EL “HIJO DE LADRÓN”
DESCUBRE
EN
SU MADUREZ
LA FATALIDAD
DEL AMOR,
MEJOR QUE EL VINO[1]
Por Ángel Rama Publicado en Marcha, N°972, 14 de agosto de 1959
En: La querella de realidad y realismo. Ensayos sobre literatura chilena
Editor Hugo Herrera Pardo. (Mímesis, 2018)
No es cierto que las segundas
partes nunca sean buenas,
cuando se habla de partes
novelescas. Es cierto que el autor las
inicia con aprensiones porque no se las juzga en sí sino en el cotejo con
la primera parte ya idealizada, y debe
hacer algo distinto y comparable. De
este modo debe haber trabajado Cervantes
la segunda parte de su Quijote,
y José Hernández la vuelta de
Martin Fierro, y Manuel Rojas esta
novela Mejor que el vino (Santiago
de Chile, Zig-Zag, 1958, 256 págs.)
donde se continúa la vida de Aniceto
Hevia que había dado origen a Hijo
de ladrón, unánimemente considerado
como el mejor relato del chileno.
Rojas se reencuentra con
un Aniceto Hevia que es ya notoriamente
su “alter ego”, cuando tiene 25
años y es un humilde apuntador de
una compañía teatral de provincias.
Con él recorre Argentina y Chile durante
años y lo abandona llegado a su
madurez, cuando a los 42 años cree
haber entendido el mundo de los
hombres y ante él actúa con seguridad,
sin doblegar sus convicciones.
Si Hijo de ladrón fue la infancia y la
adolescencia de Aniceto, esta novela
nos transmite su juventud y comenzada
madurez y deja una puerta
abierta para una tercera sobre su madurez
y senectud. La primera estaba
sostenida por el afán de descubrir la
vida y los hombres; la segunda movida por el descubrimiento del amor
que, como el cantar bíblico, “es mejor
que el vino”.
La ocupación aparencialmente
más destacada de la novela
es el ejercicio del amor, desde la relación
con una mujer frígida (Virginia)
que utiliza a Aniceto para desligarse
de su marido, hasta la austera
relación con Jimena, pasando por la
plenitud del amor matrimonial en
María Luisa y el ejercicio del simple
amor físico con Flor. El tema estaba
ausente de Hijo de ladrón y ello
explica el aire austero del volumen,
su aspereza tonal. Pero aquí no introduce
en la materia novelística un
ablandamiento, ni abre una instancia
de la sensualidad que sorprendería
en un escritor espectador y no gozador
de mundo, por dos evidentes razones:
porque el auténtico tema del
libro es la progresiva transformación
interior de Aniceto, quien extrae de
su origen vagabundo las condiciones
espirituales para determinar en su
madurez el lugar que le corresponde
en el mundo, y porque aplicado
al amor este proceso le va a permitir
ver claramente en qué debe consistir
la auténtica relación del hombre y la
mujer. Llegado a la difícil edad de los
42 años, Aniceto se rehúsa a transformar
el amor, entendido como la comunión
espiritual y carnal que es, en
un mero acoplamiento físico, y a lo
largo de su experiencia va forjando el
principio de una relación basada en
dos individualidades que se necesitan
y que se respetan como tales en
el plano de su recíproca dignidad.
Muchas veces se ha señalado
este criterio individualista, teñido
de espíritu ácrata, que distingue la
narrativa de Rojas y de la que sale su
visión del hombre, de la sociedad y
hasta su entendimiento de la mecánica
del universo. Es un elemento formativo
cuyo origen puede remitirse
a su adolescencia, y en el que también
pudo poner su acento el grupo
bonaerense de Boedo al que estuvo
vinculado en sus orígenes literarios,
junto con esa expresión de la piedad
humana y social que atempera el exceso
individualista sin llegar a una
vivienda humana colectiva.
Los hombres de sus libros
son individuos, mónadas separadas,
que se entrecruzan a lo largo del
mundo siguiendo caminos zigzagueantes,
se rozan un momento, se
contemplan con afecto —el que nace
de sentirse breves compañeros de viaje— y vuelven a separarse para
no reencontrarse más. La austeridad
sentimental con que lo hacen da la
medida de su calidad viril, y así se
lo ve, ejemplarmente, en el encuentro
de Aniceto con su hermano Daniel.
Carecen de energía creadora y
viven al día un poco a la manera de
los personajes acuñados por nuestro
Morosoli,[2] conversando y pensando,
tironeados entre un afán innato de
libertad plena que los arroja al mundo;
y una fuerza de gravedad que los
arraiga y somete. Actúan lejos de
los centros agitadores de la sociedad
—los gobiernos, los sindicatos,
los directores—, dentro de un general
desamparo, gris y escéptico, que
aunque Rojas nunca lo señala admite
una instancia metafísica.
Cada hombre lleva a cuestas
su carga de experiencias, las que
cobran vigencia frente a nuevas circunstancias
reestructurando la vida interior. Por eso el tiempo pierde su
dimensión visible, externa, y se reduce
a un proceso que opera subjetivamente
dentro del alma. Dado que
la estructura novelística es lo individual,
el tiempo también se hace individual
y solo vale en dependencias
exclusiva de las transformaciones
íntimas. La estructura de Mejor que
el vino así lo revela. No se encontrará
aquí la peripecia todavía lineal y
cronológica que servía para armar
los materiales episódicos de Hijo
de ladrón, sino que en esta segunda
parte el fragmentarismo característico
de Rojas —y derivado de su individualismo
tenaz— está sometido
a un discurrir temporal que nada
tiene que ver con el que ordenan los
almanaques. La novela progresa por
saltos al futuro, regresos al pasado,
distracciones marginales que le
permiten encadenar con episodios
centrales de su existencia, una evocación
muy voluntaria de los personajes
y las situaciones de la primera
parte, un entrelazado de personajes
que siempre se revela quebradizo, un
vaivén caprichoso.
Pero esta estructura de singular
y subjetiva animación temporal
no cobra nunca profundidad y se mantiene tercamente en un planismo
narrativo que hace secas las
situaciones y carentes de resonancia
a los personajes. Imposible no ver la
novela como un telar en funcionamiento,
así como Aniceto cree ver a
su pensamiento: “En la habitación,
a oscuras, en silencio, cree advertir
que funciona como una máquina tejedora,
una máquina que, según le
parece, teje de izquierda a derecha,
nunca de frente a fondo, en sentido
horizontal además y siempre en una
trama de urdimbre diversa”. Este
individualismo, este tiempo subjetivizado,
esta estructura plana, esta
sequedad expresiva, componen el
fondo permanente del que surgen las
creaciones narrativas de Rojas.
Mejor que el vino revela una
ascensión en la concepción de la novela
coincidente con la madurez del
autor, que la distingue radicalmente
de Hijo de ladrón. Una novela ya no
es una serie de personajes y peripecias
hilvanadas, sino que es una meditación
interior sobre el hombre, su
comportamiento, su realidad y destino,
que se va ilustrando con escenas
sueltas ejemplificadoras de un pensamiento.
La rapidez y brevedad del
contar anterior da paso a una novedosa
búsqueda de lo ético en que los
episodios narrativos importan por
las conclusiones conceptuales a que
llevan. La simplicidad monocorde de
la prosa de Rojas, tan lavada de afán
artístico, se adentra aún más, pero
con eso no se gana el descubrimiento
de nuevas leyes de la vida. Rojas
reafirma cada vez más su individualismo,
explícitamente dice que sus
conclusiones sólo son válidas para el
personaje que las extrae, e implícitamente
lo muestra con la constante indecisión
de su estilo que baraja siempre
distintas posibilidades según los
distintos seres humanos.
Hay una especie de encerramiento
dentro de sí que postula al
mismo tiempo el respeto por el otro.
Puede estimarse su calidad ética,
pero es visible su fragilidad narrativa:
en una novela en que el amor tiene
tanto lugar no hay una sola figura
femenina novedosa, trazada desde su
interioridad, y en última instancia todas
revierten a circunstancias en la
vida de Aniceto Hevia que para llegue
a su entendimiento personal del
amor. Los personajes masculinos, incluso,
adquieren su veracidad merced
al perfilado costumbrista o al encadenamiento
de los hechos de una historia, en un modo objetivizante merced
al cual el narrador se distancia.
No podríamos haber rastreado
estas singularidades del libro
si no estuviéramos en presencia de
una aportación novelística considerable,
algo así como el sermón de la
madurez de Manuel Rojas, donde ha
puesto su mucha sabiduría del mundo
contemplado desde el ostracismo
de su interioridad. Al cerrar el libro
no se ha demostrado el cantar bíblico,
según el cual las caricias de la mujer
son mejores que el vino. Se siente en
cambio que son una fatalidad, una necesidad
de este hombre de barro que
somos, y que ello trae delicia y sufrimiento
en equilibradas partes.
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Notas
[1] Texto aparecido en la sección “Letras
del mundo”. En aquella ocasión, la
reseña de Ángel Rama a la segunda
novela de la tetralogía sobre Aniceto
Hevia de Manuel Rojas compartió
sección con un comentario del crítico
uruguayo al ensayo de José Pereira
Rodríguez Sobre las relaciones de
amistad entre Julio Herrera y Reissig
y Horacio Quiroga (Montevideo, 1959).
El título escogido en la presente
edición corresponde al subtítulo
empleado en esa oportunidad por el
autor de Transculturación narrativa
en América Latina para encabezar su
columna sobre la novela en cuestión.
Justo bajo este subtítulo apareció un
retrato de perfil del escritor chileno,
que en su pie de foto decía “Reflexivo
e indeciso como su personaje, Manuel
Rojas medita en forma narrativa”.
En tanto que el subtítulo con el
que Rama hizo encabezar su columna
sobre el ensayo de Pereira Rodríguez
fue “También en 1900 la envidia
intelectual hacía estragos”.
[2] Ángel Rama se refiere a Juan José
Morosoli (1899-1957), escritor uruguayo
de tendencia regionalista. De su obra
se ha destacado fundamentalmente
el dominio del cuento breve. Rama
le dedica una nota aparecida en el
periódico uruguayo El País, el día 4
de enero de 1958, titulada “Juan José
Morosoli, amigo de los vivientes” y un
artículo en Marcha, “La retórica de un
creador”, publicado en el número 959
(15 de mayo de 1959).
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
El “Hijo de ladrón” descubre en su madurez la fatalidad del amor, "Mejor que el vino".
Por Ángel Rama.
Publicado en Marcha, N°972, 14 de agosto de 1959