Manuel Rojas quiso ver el océano por última vez. Lo llevaron a El Quisco, donde se quedó con la vista perdida en la inmensidad.
—¿Por qué no nos hablas?
—Estoy pensando en un libro sobre los pájaros.
Le temblaba la mano. Ya no escribía más. Una sordera lo invadió, se daba puñetazos en las orejas.
Hasta que escuchó un trinar y, preocupado de que no hubiera reconocido su procedencia, se sentó frente a sus papeles.
En una esquina del escritorio, su libro de cuentos más reciente con marcas en los relatos «Mares libres», «Una carabina y una cotorra» y «Pancho Rojas». En la otra esquina, una pila de diarios amarillentos de los años cuarenta, abiertos en páginas con las columnas de su autoría «Maravillosa colección de aves criollas», «Migraciones», «El cardenal», «Un refugiado», «El gorrión», «El gorrión y sus depredaciones», «Gaviotas en Isla Negra» y «Garzas blancas en Polpaico».
Al centro, su viejo libro de crónicas con marcas en «Veraneo», «Cóndores en libertad» y «El queltehue». Sí. Hasta que escuchó un trinar y, preocupado de que sí hubiera reconocido demasiado bien su procedencia, pudo terminar la novela.
Porque no sólo la había reconocido, sino que la había escuchado al alba, agoreros. Era una bandada inmensa de queltehues.
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Por Carlos Labbé