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Una gran novela americana
Hijo de ladrón, de Manuel Rojas. Buenos Aires, Emecé Editores, 1954. 345 pp.


Por Emir Rodríguez Monegal

Publicado en Marcha, Uruguay, 4 de febrero de 1955



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Terminó por darse cuenta, a pesar de todas las diferencias, de que eran hombres, todos hombres, que aparte de su profesión eran semejantes a los demás, a los policías, a los jefes, a los abogados, a los empleados, a los gendarmes, a los trabajadores, a todos los que él conocía y a los que habría podido conocer.” Esto aprende un día uno de los personajes de Hijo de ladrón, novela de Manuel Rojas que en segunda edición acaba de publicarse en Buenos Aires; que un ladrón es también un hombre. Y ese descubrimiento modifica a tal punto su vida que de policía que era se hace cómplice de ladrones, encubridor de sus azarosos trabajos.

También aprende la lección Aniceto Hevia, narrador de esta historia e hijo de ladrón. A través de aventuras que lo llevan (como al autor) de Buenos Aires a Chile, Aniceto se forma y vive hasta alcanzar la comprensión de que los ladrones son seres humanos y que su oficio (por más que la sociedad proteste) es una profesión.

No hay ningún alarde existencialista en el descubrimiento; hay, apenas, un deseo de alcanzar a identificarse con la humanidad en sus gentes más miserables y más necesitadas de apoyo; hay una pasión por escarbar en el hombre (como el mismo Rojas escribe), por sacar a luz lo esencial humano. De aquí que este libro no pueda confundirse con esos alegatos panfletarios en favor de una zona desposeída de la humanidad. Su cometido es mostrar al hombre vivo, al hombre sufriente y pensante, dramático y conflictual, embellecido por la emoción o la desdicha. Rojas no quiere ejercer una dialéctica partidista. O (a lo sumo) quiere ejercerla en el sentido de una mayor comprensión, de una visión más cierta del hombre.

Los vaivenes de una existencia amenazada desde su base permiten el acceso a esta novela de una interminable procesión de personajes. Cada uno con su historia a cuestas, llega al libro para contarla y descargarse; cada uno sabe qué es el mundo aunque sólo conozca una parte de él; cada uno vuelca su experiencia personal, irrepetible. De la suma de ellas, y de alguna que ocurre al protagonista en su infancia y adolescencia, éste va sacando una visión del mundo que si no es optimista, jamás (ni en los peores momentos) excluye lo humano.

No hay ferocidad ni amargura, aunque podría haberla. Hay una aceptación de lo malo y de lo bueno, con clara conciencia de lo que los separa y con fuerte adhesión al Bien. Por eso, cuando Aniceto Hevia encuentra al Filósofo y a Cristián y se une a ellos en la humilde tarea de recoger desechos de metal en una playa chilena, encuentra algo más que un medio pasajero de vida: encuentra amigos, es decir encuentra hombres concretos. Y está salvado. Está salvado aunque haya sufrido siempre por haber sido hijo de ladrón; está salvado aunque haya estado preso por un robo en el que no intervino; está salvado aunque sus pulmones hayan sido afectados. Lo que en él está a salvo es la fe en el hombre.

Manuel Rojas no desarrolla su novela en forma lineal, como había hecho con Lanchas en la bahía (1932). Por el contrario, parte de una experiencia penúltima del protagonista (la libertad después de la injusta prisión) para evocar, sin demasiada rigidez, sin rigor cronológico, pero con fidelidad emocional, los años que precedieron ese momento fundamental. Del fondo del pasado, y a medida que se descorre el presente, van surgiendo el hogar pobre, la madre y el padre, los primeros amigos, las primeras muertes familiares, la soledad y el desamparo, la lucha árida por la vida. El tono de la narración jamás se eleva a lo patético buscado; jamás pierde de vista el recato de la verdadera emoción. No hay melodrama; hay una mediocre y desdichada existencia, contada paso a paso, sin ahuecar la voz. Y hay también una salvación final, gozosa, que consigue no convertirse en Mensaje.

Esta objetividad profunda, esta insistencia en lo esencial, son los mejores méritos de una obra excelente impar en nuestras letras hispanoamericanas. Rojas consigue hacer verdaderos el conflicto y el personaje a fuerza de honestidad y rigor estilístico. Y en los raros momentos en que el estilo libera lo lírico, la tensión que entonces adquiere la narración parece justificarse por la limpieza con que se logra cada efecto.

A esta altura de su carrera literaria, Manuel Rojas (nacido en 1896) ha superado completamente cierta inclinación sentimental que malograba en parte algunos buenos cuentos de Hombres del Sur (1926) y de El delincuente (2929). Su última novela, la primera de una tetralogía de ribetes autobiográficos, lo muestra dominando plenamente la sustancia narrativa y dueño de una visión creadora personal.

No parece aventurado afirmar que esta obra enriquece las letras de América. Y no sólo por su valor intrínseco; sino porque muestra (una vez más y excelentemente) cuál es la única vía segura para la inmersión del artista en el territorio americano: el hombre. Porque el regionalismo (que también en Chile llaman criollismo) había parecido siempre demasiado obsesionado por mostrar, eternamente, la ecuación hombre-paisaje; por establecer, externamente, la proporción entre la naturaleza colosal y el minúsculo habitante golpeado; por aplicar, externamente, las formulaciones ideológicas de Europa —naturalismo o marxismo— a la realidad novísima del ser americano en su paisaje.

Pocos, muy pocos, habían advertido que de ese relevamiento colorido sólo podría surgir la novela del exotismo americano, de los bazares de ociosos o turistas, no la novela de nuestra realidad. Contra esa actitud superficial y fácil europea (oh, manes de Atala) se alzaron unos pocos, entre ellos: Horacio Quiroga; se alzó siempre Manuel Rojas. No le interesó —o sólo le interesó en momentos de extravío, en algún cuento inmemorable— la particularidad anecdótica que tanto fascina al folklorista barato. Vio que había que empezar por descubrir al hombre americano, mostrar su verdadera actitud ante el mundo, las formas de su sensibilidad más íntima, para poder entretenerse luego en dibujar su ropería o sus rarezas o sus (para decirlo con palabras de Américo Castro) peculiaridades lingüísticas.

Hijo de ladrón es una tentativa en ese sentido, como lo había sido casi veinte años antes esa hermosa historia de amor y soledad que se llama Lanchas en la bahía. Una tentativa para mostrar desde dentro al hombre austral de América, en su verdadera dimensión tierna y solitaria, en su mansedumbre y en su sobriedad, en su enorme reserva de pasión y sufrimiento, en su estoicismo ante la Naturaleza y la opresión del Estado. De esta manera. las peculiaridades regionales del habla o del vestuario no alcanzan más categoría que la de accidentes, rasgos, pero no raíces. El regionalismo entendido y practicado así por Manuel Rojas, se incorpora al arte.

 

 



 

 

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Hijo de ladrón, de Manuel Rojas. Buenos Aires, Emecé Editores, 1954. 345 pp.
Por Emir Rodríguez Monegal
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