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Manuel Rojas y su memorable "Hijo de Ladrón"

Por Gregorio Selser
Publicado en revista Capricornio N°4, Buenos Aires, enero-febrero de 1954




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Además de conocernos poco, en América nos conocemos mal. Esgrimimos nuestra minoridad por no dolernos de los tutelajes, siempre acogidos con recelo; pero, en espera del reconocimiento de nuestra madurez, brindamos celosa guardia a nuestra incipiente hombría. Fuera de la americana, ninguna otra literatura registra, con la profusión con que ésta lo hace, tanto alarde de machismo o tanta referencia a la perfecta constitución de los atributos viriles, proclamada por los personajes interesados para infundir temor o exigir respeto. Alarde jactancioso de adolescentes, la ostentación tiene mucho que envidiar al uso.

La etapa del regionalismo no ha sido superada. Nuestro mutuo conocimiento no transgrede los límites del dato histórico o de la noticia del cuartelazo de turno. El terremoto, la sequía o la inundación son informes que competen más a nuestra compasión que a nuestra fraternidad. La cultura refleja aún la mentalidad de colonia. El culto al héroe recata traiciones, ambición de poderío y otros vicios menores. La palabra libertad es la huéspeda de honor de todos los himnos patrios y de puro agradecida no traspone sus umbrales. Relegada está allí, una virgen más del diosario de nuestros pueblos, países de opereta para el exterior y, en lo íntimo, pueblos humillados en procura de un destino sin derrotas.

¿Los escritores? Todavía cultivan el folklore y la conquista española temas que no comprometen ni se discuten. La canonjía de la cátedra, el ministerio, la embajada, la palma académica o el premio nacional de literatura, son la hortaliza que les hace tirar de la noria. Algunos dedican años al estudio del pasado, presente y futuro del endecasílabo y sus probables influencias sobre el neosurrealismo, y hasta entablan batallas polémicas por un punto o una coma mal dispuestos en un verso. Su probidad y su pasión estéticas son conmovedoras. Exquisitos de la pluma, son capaces de cualquier emoción que no conmueva su tranquilidad ni sus ocios. A la puerta de los templos de los tiranos, los cadáveres de sus otrora altivas dignidades vagan en legiones. Desprecian al pueblo, al cual renunciaron a comprender y suponen que su altura no debe ser hollada por quienes no posean su sensibilidad artística.

Los otros son los rebeldes, los eternos emigrados en su propia tierra. Purgan con estoicismo una decisión para la cual no cabía elección. Viven como pueden, como se les deja vivir. Otros erradican voluntariamente una vida falta de voluntad de lucha; su suicidio es el tributo que abona la impotencia a la desesperación. Podríamos hablar de la pobreza de Florencio Sánchez, Horacio Quiroga, Roberto Payró, González Pacheco o Macedonio Fernández; citar la desesperada soledad de Roberto Arlt, Herrera y Reissig, Alfonsina Storni y Delmira Agustini. ¿Qué diríamos que no fuera ya dicho? Pero todos ellos, que fueron la manifestación más vehemente y representativa de nuestro siglo ríoplatense, fueron combatidos o ignorados por su generación, serán reivindicados por las siguientes y terminarán por ser de propiedad nacional, como los terrenos fiscales y los proceres.

Nos pirramos por que se demuestre el origen nacional de Alfonsina, Sánchez y Quiroga en la misma proporción en que formulamos la propaganda de nuestro trigo y nuestras vacas: como exponentes de la riqueza nacional; el mérito obra aboliendo el factor geográfico, que se torna casual. Lo decisivo es la obra, decimos, y tendremos razón en esos tres casos, pero hete aquí que ahora se presenta un caso a la inversa: el de Manuel Rojas, considerado hoy el máximo exponente de la literatura chilena, que ha nacido en Buenos Aires, en el barrio Boedo para ser más precisos. Vivió en Argentina algunos años, bien pocos por cierto, desde el 8 de enero de 1896, fecha de su nacimiento, hasta el año 1907, en que sus padres, chilenos, le trasladaron a Santiago. Volvió a Boedo en 1925, para visitar a aquella cuadra de Colombres, “donde está mi verdadera infancia. En sus aceras, en su calzada, en sus dos esquinas de Independencia que yo conocía como a mi madre... dejé muchos días y muchos años de mi vida”, como diría en Imágenes de Buenos Aires.

La contienda por su nacionalidad comenzará, de incluirle alguna editorial argentina en su colección de escritores nativos. La que ha comprado los derechos para su publicación tendría ese propósito, ante el anuncio de traducciones al inglés, francés, italiano, alemán y ruso de “Hijo de ladrón”, lo que, unido a las tres sucesivas ediciones de la obra da la pauta de su sensación. Lo chistoso es que al ser señalada por el crítico Alone, de “El Mercurio”, como la novela más extraordinaria, de los últimos años, a un periodista se le ocurrió preguntarle a Rojas porqué no la había presentado para optar al premio nacional de literatura. Rojas contestó que sí la había presentado, pero que el jurado no la tuvo en cuenta. El premio se concedió a otro autor, que ya pasó al olvido, y de esto hace tres años. Prendez Saldías, presidente de dicho jurado acusa las dudas sobre su capacidad selectiva manifestadas por el suelto de Alone, y ofendido le reta a duelo. Alone declina el cotejo de fuerzas, alegando muy humildemente que es notoria la incapacidad para manejar la espada de quien acostumbra a usar la pluma para expresar su pensamiento. Resultado: merecida publicidad para el libro, las ediciones y traducciones ya mencionadas y una desusada resonancia en América (véase Cuadernos Americanos, México, año 1953, n° 2, Los pequeños miserables, por Mario Monteforte Toledo). Y, en fin, consagración de un escritor que hace más de treinta años escribe sin ser conocido más que en su patria de adopción, Chile.

Mencionemos sus obras: Hombres del sur, cuentos (1927); Tonada del transeúnte, poesías (1927); El delincuente, cuentos (1929), premios Atenea y Marcial Martínez; Lanchas en la bahía, novela (1932), premio La Nación; Travesía, cuentos (1934); La ciudad de los Césares, novela (1936); De la poesía a la revolución, artículos y ensayos (1938); José Joaquín Vallejo, ensayo biográfico (1942); El bonete maulino, cuentos (1943); y finalmente la que nos ocupa, cuya primera edición se verificó en 1951. Todos sus cuentos y novelas reflejan una vida de trashumancia y trabajo: repartió carteles, fué peón de aserradero, mensajero, sastre, peón en la cordillera, pintor de brocha gorda, carpintero, lanchero, actor, consueta, linotipista, oficinista y redactor de periódicos. Tiene actualmente un cargo en la Universidad de Chile. Alone le describe grande, “casi gigantesco, y desde su cabeza morena, baja la mirada de unos ojillos apacibles que se dirían lentos, cómo su palabra, como sus ademanes”.

Y como su prosa, agregamos. En puridad, "Hijo de ladrón" no es una novela. Le faltan sus habituales ingredientes, entre ellos una línea argumental. La narración recoge distintos relatos con la técnica del montaje cinematográfico. La regresión en tiempo y espacio a la vida y obras de Aniceto Hevia, alias El Gallego, ladrón de joyas internacional, cobran en el relato de su hijo, también llamado Aniceto, proyecciones fílmicas: su intercalación con los relatos de las andanzas del hijo del ladrón, las de sus ocasionales amigos o compañeros de desdichas, que también se retrotraen, bifurcan; mezclan y complementan, revelan la culminación de una técnica novelística para la cual los anteriores cuentos de Rojas actúan como basamentos. Un estudio definitivo de su obra mostraría la proporción en que las creaturas que pueblan el mundo real y el ficticio de “Hijo de ladrón” aparecen delineados, anticipados o establecidos en muchos de sus cuentos; y delimitaría lo autobiográfico y lo imaginativo, acordando la adecuada participación a la experiencia que como obrero y como anarquista le cupo para describir las cárceles, las policías y el mundo de los desclasados, de los enfermos y de los desdichados con la maestría con que lo hace.

Su prosa es afable, sencilla, sin alardes estilísticos, a ratos tocada de ironías, de rebeliones en otros, de fuerza en todos. Por lo que evoca, parece haber reunido, restando o sumando defectos y virtudes, a Payró, Arlt y Horacio Quiroga: libre de la hurañía de Arlt, frecuenta su mismo mundo de desposeídos, sin agredirnos; sus personajes hablan poco, a diferencia de los de Arlt, que a fuerza de cerebrar pierden su verosimilitud estética, que diría Valera. De Quiroga posee su fuerza expresiva, el poder de concentración del relato, la síntesis y cualidad de dosificación de efectos, sin su predilección por la truculencia. La comprensión que llama a la simpatía por los pícaros, tan de la pluma de Payró, asoma frecuentemente en Rojas, y el ribete humorístico nunca dejará de señalar su contenido de humillación y tragedia.

Rojas reactualiza y reivindica para el oficio de escritor el don narrativo, e incorpora para la literatura de esta parte de América, sin proponérselo, la visión de un obrero de la montaña, del mar, la llanura y la ciudad, a los cuales comenta, no como turista, sino como trabajador. Aparece otra vez lo autobiográfico en la apreciación de la naturaleza y de la civilización: en las ciudades halla tanta belleza o fealdad como en cualquier otro medio no contaminado por el hombre; así, la grandiosa cordillera puede ser tumba o cárcel del trabajador, ni más ni menos que puedan serlo el Pacífico, La Pampa, Buenos Aires o Valparaíso, cuyas bellezas no ocupan su interés sino en la medida en que importan a la vida de sus personajes. Para éstos, en cambio, la indulgencia del autor se vierte con la imparcialidad del buen narrador. No juzga, no moraliza, trata de comprender e inclina al lector a una comprensión análoga: el capítulo que dedica a la conversión en ladrón del inspector policial Victoriano Ruiz es prueba elocuente, como lo es también el que dedica a la revuelta popular contra un aumento en el precio de los transportes. Su simpatía no se limita a los obreros, también los policías son asalariados cuya inconsciencia “se me antoja forzosa, impuesta, disculpable por ello, en tanto que los gritos eran libres, voluntarios”. “Cada palabra de provocación y cada injuria dirigida hacia los policías me duelen de un modo extraño; siento que todas ellas pegan con dureza contra sus rostros y hasta creo ver que pestañean cada vez que una de ellas sale de la multitud”. Rojas había ya escrito antes (“Deshecha rosa”), estos versos: “Ocurrían revoluciones, y los carabineros eximían de sus exámenes a ciertos estudiantes y de su vejez a algunos obreros; pero ellos, por su parte, abandonaban a sus caballos en las calles y en los conventillos a sus viudas, y éstas, llorando, cobraban escasas pensiones de viudez, mientras los presidentes de Chile iban y venían y por allá se entretenían rascándose o jugando al ajedrez.”

Podría quizás apuntarse desmaña e improvisación en su prosa, descuidos lexicográficos y de estilo, y no faltaría razón. Pero son defectos intrascendentes frente a su riqueza de gracia, profundidad y lirismo. El único reproche serio a formulársele es la extemporánea inclusión del capítulo II de la segunda parte (página 96), cuyo texto, notable por su vuelo lírico, parece colocado como a la fuerza; bien que responda a la temática de Rojas, resulta familiar a cualquier lector de Rilke, suena a falsa pompa y quiebra una unidad, de otro modo perfecta. Es una página de antología, pero es extraña a la obra, y así lo confirma el que figure impresa en bastardilla.

En cambio, logra hacernos vivir en sus personajes. La sencillez de su prosa hace olvidar su oficio de escritor, lo más difícil de lograr. Ni culteranismo ni alambicamientos. Rojas, con “Hijo de ladrón”, da el primer paso para la identificación de una literatura chileno-argentina. Obtiene una unificación de características modales, sociales y mentales hasta ahora sólo visibles en las novelas uruguayo-argentinas. Nos descubre la cordillera y el Océano Pacífico como integrando, sin solución de continuidad, el mundo de la llanura. Rompe nuestro opresivo regionalismo con un lenguaje de vigencia universal, aun cuando sus tipos sean representantes particulares de nuestras tierras. Argentina, Uruguay y Chile están presentes en su espíritu, su lenguaje, sus giros idomáticos y sus personajes, tanto como lo estuvieron en su vida.

Pero el “heimatloss” que hay en Rojas, el vagabundo, el apátrida no renuncia a la vida, como no renuncia a la fraternidad: “...el hombre de la red seguía tejiendo sus palabras no dichas, sus pensamientos no expresados, sus sentimientos no conocidos y tejía la red, el mar, el cielo, todo junto, y, otro hombre, un desconocido —siempre aparecía por allí un desconocido—, miraba desde la calle hacia la playa, las manos en los agujereados bolsillos, el pelo largo, la barba crecida,, los zapatos rotos. Parecía preguntarse, asustado: ¿qué haré?, como si él fuese el primero que se lo preguntaba. Vivir, hermano. Qué otra cosa vas a hacer”.

El vocablo ácrata que apela a la hermandad, es su mensaje final. La literatura de América cobra un valioso aporte de sinceridad, valentía y honestidad intelectual. Al saludarla como la novela más extraordinaria de los últimos veinte años aquende o allende la cordillera, dejamos constancia de nuestro júbilo, de nuestra admiración, de nuestro respeto por la obra de arte, manifestada con tanta modestia, verdad y emoción.

 

 



 

 

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