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Manuel Rojas, ¿nuestro último humanista?
“Imágenes de infancia y adolescencia”, Tajamar Ediciones, Santiago de Chile, 2016
Por Tal Pinto
Publicado en The Clinic. 12 de julio 2016
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“¿Qué pensaba hacer en Chile? No pensaba en hacer nada, no iba a nada determinado. Iba a vivir, a trabajar, a mirar. Tenía una vida y debía utilizarla”.
Dejando en suspenso qué significa emplear una vida, las muchas páginas autobiográficas que Manuel Rojas escribió testimonian su vocación por el movimiento, su admiración por la naturaleza, que, como en la obra de Jack London y otros escritores patiperros, siempre sobresalta, ya sea por su belleza o su implacabilidad; su obsequiosidad hacia las imperfecciones humanas que, de todas formas, no le impide juzgar las debilidades de sus amigos y conocidos (como en Laguna, el “roto fatal”, o las urgencias sexuales de Miguel, su primer maestro). Carla Cordua, escribiendo sobre “Hijo de ladrón”, esboza una hipótesis: “el goce de la libertad de los personajes de Manuel Rojas […] puede ser visto como el único privilegio de los pobres vagamundos, la suprema compensación de sus innumerables limitaciones y sufrimientos”. Más sucinto, Bisama apunta a lo mismo: “su escritura es la que mejor sintetiza la experiencia de lo humano en la literatura chilena”.
Publicada de manera póstuma en 1983 por la editorial Zig-Zag, la reedición ampliada de “Imágenes de infancia y adolescencia” por Tajamar prosigue la primavera editorial que ha experimentado en la última década la obra del narrador chileno-argentino. Esta nueva edición incorpora fotografías, pasajes inéditos, dos remembranzas, una entrevista y una cronología de la vida y obra de Rojas. Como dice Jorge Guerra en el prólogo, “reúne íntegramente el proceso memorialístico de Manuel Rojas, iniciado a fines de los veinte y culminado a mediados de los sesenta […] permitiéndonos apreciar cuánto de su vida hay en su obra”.
“Imágenes…” es un libro de memorias sereno, redactado con la precisión y control que caracterizaron la producción tardía de Rojas (un contraejemplo, tal vez, del estilo tardío de Said). Las anécdotas se suceden una tras otra, constituyendo un retablo de la pobreza y la cultura popular de principios del siglo XX. La necesidad es una constante: comida, trabajo, techo, etc., y, por lo mismo, la voluntad, diría que masculina, está en el corazón de estas memorias. La formación sentimental de Rojas corre a cargo de obreros anarquistas, pintores de brocha gorda, españoles y argentinos, su madre, pero también de la calle, “la calle es donde la vida colectiva adquiere verdadera importancia”. Rodeado de mendigos, jornaleros, hombres de oficios de “técnica ligera”, siempre en la esfera pública de la pobreza, la calle es el espacio en el que Rojas completa su educación, comenzada por su madre, una mujer estricta poco dada a exhibir afecto (hijo y madre no se daban besos ni se abrazaban). Allí donde escritores de otra cuna vuelven sobre el hogar familiar para indagar su origen y destino, Rojas mira a la calle y de ella obtiene una pedagogía de los afectos en la que prevalece el ánimo de comprender. En su obra no hay monstruos, solo hombres. Es posible que Manuel Rojas fuera uno de los últimos escritores humanistas chilenos.
Urge que la obra de Manuel Rojas escape del infierno escolar al que ha sido sometida. Sus libros, ocupados con la libertad y el movimiento, presididos por paisajes humanos y naturales deslumbrantes, no pueden seguir atrapados entre las cuatro paredes de la escuela y monopolizados por editoriales que no pretenden salir de esas cuatro paredes. Ediciones como esta, la de los “Cuentos” por la Universidad Alberto Hurtado, las ediciones de Lom y la de “Pasé por México un día”, de Catalonia, son señales auspiciosas de que, lentamente, a Rojas se le está dando la atención que realmente merece.