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JUSTICIA Y APARTHEID

Por Marco Aurelio Rodríguez
Escritor y Académico

 


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“En la práctica real —apuntó Nelson Mandela alguna vez— la ley no es sino una fuerza organizada que emplea la clase dirigente para conformar el orden social de manera que le sea favorable”. Nada es inmutable en la vida, menos la moral, ni siquiera los errores ni los juicios de los hombres que han dado por desmesura la intolerancia entre negros y blancos, y por resultado el apartheid, la separación que en nuestros días arrastra nuevas y viejas tramoyas: a nivel global la emancipación de las etnias, las migraciones de buenos o malos hábitos (nadie se lleva un trozo de tierra en sus bolsillos sin pasar a llevar la propiedad privada de alguien, hoy que todo tiene valor nominal pero no valor humano), las desconfianzas religiosas avaladas por el comercio de armas (perdón: quise decir “de almas”), la destrucción del medio por el provecho económico cortoplacista de unos pocos pero que son, precisamente, los que facilitan la bencina para seguir viviendo.

Esta estrategia de socialización se alimenta de la carne vulnerable, y el redil es la ignorancia de la gente; la zona más preciada del espíritu, la honra, ha sido desplazada al no lugar. La vergüenza (la obscenidad dirá más ásperamente Byung-Chul Han) en nuestros días ha remplazado las probidades. Un ejemplo muy nuestro: en los noticiarios de televisión muestran día tras día los rostros de padre e hijo que, por defenderse de una acción delictual, terminan matando a un promisorio asaltante­: son sobreexpuestos, ultrajados como se marca el ganado; pero esta norma ética mediática no es aplicable en otros casos: en forma constante ocultan los rostros de delincuentes (aun cuando sean mayores de edad, que son, por supuesto, los que pueden asumir las consecuencias de sus actos), especímenes que han pasado por robos y crímenes ocultos y estafas y fiscalías y circos, o cuando vemos las sanciones a la buena gente que ha cometido “faltas” y que, en resumidas cuentas, usa la justicia como un traje para fanfarronear.

El antropólogo francés Marc Augé se refiere al concepto "no-lugar" como el estado de transitoriedad que evidencia, en nuestro caso, la falta de valor vital (el sentido de lo humano, degradado y estudiado por manipuladores y filósofos) acreditada en la falta de valor circunstancial. Es un desmembrarse la identidad, emponzoñarse las relaciones en un corral de inseguridades, pérdida de pertenencia y frustración. Y es precisamente la crítica que se le hace a este autor ─que si se parte de la base que los lugares engendran derechos, y que esos lugares son parte importante del sentido de identidad de un grupo, entonces los no lugares reproducirían no derechos─ lo que destapa nuestros espacios de desprecio.

La sabiduría de Mandela, según remarca su biógrafo Richard Stengel, tiene que ver con un principio inalienable: "Igualdad de derecho para todos, sin distinción de raza, edad, sexo. Casi todo lo demás es estrategia". Pese a sus veintisiete años en prisión, o precisamente por esto mismo, Mandela aprendió a reconocer el dinamismo desmedido de la realidad que lo esperaba allá afuera, los cambios de las circunstancias, y fue adecuando sus estrategias a lo voluble. Así también aprendió que la gente puede ser buena o mala, pero nunca merece ser repudiada. Más allá de la hipocresía o la entereza que aplaca o esconde el dolor, o el mesianismo, existe el hogar del hombre y bien merece la pena luchar para encontrarlo.

Mandela —anécdota voraz— mandó construir una casa en su aldea natal, siguiendo las formas arquitectónicas de la prisión que lo cobijó en su proceso para llegar a ser el hombre justo que fue.



 

 

 

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