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Manuel Rojas o una nueva mirada

Por Jaime Valdivieso
Revista de la Universidad de México, N°11 Julio de 1974


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Hacia 1950 una nueva mirada recorre Latinoamérica. El ojo acostumbrado a los espacios ilimitados de la pampa, del desierto, de la cordillera o de la llanura; el ojo que se multiplica en la selva, que mira a sus semejantes en su naturaleza instintiva, predeterminada, se concentra de súbito sobre un punto que avanza o retrocede, y que intercepta la mirada que lo fija con ojos trémulos, reticentes y un extraño brillo detrás de su animalidad: es el espíritu del hombre.

Una de estas primeras miradas y desde -entonces de. las más profundas, persistentes y humanas es la de Manuel Rojas. Este hombre no demasiado alto, pero de aspecto gigantesco por su cabeza prominente, encanecida, por su andar lento y sus dos grandes manos toscas y serenas, nació en Buenos Aires en 1896 donde vivió hasta su adolescencia. Luego ha sido Chile, el hombre de Chile su obsesión y su tema constante.

Manuel Rojas pertenece a una generación que se formó en la doctrina y el mito del anarquismo, de una concepción individualista de la existencia que implicaba la idea de que nadie más que el propio individuo es el constructor de su vida. Afortunadamente este camino le dio buenos resultados, lo cual trajo como consecuencia el limpio humor, la serenidad y el gran humanismo de su obra. Una estrofa de uno de los primeros libros La tonada del transeúnte, defme mejor que nada su fllosofía de la vida:

Lo mismo que el gusano que hilara su capullo
hila en la rueca tuya tu sentir interior
he pensado que el hombre debe crear lo suyo
como la mariposa sus alas de color.

Es el hombre, su destino, su fuerza interior, su capacidad para sobrevivir y luchar, sobre todo, lo que expresan sus personajes. Esta mirada que descubre lo que hay dentro del hombre, los anhelos y temores que lo empujan, lo lleva a universalizar sus temas y personajes desde sus primeros versos y cuentos.

Pero tampoco desdeña la naturaleza, por el contrario, ve en ella una poderosa relación con la vida y los seres. Así lo manifiesta cuando habla sobre Chile:

"Las montañas y las quebradas, valles y playas, ríos y esteros, estepas y llanos, montes y bosques, pájaros y mariposas, flores y neblinas, lluvias y vientos, caseríos, pueblos, ciudades, han tenido para mí, como todo lo vivo, y como todo lo muerto, una expresión; porque no sólo he visto Chile: lo he vivido y lo he sentido. Cada uno de los rasgos y adornos de su fisonomía tiene un color, un movimiento, un olor, casi un sabor, diferente, individual que conozco y aprecio. ¿Cómo llegué a conocerlo? Estoy despierto desde que nací, despierto no sólo para mí, sino también para los demás; he llegado, en día de temporal y después de tres horas de trepar cerros, a las márgenes de la laguna Rubilla, cubierta siempre de una capa de hielo de dos metros de espesor; he vagado durante los ardientes días de un mes de Febrero, por las orillas de la laguna Vichuquén, rodeada de una soledad llena de cisnes de cuello negro y de quejumbrosas taguas (conocí allí al runrún, que hace con sus alas, al descender, el rumor a que debe su nombre, y admiré al "trabajador", infatigable y alado proletario); he resistido, lleno de inquietud y durante las horas del crepúsculo, la vida de un bosque precordillerano; el rumor de los ñires, el gemido del puelche, el grito del chucao, que canta como un sapo y gruñe como un cerdo, y del carpintero negro, que cacarea como una gallina y que trabaja como el pitigüe, con un aire comprimido; el olor de la ñipa me detiene en las calles de mi barrio, me parece llevar siempre en las manos el aroma de los peumos, y el canto de un pájaro desconocido me sobrecoge tanto como un pensamiento inesperado. .. "

Estas líneas que nos recuerdan el panteísmo de Walt Whitman y la manera de aproximarse al mundo vegetal y animal de Neruda, son una buena clave para comprender el surgimiento de una literatura que se universaliza partiendo de la tierra, del contorno, incorporando, subjetivando la naturaleza, dándole vida y temperatura, humanizándola.

Se trata una vez más de un escritor "fundador": la realidad para "ser", necesita de la palabra que nombra y crea la tradición, la identidad y la conciencia de un pueblo.

Pero volviendo al hombre, la mirada de Rojas que lo descubre y lo penetra es una mirada muy especial, se diría única en nuestra literatura, una mirada a esos hombres y mujeres a quienes nadie se atreve a mirar por no sentir asco, tristeza, indignación; una mirada que abarca tanto la última pobreza, la vida que se sobrevive, como la última miseria, la vida que se contravive, el postrer nudo de la existencia, el más firme y persistente, sin embargo: los materiales de deshecho, la chatarra de la condición humana, puro instinto y animalidad degradada, acusación flagrante al orden, a lá justicia, símbolos no obstante de la resistencia de la vida humana:

"y podrás ver en las ciudades, alrededor de las ciudades, muy rara vez en su centro, excepto cuando hay convulsiones populares, a seres semejantes, parecidos a briznas de hierbas batidas por un poderoso viento, arrastrándose a penas, armados algunos de un baldecillo con fogón, desempeñando el oficio de gasistas callejeros y en compañia de mujeres que parecen haber sido fabricadas por ellos mismos en sus baldecillos, durmiendo en sitios eriazos, en los rincones de las aceras o a la orilla del río, o mendigando, con los ojos rojos y legañosos, la barba grisácea o cobriza, las uñas duras y negras, vestidos con andrajos color orín o musgo que dejan ver, por sus roturas, trozos de una inexplicable piel blanco-azulada, o vagando, simplemente, sin hacer ni pedir nada, apedreados por los niños, abofeteados por los borrachos, pero vivos, absurdamente erectos sobre dos piernas absurdamente vigorosas. Tienen o parecen tener, un margen no mayor que la medida que puede tener la palma de la mano, cuatro traveses de dedo, medida más allá de la cual está la inanición, el coma y la muerte, y se mueven y caminan como por un senderillo trazado a orillas de un abismo y en el cual no caben sino sus pies: cualquier tropiezo, cualquier movimiento brusco, hasta diríase que cualquier viento un poco fuerte podría echarlos al vacío; pero no; resisten y viven durante decenas de años; tú puedes perder a tu madre, a tu mujer, a tus hijos, a tus amigos, todos sanos y fuertes, sin fallas; ellos persisten, irritando con su presencia a los enfermos y a los sanos; a los poderosos y a los humildes, a los viejos y a los jóvenes, sin que nadie pueda explicarse cómo pueden existir en un mundo que predica la democracia y el cristianismo, semejantes seres" (Obras Escogidas, p. 454).

Esta mirada que podríamos llamar "del tercer mundo", sólo pudo verla un gran espíritu y un gran artista, alguien que hubiera visto y padecido su propia indigencia y la de los demás, y que hubiese salido como Manuel Rojas purificado como el novicio después de los ritos chamánicos.

Pero sobre todo, un gran artista para saber escoger, seleccionar de lo experimentado lo más significativo y trasponer literariamente más de lo visto y reflejar, a través de lo concreto, de lo específico, lo general, lo que es parte de la estructura de la vida en una determinada circunstancia histórica: mirada que atestigua lo que pasa y lo que permanece.

Toda la obra de Rojas es, por un lado, profundización de su propia experiencia; y por el otro, una conciencia cada vez mayor como hombre de letras, un manejo cada vez más hábil de los procedimientos: precisión de la palabra, ritmo y eufonía sintácticos, manejo de la narración y concepción global de la obra.

Manuel Rojas deja de publicar durante quince o veinte años, lee a Faulkner, a Proust, a Tomás Mann, a André Gide y silenciosamente va "hilando su capullo" que se llamará Hijo de Ladrón, la obra más consciente y trabajada literariamente y de mayor significación universal que hubiera aparecido hasta entonces. Una nueva técnica aprendida en Faulkner y Mann le permite profundizar y ampliar de una manera insólita su visión del hombre ya demostrada con agudeza en la novela Lanchas en la Bahía y en sus cuentos.

Pero no es sólo en Chile; a donde vaya Rojas ve lo que nadie ve ni quiere ver. "Es muy fácil olvidar que existe la miseria y no quiero que me pase eso. La pobreza es para mí lo que la tierra era para Anteo" (Obras Escogidas, p. 1057).

Cuando visita México y escribe Pasé por México un día, sus mejores páginas, las más humanas y compasivas, las más profundas y reveladoras son las que miran como siempre la pobreza:

"Pero esta vieja que hace frituras no es la única; hay otras, millares de otras, entre ellas aquella que en la mañana se encuclilla en una acera, saca de su cestillo, de los bolsillos o de una bolsita de papel, dos limones, cuatro granadas chinas, dos mameyes, cuatro nueces y seis chiles, pone todo sobre un trozo de diario o simplemente en el suelo, haciendo un montoncito, se acurruca, quizás se sienta, se abriga en su rebozo y espera; puede esperar una. hora o un día, una semana o un mes; no ofrece su mercadería y si la ofrece nadie la oye: tienen que verla; se duerme y despierta y vuelve a dormir y a despertar; la multitud desfila; al llegar la noche no ha vendido nada o ha vendido las granadas y quizá los limones, y su cuerpo, cansado, no hace más bulto. en ocasiones, que toda la mercadería. Recoge todo y se va. Al día siguiente busca otra acera o vuelve a la misma, según como le haya ido, y para qué hablar de las que se arremolinan en las afueras de los mercados o en el mercado mismo y las que vagan por las calles ofreciendo su mercancía" (Obras Escogidas, p. 1058).

La obra de Manuel Rojas representa una verdadera ontología y una metafísica del submundo, de los marginados, de los deshechos de la condición humana.

Pero también de la resistencia del hombre, de su capacidad no sólo para sobrevivir sino para imponerse en un mundo de pobreza y de subdesarrollo. En este sentido su tetralogía que comienza con Hijo de Ladrón y termina con La Oscura Vida Radiante, publicada poco antes de su muerte, es un testimonio de su fe en el hombre, de su trabajo y de su esfuerzo. El personaje de este ciclo, Aniceto Hevia que reflejaba la filosofía del escritor, creía más en el poder individual que en las organizaciones colectivas. Sin embargo, Rojas fue siempre un consecuente izquierdista; fue partidario de la Unidad Popular en Chile y un entusiasta de la Revolución Cubana, sobre la cual había comenzado una novela cuyos primeros capítulos nos dio a leer en Madrid.

La obra de Manuel Rojas se ubica en una línea narrativa basada en la experiencia, pero a la vez universalizada por una estricta conciencia de la lengua y de la forma; en su obra, la historia específica de una etapa del Chile urbano se trasciende, incorporando las técnicas más renovadoras de la narrativa, y una constante preocupación por el hombre capaz de perdurar y de superarse en las peores condiciones de soledad y de miseria.



 



 

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