo narrador es un franco-chileno que se halla traduciendo el tratado de un profesor de la Universidad de Santiago de apellido Allende, qué les parece); volví a ese relato por tantas resonancias, por tantos ecos, buscando una pista extra-textual para pensar el atrevido planteamiento de esta segunda novela de Mónica Ríos. Una novela que se aleja de las escrituras chilenas tan dadas a relatar eventos, a dar pelos y señales de absolutamente todo.
Me preguntaba entonces yo cómo presentar una trama que discurre siempre alrededor de, en la que aparece todo menos el original, en la que no se presenta el personaje desaparecido, momificado su cuerpo ausente, su verdadera identidad, su nombre de pila.
Porque, ¿quién es Alias El Rocío, más allá de ese nombre evanescente que encubre otro, también suyo?
¿Cuáles son mis tus sus nuestros vuestros sus rostros?
Qué diablos.
La novela escribe lo ausente como si se tratara de una larga écfrasis de 180 y tantas páginas: el verbo reemplazando lo visto, aquello que quizás nunca se sepa o sabrá.
Y permítanme un desvío por la biografía de la autora para apuntar que su fascinación por esta imposibilidad excede la escritura de su novela. Proviene de sus afanes teóricos recientes: si no recuerdo mal, su investigación doctoral en curso trabaja precisamente una serie de viejas películas de las que no quedó registro en el archivo cinematográfico nacional.
Sospechaba, mientras leía, que es precisamente la paradoja borgesiana del archivo lo que aquí, eficazmente, se escenifica: el hecho de que el archivo nunca puede dar cuenta total de una existencia, el hallazgo de que la suma de materiales más que completar el cuadro subraya lo que falta, y que la arbitraria combinatoria de datos podría producir imágenes falsas. Porque nada es, tampoco, la mera agregación de las partes.

Pero vuelvo a Cortázar, sí, y por qué no.
Recupero a ese autor ahora algo borroso porque el ya citado relato es también el cuento del alrededor de una imagen que Antonioni se animó a regalarnos unos años después.
Y quiero decir más.
En la notable versión cinematográfica del cuento –Blow Up, fue el título de Antonioni– el propio Cortázar hace un cameo así como, a su manera, Mónica Ríos nos hace un guiño cuando titula su novela y a su personaje desaparecido con un nombre tan cercano al suyo, tan fresco, tan evaporables las letras de Alias El Rocío o Ríos: tú la mujer rubia, diría Cortázar o al menos su narrador franco-chileno, el que dispara las fotos del relato, el que las revela y amplía para encontrar en el brillo de unos ojos enormecidos el reflejo de una aparente revelación.
Y esto es solo el comienzo.
Todo es así en este libro que encuentra en la incertidumbre una modalidad. En lo ausente una forma de lo barroco entendido, lo barroco, como el modo en el que la palabra urde siempre un desvío de su objeto, en que la palabra recubre o rellena o reconstruye lo que no está.
La palabra vuelta andamiaje.
la reconstrucción de una escena apenas documentada.
La recuperación de una vida.
La restauración de una biografía hecha de fútiles restos depositados en un archivo.
Una existencia hecha guion en el retaceo de la literatura chilena, latinoamericana, y universal.
Un cuerpo disecado y recocido o reparado que otros, los actores y los extras y acaso hasta los fans, deban reinterpretar sin olvidar que lo que encontramos aquí es puro simulacro: otra herencia del barroco como lo es también el asunto del montaje.

Pero “de repente me pregunto por qué tengo que contar esto”. Lo dice el narrador de Cortázar. Yo solo lo cito otra vez y continúo entre comillas. “Pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación … (…) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento”.
Qué diablos, pienso, Cortázar dijo ya hace mucho lo que yo le robo ahora, este otro retazo, para montarlo también aquí, para eludir contarles el cuento. Para esquivar los detalles que acaso ustedes esperarían les revelara.
Tendrán que leer la novela.
No voy a decirles más.
Ni quién dispara la foto, ni quién sostiene la cámara y repite la toma.
Quién exhibe y quién protagoniza y quién mira este documental somos todos, dentro y fuera del papel.
Por eso la persona del relato varía constantemente de segunda a tercera o a cualquiera.
Y ahora recuerdo que fue por esto que pensé en Cortázar (y también en la contenida escritura medicalizada del esperpento en Mario Bellatín, y también en el rigor detectivesco, literario y finalmente político, de Roberto Bolaño).
Fue porque hojeando la novela ya editada de la Ríos (la había leído ya, estaba apurada ahora, no me alcanzaba el día para una nueva lectura puntillosa, y entonces la fui releyendo más bien a saltos, como quien mira un viejo álbum de fotos, para recordar lo que ya vio, y pensar,
qué bueno está esto,
qué bella frase,
qué gran imagen,
qué rigurosa la escritura (y como dijo el sagaz Ítalo Calvino, la máxima ambigüedad requiere un máximo de precisión).
Y pensar también, mientras leía y observaba o ambas al mismo tiempo: Qué libro enigmático y enloquecido, qué poderosa suma a nuestras letras.

Pero regreso a lo que iba, para ir cerrando. Porque me estoy alargando, lanzando ciegos disparos como los que ocurren al inicio de este libro en los que se nos presentan los personajes como muñecos de tiro al blanco.
A esas primeras páginas le siguen personajes escurridizos. Imágenes equívocas de identidades falsas o verdaderas que dilatan la lectura y hace retroceder.
Me habré perdido algo.
Habré no visto algún detalle significativo como creo recordar que se pregunta el fotógrafo de “Las babas del diablo” cuando por fin mira bien la foto y ve aparecer un personaje nuevo que queda fuera del marco, que es en realidad quien moviliza la escena, y el narrador lo ve justo a tiempo sin saber lo que ha ocurrido hasta mucho más tarde.
Ese observador comprende de pronto que no solo ha sido un testigo sino además un productor de la trama; a nosotros, a ustedes, leyendo la novela de Ríos, les sucederá lo mismo.
Porque todo atento lector participa de la escritura, la reconstruye también a partir de lo que se le entrega. Alias El Rocío nos lo exige.
Volver sobre la imagen.
Afinar al ojo y la imaginación, sobre todo: este es el verdadero leer. Es seguir pistas, es interpretarlas, es errar en los dos o más sentidos de la palabra. Es aprender a observar a la vez que comprendemos nuestra más radical ceguera.
“Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía”, escribe Cortázar.
Esto perfectamente podría decirlo un personaje de Alias El Rocío.
O uno de nosotros, sus lectores.
O la propia Mónica Ríos, tan diabla, ella.

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Presentación Librería McNally Jackson. Mayo 15, 2014








 

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