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ROBAR, TRABAJAR, JUGAR EN EL PRIMER MANUEL ROJAS[1]

Por Jaime Concha
University of California, San Diego
Publicado en
Anales de Literatura Chilena. Año 5, Diciembre de 2004, N°5



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Pocos años después de su primer libro, Manuel Rojas publica una nueva colección de cuentos; y al año siguiente da fin a una novela breve, premiada en un concurso literario en Argentina, que saldrá a luz muy pronto. En ambos libros, se continúan y desarrollan temas ya presentes en Hombres del sur (1926), de modo parcial en El delincuente (1929), de una manera más clara y reconocible en Lanchas en la bahía (1932; fechada en 1930). En lo que sigue, hago una revisión somera del libro del 29 y un análisis algo mas detenido de su nouvelle inicial. Esto permitirá mostrar algunos aspectos de la alternativa trabajo/delincuencia y definir mejor ciertas implicaciones.

“EL DELINCUENTE” Y OTROS CUENTOS

Este cuento es el primero en la colección del mismo nombre, colección de nueve relatos en que tres, por lo menos, tocan directamente el tema de la criminalidad. En efecto, “El delincuente”, “El trampolín” y “ El ladrón y su mujer” abordan la situación del hombre que se ha puesto o actúa fuera de la ley, intensificando la exploración que Rojas había comenzado años atrás sobre la franja de marginalidad endémica a toda sociedad –la de los excluidos o de los transgresores, antisociales o extrasociales, en categorías nada neutras que hablan por sí mismas.

“El delincuente” discurre entre dos pares de personajes masculinos, dos vecinos de un conventillo, por un lado, un ladrón y un borracho, por el otro. En lo esencial, la trama consiste en un lento y moroso viaje del conventillo a la comisaría y, ya en ésta, en una larga y tensa espera a altas horas de la noche. El interés central del cuento parece residir en la transferencia que se produce en el personaje narrador (uno de los vecinos, peluquero) el que supera su fuerte animadversión hacia el ladrón para terminar experimentando comprensión y lástima por él. A decir verdad, desde un comienzo su hostilidad está muy relativizada. No es tanto el acto de robar lo que él condena, sino el hecho de que se robe a la gente pobre del conventillo. Y su víctima, en este caso el borracho, le resulta aún más despreciable y repugnante, lo cual palía la indignidad del otro. Camino a la comisaría se genera un acercamiento entre los hombres, en parte por la risa que les provoca el ebrio, en parte por la simpatía e indudable vivacidad del ladrón. Hay algo “lagunesco” en el personaje, se podría decir. La psicología ínsita en el cuento resulta así doblemente espacializada, por el eje que estructura la relación principal (distancia y proximidad entre peluquero y ladrón) y también porque la travesía de las calles es una marcha en columna que va anudando y reestructurando los pares y parejas de hombres para vigilar al delincuente y hacer avanzar al borrachito de marras. Al fin, ya en la comisaría, narrador y ladrón quedan frente a frente, en bancos opuestos, separados por una frontera invisible que la ley impide traspasar. “–Siéntate ahí, te digo” [2] grita el cabo de guardia, impidiendo la comunicación entre los dos hombres. En la humillación final, cuando el ladrón se da cuenta de que ya no puede engañar a sus captores ni al oficial, el narrador cruza la frontera y se pone de parte y del lado del transgresor.

El relato se inicia poniendo de relieve lo dual, las igualdades, la duplicación. Hay dos conventillos: “es un conventillo dentro de otro...” (D, p. 9); hay dos patios: “un gran patio de tierra...hay otro patio” (D, pp. 9-10); hay dos pisos con piezas igualmente distribuidas: “están las piezas de los inquilinos, unos cuarenta... están las otras cuarenta piezas del conventillo” (D, ibíd.). Y sigue una pincelada social que es bien reveladora en su sintaxis distributiva:

“Como usted ve, mi conventillo es una pequeña ciudad de gente pobre, entre la cual hay personas de toda índole, oficio y condición, desde mendigos y ladrones hasta policías y obreros. Hay, además, hombres que no trabajan en nada; no son mendigos ni ladrones ni guardianes ni trabajadores” (D, p. 10).

Curiosa y notable modulación de estas frases que, en vaivén repetitivo, marcan primero un movimiento de polarización (desde... hasta) para luego restablecer una simple coordinación distributiva, neutra contigüidad entre los grupos mencionados (ni... ni). Sin forzar las cosas demasiado, es posible sugerir que ya aquí se condensa lo que va a ser el sentido del relato en su lógica contradictoria de división y coexistencia, de exclusión y solidaridad. (Más el subentendido, no exento de consecuencias para el Rojas posterior, de que los ladrones también trabajan...).

Luego de un retrato, también de ida y vuelta (D, p. 12), en que vemos al delincuente delgado y puntiagudo en todo su ser, éste queda perfectamente sintetizado en el instrumento de su actividad:

“Se encogió de hombros, sonriendo, y estiró una mano que parecía una ganzúa, larga y firme” (D, p. 13).

Este detalle retratístico, que tiene una larga tradición en la literatura costumbrista hispánica (Larra, Sarmiento), deriva en última instancia de las técnicas a lo Buffon en las descripciones zoológicas donde animal y ambiente, miembro corporal y acción específica, órgano y función se hallan férreamente correlacionados por el hábito. Aquí, el uso constante de la ganzúa moldea la mano del malhechor.

En el curso del relato, como he dicho, se modifican las relaciones internas del grupo. La desconfianza inicial ante el ladrón, que da paso a la risa común sobre el borracho, redistribuye los pares opuestos forjando una creciente familiaridad entre el peluquero, el carpintero y el hombre que conducen al retén:

“Me contagió esta risa, y de repente nos encontramos riendo los tres a grandes carcajadas, dándonos unos a otros golpecitos en la barriga y en los hombros” (D, p. 17).

Esta fase cómica de la interrelación, que se exterioriza en un expresivo código gestual de grupo masculino, se volverá seria en la comisaría a medida que la sensibilidad del narrador cobre aguda conciencia de la humillante situación del pobre hombre:

“Yo quedé silencioso, avergonzado de aquel hecho, doliéndome de que mi calidad de hombre honrado impidiera a ese hombre acercarse a mí y convidarme un cigarrillo” (D., p. 21).

Es la relación de hombre a hombre la que bloquea el guardián de la ley, impidiendo con su prohibición que un ser humano pueda comunicarse con su semejante. Lo subraya Rojas con claridad inequívoca: ser honrado también separa de otros hombres, también aísla. Detrás de un ladrón, quienquiera que sea, hay alguien que merece nuestro respeto y un básico reconocimiento de su dignidad. La reciprocidad del vínculo no se quebranta porque uno de los miembros esté fuera de la ley. Antes que la ley y sus prescripciones, está el orden fundamental e irrevocable de lo humano.

“Hízose a un lado el cabo y en medio de la oficina sólo quedó Juan Cáceres, alias El Espíritu, ladrón, especialidad en borrachos y conventillos” (D, p. 26).

Desnudado en su identidad, hurgado y registrado como un monigote, el hombre se desmorona ante los demás, perdiendo los últimos vestigios de astucia que aún le quedaban, en un proceso que al par que exacerba la piedad y el malestar del narrador, lo lleva a una hosca meditación final: “¿Por qué los ladrones serán ladrones?”, se pregunta. La respuesta no existe en esta teodicea de un mundo dividido entre honrados y delincuentes, simplemente porque no hay respuesta posible en el marco del relato. La incógnita subsistirá, sin embargo, inquietando la mente del autor en todo el período de gestación y de prehistoria de Hijo de ladrón.


LANCHAS EN LA BAHÍA

La primera edición de Lanchas en la bahía contiene un “Prólogo” de Alone, la nouvelle propiamente tal, y un apéndice o escrito suplementario, denominado “Imágenes de Buenos Aires. Barrio Boedo”, impreso en tipo menor. Este último inicia de un modo tangible el proyecto autobiográfico del autor. El comentario debe tener en cuenta, creo, esta decisión de incluir las páginas sobre su infancia argentina junto a un relato que nos habla exclusivamente del puerto chileno de Valparaíso[3].

Con Lanchas en la bahía, Rojas continúa profundizando las contradicciones que había comenzado a explorar en el campo del trabajo, al igual que ciertas paradojas derivadas de particulares condiciones en la situación laboral. En sus cuentos de los años veinte –tanto en Hombres del sur como en El delincuente– el par trabajador /ladrón se insinuaba ya como una dualidad central, dicotomía o bifurcación a veces, clara antítesis en otras ocasiones, pero también, en momento excepcional, complementariedad fraterna. En su cercanía y convivencia con el trabajador, el ladrón no solo comparte el hábitat de la población o el barrio, sino que resulta ser un enemigo-prójimo, su hermano potencial. En el caso de Lanchas en la bahía esta dualidad afecta esporádicamente la intriga del relato, sobre todo en su primera parte (sección I). Allí, el protagonista es un guardia portuario que debe cuidar mercaderías durante la noche, impidiendo el robo por parte de eventuales “piratas” (LB, p. 24). Sus armas (las del trabajador) son un revólver viejo que no se atreve a usar y una linterna con que apunta a la cara de los merodeadores nocturnos. Por compasión, que es más bien un oscuro lazo de fraternidad, no los denuncia y los deja ir. Es claro, entonces, que entre trabajador y ladrón existe interdependencia (o codependencia), cuya clave está más allá de ellos, en la estructura social de la que ambos forman parte. Tiene que haber guardianes nocturnos porque hay ladrones. Hasta cierto punto, este particular tipo de trabajo está condicionado por la actividad general del ladrón. La clave es precisamente una propiedad privada que el trabajador debe proteger sin que le pertenezca en lo más mínimo. (“¿No le da vergüenza cuidar lo que no es suyo? –preguntó el hombre, dirigiéndose a mí”) (LB, pp. 19-20). El antitrabajo del ladrón es, por lo tanto, simplemente la otra cara de la actividad del guardia. Esta contradicción –esta íntima, antagónica, fraternal coexistencia entre los dos: Prometeo y Caco amarrados uno a otro– es algo que será base y cimiento para Hijo de ladrón, su suelo marino y su horizonte nocturno.

Las paradojas relacionadas con la actividad del personaje son tres, en lo principal: es un trabajo nocturno, es un trabajo solitario y se trata de un trabajo pasivo, casi inmóvil. Nocturno, el trabajo del guardia se sitúa fuera del tiempo y del ámbito normal de la interacción en sociedad. Empieza cuando el sol se pone y se apagan los ruidos en el puerto, termina cuando ellos empiezan al día siguiente. Cumplido en total soledad, este trabajo desprende al individuo del engranaje de asociación y hace de él una ruedecilla que gira y opera en el vacío, sin el aire del contacto y de la práctica compartida. Decididamente pasivo, su mayor enemigo es el sueño –necesidad física que va a gravitar en el relato con peso agobiador. Todo este tipo de trabajo es, en consecuencia, pseudo-trabajo, una actividad fantasmal que solo induce al sujeto a concentrarse en exactamente lo contrario:

“Trabajaban aún en el malecón y el resplandor de las luces se extendía sobre el agua como cardúmenes de peces rojos; se oía el trepidar de las grúas y grandes bultos se alzaban oscilando y desaparecían de pronto, como caídos al mar. Los hombres pasaban y volvían a pasar frente a las luces, minúsculos, pero decididos, insistentes como insectos. Mirábalos con envidia, con el deseo de abandonar mi soledad y mi silencio para marcharme junto a ellos, junto a las negras y poderosas máquinas, en medio de las voces de mando y gritos de alerta” (LB, p. 21).

Lo que el guardia echa de menos aquí no es solo el movimiento físico de su cuerpo y la energía vibrante de las máquinas, con todo lo que comportan, uno y otras, de esfuerzo colectivo; es también, más hondamente, toda una cultura masculina que es su forma de vida y de interacción humana. Trabajo al aire libre, a la intemperie del sol y del mar, espectáculo sonoro que nos trae otra versión de la sinfonía de fuerza y creatividad ya entrevista arriba en la Cordillera, gracias a “Laguna” y a “El cachorro”.

Si la primera sección de la novela nos sume en el ambiente nocturno del puerto, la segunda es su contraparte diurna, el día de vida que se inicia en la madrugada y concluye por la tarde, en que el protagonista se va a ver desempleado. La creciente agitación de la mañana y el panorama rico y expansivo del comercio vespertino – tratados ambos en el surco que abriera, de una vez para siempre, Zola en El vientre de París (1873), la tercera novela de los Rougon-Macquart– culminan en la completa inactividad de la cesantía. Entremedio está solo la necesidad intensa de dormir, en un ambiente doméstico que empieza a mostrar los elementos constructivos del interior neorrealista (el niño en la cama, muebles escasos, la sensación de pobreza), que serán parte esencial del mundo familiar de Hijo de ladrón. A estas dos primeras secciones las dota el autor de una gran unidad formal, enmarcándolas en círculos concéntricos dentro del todo y concibiéndolas como oleadas de tono y de ritmo disímiles –sombrío y colorido, depresivo y vivaz...

Las relaciones entre Eugenio (el narrador personaje) y Yolanda, la mujer que conoce en el burdel nocturno, cubren gran parte de la novela, prácticamente la mitad de ella. Las dos secciones en que tienen lugar, la cuarta y quinta del libro, se leen como batientes de una puerta doble, la que permite el ingreso del muchacho a la intimidad de la mujer y, una vez arrestado por la policía, la que lo lleva camino a la cárcel. La simetría de la forma narrativa destaca aún más la asimetría emocional y psicológica de la relación. Todo el peso de ésta recae en Eugenio; la mujer es un correlato mínimo casi sin visualización. Es como si Eugenio estuviera obligado a cumplir un rito de iniciación efímero, con gestos también efímeros pero rigurosamente dosificados según una ética popular, poniendo en riesgo todo: su amor por la mujer, su propia seguridad, su libertad y aun su vida.

La envoltura narrativa y descriptiva de esta zona de experiencia insiste en el carácter de homogeneidad que ella posee y su integración en el espacio compacto que se nos ha comunicado. Las imágenes marinas y marítimas predominan no solo para pintar la atmósfera de feria nocturna de la subida Claver (lugar de prostitución casi miserable), sino para fijar incluso el estado de ánimo del propio protagonista. “Anclado”, “mareo”, “oleaje” son palabras que se reiteran. El horizonte concreto del trabajo en la bahía invade entonces estas calles del amor, mostrándonos que trabajo y amor, lo laboral y lo sexual son dos ramas de un mismo tronco, dos aspectos de una misma y unitaria realidad humana. Dentro de este magma marino resalta más la proposición simétrica que se va a formular respecto a la mujer. “Entre una persona honrada y otra que no lo es, no hay ninguna diferencia a primera vista, claro está”, le había dicho el jefe cuando trabajaba como guardián nocturno (LB, pp. 26-7). “Esta era una prostituta, pero... yo no discernía muy bien la diferencia que existe entre una mujer honrada y otra que no lo es” (LB, p. 71). Dos proposiciones similares, la primera de las cuales recuerda bien el asombro que se había apoderado del narrador en “El delincuente” (vide supra); dos proposiciones convergentes, una relacionada con el mundo del trabajo, otra relacionada con la experiencia de la mujer. El paralelismo tendrá largo alcance en la obra de Rojas y, por caminos que ya empezamos a entrever, nos conducirá, por un lado, a Hijo de ladrón y, por otro, a Mejor que el vino, la pieza de su tetralogía que consistirá en una profunda crítica de la esfera familiar y del matrimonio burgués, precisamente desde el ángulo de la existencia del prostíbulo. Si el ladrón hace echar una mirada equívoca sobre la condición del trabajador y lo hace a uno reparar en la cuestión de la propiedad privada, la pareja mujerprostituta representará otra forma de propiedad, la explotación monogámica o promiscua de un cuerpo viviente.


IMÁGENES AUTOBIOGRÁFICAS

La pregunta se impone: ¿Qué relación es posible establecer entre los dos textos del libro de 1932? ¿Qué induce a Rojas a proponer conjuntamente –una al lado de otra– la novela que acabo de comentar y la sección siguiente, “Imágenes de Buenos Aires”? ¿Cómo entender esta coexistencia básica e inmediata entre ficción propiamente tal y autobiografía también explícita?

Las páginas de recuerdos infantiles se presentan como “Imágenes de Buenos Aires. Barrio Boedo”, y consisten en un grupo de fragmentos que funcionan como piezas de un mosaico incompleto de la niñez. Si bien éste es el foco –la infancia, su ir y el devenir más allá de ella– el título subraya una doble exterioridad, de la ciudad y del barrio. Es el marco material lo que se destaca; la persona, con su infancia a cuestas, queda en un trasfondo o, por lo menos, no es anunciada en el encabezamiento del texto. “Nazco, pero no tiene importancia”: esta frase, que se destaca en relieve, capta bien el espíritu de estas reminiscencias, determinando emblemáticamente, para todo el proyecto autobiográfico de Rojas, la presencia de un yo nunca central ni jerárquico ni excluyente.

Esta exterioridad casi tangible se hace más evidente si se observa que la palabra “imágenes” nunca tiene un sentido primariamente psicológico o subjetivo. Por el contrario, junto al abundante vocabulario óptico (“reflejo”, “espejo”, “como en un negativo que se puede revelar”, LB, pp. 103 y 106) o francamente fisiológico (“mi cerebro... ya capaz... de guardar imágenes”, p. 104), el término adquiere a veces una indudable consistencia material. El autor habla de “imaginería”, por ejemplo, luego de haber hablado de un “retablo inanimado” (p. 103). De hecho, el memorialista relativamente precoz que es Rojas nos ha indicado desde la partida cuál es su voluntad y adonde se dirige: “fijar fuera de mí... los recuerdos de una época de mi vida y la vida de mi ciudad natal” (ibíd.). A lo que asistimos, entonces –nosotros, sus tardíos lectores– es a una serie de fotografías de otro tiempo, con algo de cine que anima “los viejos años de mi barrio nativo” (ibíd.). Ciudad natal, barrio nativo: entornos y ambientes que dan nacimiento a un arte reconstructivo y al rol de la memoria. Al fin del texto, cuando su infancia esté a punto de desvanecerse, el autor nos revela los detalles técnicos de la operación: “la luz de la vidriera iluminaba débilmente al grupo” (p. 111).

Casa, acera, calle, cuadra, manzana, sector, barrio son los anillos mágicos del espacio de antaño. Y el alfalfar –esa incrustación de tierra libre sembrada entre las casas– ofrece un área disponible para el rito y las rutinas del juego. Es este hilo del juego el que enhebra los distintos momentos de la vivencia infantil.

Tres tipos de juego se mencionan en las páginas de Rojas: el juego de las mariposas y luciérnagas todavía en el ámbito del alfalfar, el juego de las canciones desplazándose por las aceras del barrio y el juego de la billarda –“tal vez precursor criollo del moderno baseball” (p. 110)– que estimula ‘el deseo de andar por el mundo”. Tríada progresiva, en que el espacio se va ensanchando, con ganancia y con pérdida a la vez: avance y desposesión.

En el primer juego, el niño es aun inconsciente, un ángel ingrávido en medio del cosmos. Los niños son “seres que vuelven de excursión a través de una nebulosa estelar” (p. 104). En el juego de las canciones ya lo uno y la unidad se han quebrado. Es la luna la que preside el rito, pero aun es posible el reino de la fusión. Con la billiarda, en cambio, el niño penetra completamente en el mundo de la gravitación, de la inercia, del choque físico y de los proyectiles. Ha dejado de jugar realmente, ahora practica un deporte. De ahí, hasta el “Hacete un hombre, Manuel” con que se cierra el texto (p. 111), la pendiente es continua y cada vez más acelerada.

Otro hilo conductor del texto, entretejido con el anterior, son las muertes sucesivas que se filtran a través de los recuerdos. Muerte del padre, mencionada al comienzo y al final; crimen nocturno, del que los niños son inocentes y asustados testigos; violencia de un motín en la vecindad. Estos hechos depositan un grano de sangre y dejan cicatrices en el paraíso infantil.

El segundo caso es particularmente interesante por las consecuencias que tendrá en la imaginación y en el espíritu de Rojas:

“Considerábamos el alfalfar nuestro coto de caza. Verdad es que estaba cercado por una triple hilera de alambre de púa, pero verdad es también que esa triple hilera de alambre de púa no tenía nada que ver con nosotros. Además, ¿qué es un alambre de púa para un niño de seis u ocho años? Tanto como para un pájaro. No se nos ocurrió nunca que ese ‘campito’ tuviera dueño ni nadie nos lo hizo jamás presente. Temiendo de seguro provocar nuestro asombro, nuestra incredulidad o nuestras risas” (p. 105).

Es aquí, en este campito alambrado que es el jardín de su infancia, donde el niño y dos amigos serán testigos nocturnos de quienes –lo sabrán al día siguiente– son malhechores y asesinos. El crimen original se asocia, por lo tanto, y quedará permanentemente asociado en la mente de Manuel con el alambre de púa, con lo que fija y delimita la propiedad privada de la tierra. Es la contradicción primordial entre paraíso y delito, de la cual los niños son inconscientes en su tiempo de niños, pero que, terminado el sueño de la niñez, se impondrá en su mundo adulto como el escándalo por excelencia. La propiedad es el mal y el sinsentido original, ante la cual la reacción de los niños no podía ser sino de asombro ante lo irracional, de incredulidad ante tal idolatría y de risa ante una norma y una ley que rigen con tanta seriedad la vida humana. Esta sabiduría infantil, henchida retrospectivamente de presciencia anarquista, experimenta ya –con terror– la violencia que será la constante del mundo adulto, violencia que deriva de la propiedad y que esta en la raíz del ciclo inextinguible del delito social. En estas imágenes de Rojas, la infancia de Manuel y su expulsión del alfalfar no terminan con un dictat divino, sino con el fiat humano, demasiado humano, de la propiedad y de la división de la tierra.

De este modo, el personaje ficticio de Lanchas en la bahía, Eugenio Baeza, fuertemente autobiográfico (¿no lleva acaso el apellido de la primera mujer del autor?), viene a juntarse y se yuxtapone con la infancia de Manuel. Dualidad ambigua y escurridiza, en que ficción y vida, novela y autobiografía se echan luces y sombras mutuamente. De ahora en adelante, en el proyecto literario de Rojas, la dualidad adquirirá todas sus posibles transformaciones. Será a veces bifurcación, otras veces antitesis; una vez una gran tetralogía autobiográfica novelada, otra vez ficción con elementos secundariamente novelescos. En esta operación compleja de escritura, residirá uno de los fenómenos más relevantes en la prosa chilena del siglo veinte, manifiesta en por lo menos cinco grandes textos de ficción y en innumerables páginas de riqueza inigualable.

 

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Notas

[1] Estas páginas son de lectura independiente. Ganan, sin embargo, y se benefician si se las pone en contacto con un artículo sobre Hombres del sur en general y sobre “Laguna” en particular, que acaba de aparecer en las Actas del Congreso de Messina (noviembre de 2003), a cargo de Domenico Cusato y Pilar Quel Barastegui, editores.
[2] El delincuente. Santiago: Imprenta Universitaria, Sociedad Chilena de Ediciones, 1929, p. 21. Cito por esta primera edición: D, más la página.
[3] Lanchas en la bahía. Santiago: Colección de Autores Chilenos, 1932. El ejemplar que uso, perteneciente a la biblioteca de la Universidad de California, San Diego, lleva la siguiente dedicatoria con la letra firme y clara del autor: “Para Manuel Pedro González, afectuosamente. Manuel Rojas. Universidad de Chile. Oct. 17 de 19... (Faltan los últimos dígitos ya que el ejemplar está roto). Cito por LB.




 

 

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Por Jaime Concha
University of California, San Diego
Publicado en Anales de Literatura Chilena. Año 5, Diciembre de 2004, N°5