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Lanchas en la Bahía

Prólogo

Por Alone
[Escrito para la primera edición, en 1932]



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Cuando Maupassant fue presentado a Lemaitre, el crítico de "Los Contemporáneos" lo miró, lo vio ancho, macizo, colorado, hallóle facha de atleta, lleno de una robusta salud normanda, y se dijo: "¡Hura!, tendrás que aguardar para que te lea". Efectivamente, pasó mucho tiempo sin abrir sus libros; no se resolvió a leerlos sino cuando la fama lo obligó imperiosamente. Hubo entonces de confesar su error: "Yo era estúpido —escribe—. Tenía mis ideas sobre el físico de los autores"...

El que juzgara a Manuel Rojas por las apariencias se vería expuesto, con mayor peligro, a una equivocación.

Su figura sugiere menos la del artista típico que la de Maupassant, mientras sus obras responden mejor a la imagen de la poesía fina, hecha de fantasía sensible, sobre una base de observación. Es grande, casi gigantesco, y desde su cabeza morena baja la mirada de unas ojillos apacibles que se dirían lentos, como su palabra, como sus ademanes. Lentos y apacibles. Da la impresión de una sólida masa, segura de sí misma y recogida. Oye con cierta especie de benévola distracción y no revela ninguna inquietud. Parece que, si uno lo dejara, podría estar muchas horas en silencio, impregnado en esa indiferencia de los fuertes para cuanto sucede en torno.

Su preparación, el tiempo que estuvo en el colegio, el medio ambiente por él respirado durante su primera juventud, tampoco se dirían los más a propósito para formar no ya un artista, pero ni siquiera un escritor. No alcanzó a estudiar humanidades. Llegó sólo, en un establecimiento de instrucción de Buenos Aires (es hijo de chilenos, nacido en 1896 en la capital argentina), hasta la cuarta preparatoria. La pobreza lo hizo trabajar pronto en tareas rudas y a los dieciséis años ayudaba a un maestro de obras en plena cordillera, hacia hoyos con sus manos, sujetaba postes de madera que era preciso clavar. Esto ocurría en la estación Las Cuevas, por donde va el ferrocarril transandino. Durante sus bajadas a Mendoza empezó a aficionarse a leer: un amigo tipógrafo le prestó libros revolucionarios y se hizo anarquista. Durante algún tiempo mandó correspondencia a un diario anarquista de Buenas Aires y ensayó escribir novelas. La falta de escrúpulos literarios le permitía una gran facilidad, que con el tiempo, felizmente, ha perdido. Todo aquello producía poco y la vida andariega y la necesidad de ganársela lo trajeron a la tierra de sus padres; en la bahía de Valparaíso fue cargador de lanchas y guardián nocturno, conoció a fondo el esfuerzo para librarse de la miseria, tuvo trato con toda clase de gente proletaria.

Pues bien, de toda esta combinación no ha resultado, como parecía lógico, ni un obrero más, huelguista y rebelde, luchador por "las reivindicaciones del pueblo", ni un panfletista admirador de Gorki o un narrador turbio de historias truculentas, a base melodramática, con pretensiones ideológico-sociales. Nada de eso. Como para burlarse de los teorizantes literarios y dar un mentís a los psicólogos, la naturaleza ha hecho de Manuel Rojas, en primer lugar, un poeta de la más delicada, de la más exquisita sensibilidad, y luego un autor de cuentos y novelas, donde la ternura se apaga en ironía y la observación aguda, tranquila, se prolonga en imaginaciones llenas de gracia. Todavía más, por obra del invisible principio interior del alma misteriosa y omnipotente, no sujeta a leyes conocidas, este hombre, aparentemente condenado a la tosquedad de las formas, ha seguido una línea progresiva de sutil refinamiento y se ha hecho estilista, o ha logrado ese supremo milagro de la prosa: el equilibrio, la ausencia de extremos, la disimulación del arte por la perfecta y sencilla naturalidad.

Recordábamos a Maupassant.

Como él, parte Manuel Rojas de la observación directa y es profundamente real, sincero y simple en su visión; no la deforma demasiado ni exagera nunca. Pero —por algo hay entre ellos cuarenta años de distancia— aguza más la nota y elabora la imagen del mundo, se desprende con mayor livianura del suelo en que el otro plantaba sus pies algo pesadamente. Claro que no pretendemos comparar la valía de ambas obras y guardamos siempre las proporciones entre Chile y Francia: queremos únicamente indicar el ligero matiz que los aparta y hace de ellos dos escritores pertenecientes a la misma especie, aunque de familia distinta. Manuel Rojas, con menor peso específico, tiende mejor hacia la poesía y la alcanza. El otro lo vence, tanto por el volumen como por la inmensa diversidad de tipos y el relieve extraordinario con que los pintó. ¿Acaso podemos pretender otra cosa que ensayar aquí en esbozo lo que allá se realiza con toda plenitud? Ya es mucho poder presentar algunos puntos de contacto con nuestro semejante.

Considerándolo siempre dentro de lo que en estas tierras suele producirse, Manuel Rojas ofrece otra característica notable: no se juzga a sí mismo definitivamente consagrado, no se admira incondicionalmente y trabaja, estudia, lee, amplía sin cesar el circulo de sus luces sobre el mundo, corrige y vuelve a corregir, siempre insatisfecho, y de este modo avanza un paso o muchos pasos a cada nueva obra.

La última, estas "Lanchas en la Bahía", nos produce el deleite de la producción madura.

La invención no desempeña gran papel en su trama y no hace falta. El personaje nos interesa porque lo sentimos verdadero y nuestra vida se transfunde fácilmente a la suya. Lo vemos, lo tocamos, sus estados de ánimo se nos comunican y salimos de nuestro pequeño yo casero. Vamos con él por las calles de Valparaíso y asistimos a todos los espectáculos que presencia. Un pobre hombre de buen corazón nos protege; otro, colosal, alegre, devorador, nos lleva por ciertas callejuelas, cierta noche. ¡Y qué fiesta aquélla, qué ensordecedores cantos entre esas mujeres! Hemos estado en sitios harto peligrosos, entre criminales y prostitutas. Nada nos ha sucedido. Hemos amado, hemos sufrido, hemos gozado con sensaciones finas y con groserías. Todo se transmutó para nosotros, mediante el arte, sin perder su esencia. Descubrimos ruidos nuevos, sentimos sonar de otro modo las carretelas madrugadoras por el pavimento, y las casas colgantes de los cerros se nos aparecieron distintas, aunque reconocibles. Pasamos noches de sueño en medio del mar, temblamos ante una aparición nocturna que también temblaba; y sonreímos de nosotros, porque éramos a un tiempo escenario, personajes y contempladores, más que desdoblados, triplicados, multiplicados.

¿Qué vendría a hacer aquí la intriga aventurera, la complicación emocionante, la situación tremebunda? Todos son recursos para el que no puede conmovernos con la sencillez, gritos del que ignora la música justa y el acento penetrante. Manuel Rojas no necesita nada de eso, porque es poeta y tiene buen gusto. Las cosas que dice le pueden haber sucedido a cualquiera y casi con seguridad son las mismas que a él le acontecieron. Si nos las contaran con otras palabras, probablemente nos aburriríamos. La poesía no admite resumen ni traducción. Consiste en una fórmula mágica, en un ritmo. No es anécdota. Es como un encantamiento lleno de misterio, una obra de seducción íntima donde no puede señalarse la línea en que la verdad empieza a agitar las alas y en que la fantasía, recogido el plumaje, posa de nuevo, delicadamente, los pies sobre la tierra. Vacilación imperceptible que presta al mundo el aspecto de un sueño verdadero. Nada de eso se explica ni se sabe; únicamente reconocemos. después de haber leído, que el mundo encierra más secretos de los que dice la filosofía y que nunca debemos creer que se han agotado los manantiales.

Desesperábase Lemaitre con la perfección algo cuadrada de Maupassant, ese "narrador vigoroso y sin defectos que produce obras maestras como los manzanos de Normandía dan manzanas". Para un crítico es un escollo una obra sin defectos. El critico necesita caracterizar y ¿cómo hacerlo sin el relieve de altos y bajos, luces y sombras? Los caricaturistas abominan de las cabezas clásicas.

Le hemos buscado insistentemente, malévolamente, la "juntura de la coraza" a esta pequeña novela de Manuel Rojas, tan abierta al parecer y tan sin armadura.

No se la descubrimos.

Otro, un lector, aunque entusiasmado, nos dice:

—Muy interesante, muy bien escrita... Le falta trascendencia...

Cierto.

Y ésa constituye para nosotros una de sus más amables cualidades.


* * *

 

Imagen superior corresponde a la séptima edición Zig-Zag de 1959

 




 



 

 

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"Lanchas en la Bahía" de Manuel Rojas
Prólogo
Por Alone
[Escrito para la primera edición, en 1932]