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LA CONSTRUCCIÓN MEDIÁTICA DEL YO

Por Marco Aurelio Rodriguez



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Cuando Jodorowski advirtió que el problema de Occidente era el ego, no imaginó que nuestro amigo imaginario ―o sea, el ego― se convertiría en el dios de las pantallas superconectadas, genio exiliado para siempre de su exagerado reposo. Ejemplos literarios hay bastantes, desde los fuegos fatuos del conocimiento ilimitado y los placeres mundanos de Fausto, pecados por el que es castigado como antiguamente fueron castigados quizá cuántos dioses, y que solo se redime ―tan ingenuo nuestro Goethe― en el amor, o sea, en el encuentro con lo otro, puesto que es Margarita quien lo rescata de tan mefistotélico yo.

Don Quijote, otro héroe extraviado en nuevos tiempos, no sabía lo que hacía cuando buscaba su cordura, llegando eso sí, a la manía de su ego; Dulcinea no es más que la implosión de sus egos sueltos. Y es que los animales atrapados en los espejos ―admitidos por Borges― desde tiempos del Emperador Amarillo, pugnan por la rebelión final que ya llegó.

Hemos desembarcado, luego de una confianza exagerada en lo real y en el buen salvaje que es el hombre, a “una nebulosa de sucedáneos ligados a la sociedad del espectáculo, el narcisismo y la imagen”, y su materia, la instantaneidad en la transmisión de pixeles ―nos ilustra Paul Virilio―, salpica el vacío cerebral y el vacío espacial. Zygmunt Bauman habla de la “modernidad líquida”. Las pantallas conectadas nos vigilan como el Ojo de Dios.

“Ya que el mundo adopta un curso delirante, debemos adoptar sobre él un punto de vista delirante”, apunta Jean Baudrillard.

Hollywood confabula para que sus maniquíes no usen musculatura de expresión. Las cirugías, asimismo, detienen el tiempo; no existe el tiempo profano porque, sencillamente, no existe el tiempo y, en la inutilidad, el ser se acaba. Hay, sí, los simulacros y su espectáculo de veleidades, lo único real.

Hay un héroe moderno que, a los nueve años, su padre, un gringo ―aviador ametrallado durante la Segunda Guerra Mundial y que se refugia (se esconde), con su guardarropa lleno de ametralladoras y traumas, en un barracón infectado de murciélagos en un país latinoamericano―, un monstruo, lo hacía parar en la oscuridad en posición militar de firme y le decía: Usted es nada, Usted es feo, Usted nunca será nada, Usted tiene un olor malo. Qué pasó, pues que ese sujeto, pasados los años (aquí hay un espacio en blanco, un salto: en serio, no existe el tiempo, no sirven los recuerdos), hoy se toma las manos en ángulo alto, cruza sus piernas en diagonal, mueve la cabeza bajo el flequillo sedoso al estilo cabello de gorra; su voz de gay, cara de gay y su vestimenta de gay ―como se autorremarca―, delata a quien dejó de odiar a los hombres solamente cuando tuvo un hijo (claro, prolongación de su ego), y que ha generado una perturbación total por las mujeres (él lo dice de modo atrayente: Opté mi vida en féminas). A su padre lo obsesionan las hermosas, lo mismo que a él que, por lo mismo, estudió para cirujano plástico.

También, creó su propio perfume… que huele a él mismo.

Su mamá limpiaba baños, lo reitera y de tanto machacar lo anula.

“Sabía que quería conquistar el mundo. Yo nunca seguí nada; yo crié mi realidad”.

Decía Nietzsche: Lo que más le importa al hombre moderno no es ya el placer o el displacer, sino ser excitado.

Y sí, un cirujano empezaba sus intervenciones arrodillado ante su “querido papá celestial” más efectivo que su padre de carne y hueso. Y se solaza en Jesús Cristo y su “reconstrucción automática” de la oreja del soldado cercenada por Pedro.

Pues claro, están en lo correcto, vi en la televisión la entrevista al Cirujano de las Estrellas de Beberly Hills, al Doctor 90210. No sé si interesará saber que su nombre es Robert Miguel Rey Jr.



 

 

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