Proyecto Patrimonio - 2020 | index | Manuel Rojas |
Autores |










"Hijo de Ladrón": la Existencia Herida

Por Fernando Moreno
Publicado en Araucaria de Chile, N°16, 1981


.. .. .. .. ..

La publicación, en 1951, de la novela Hijo de ladrón [1] de Manuel Rojas (Buenos Aires, 1896 - Santiago, 1973) constituye un acontecimiento altamente significativo en el proceso de desarrollo de la historia literaria chilena. Implica, además del reconocimiento internacional del autor y de su obra [2], la exitosa culminación de un movimiento renovador que Manuel Rojas había anunciado con una obra anterior (Lanchas en la bahía, de 1932) e iniciado, polémicamente, con una serie de ensayos y reflexiones sobre la literatura chilena de la época (en 1930 y 1933). En estas disquisiciones el escritor plantea la necesidad de producir una literatura que se aparte de los modelos regionalista y criollistas en vigencia, que en vez de privilegiar los elementos de la naturaleza en detrimento del personaje, rescate a éste y le entregue la palabra; así, el individuo, desde una perspectiva personal podrá entregarnos a su vez una imagen del mundo, de su mundo. Dicho de otra manera, Manuel Rojas se pronuncia por una literatura que no elude el contexto geográfico y social sino que lo asimila de manera distinta. Se produce entonces la superación de la interpretación naturalista de la realidad mediante el cambio radical de la perspectiva del hablante, en especial por medio de la interiorización de las experiencias narradas [3].

Treinta años después, no obstante el enorme salto cualitativo dado por la literatura hispanoamericana y en medio de las distintas modalidades de aprehensión e intelección instauradas por las transformaciones y los quiebres de la historia social, Hijo de ladrón conserva, intactos, su rigor, su solvencia y eficacia estéticas, continúa entregándonos un mensaje resueltamente auténtico en el que se entrelazan insatisfacción y optimismo; sigue vislumbrándose como una de las obras que han marcado la evolución de la literatura continental, y como una obra moderna y actual, siempre vigente y valedera [4].

Dicha certeza es la que origina y orienta estas líneas. No pretendemos, sin embargo, postular una nueva lectura o realizar una revisión crítica especializada del texto. En este breve comentario nos proponemos tan sólo recordar, reiterar y realzar la funcionalidad y la significación de algunos de los elementos del mundo narrado, de acuerdo con el estatuto particular conferido por nuestra propia experiencia de lectura.

Dividida en 4 partes y 40 capítulos (XIII, XVII, VIII y II, respectivamente), Hijo de ladrón inicia el ciclo existencial de Aniceto Hevia. En realidad, la novela narra tres días de la vida del personaje, desde que sale de la cárcel —lugar al que ha llegado acusado de un robo que no ha cometido—, hasta su encuentro con Cristián y Alfonso —“El Filósofo”—, con quienes entabla amistad y en quienes encuentra comprensión. La visión retrospectiva del hablante y los relatos intercalados amplían la intriga e informan de su infancia y de sus aventuras y desventuras acaecidas en el lejano Buenos Aires, de su trabajo en la Cordillera y de la dura experiencia de su estancia en Valparaíso [5].


¿Cómo y por qué llegué hasta allí?

El texto se inicia con esta pregunta (p. 7), y ella es el factor que desencadena la serie de rememoraciones, el conjunto heterogéneo de evocaciones que nos explican algunos pormenores de la existencia de Aniceto. En esta interrogación se condensa todo un conjunto de motivaciones a propósito de la historia que el hablante se dispone a entregar, a propósito de su intencionalidad y de su ubicación con respecto a su propio relato. Acontecimiento, tiempo y espacio se convocan y se conjugan para introducirnos de lleno en la intimidad exteriorizada del personaje. La pregunta, el cuestionamiento, implican una duda, una vacilación, un conocimiento inacabado o inexistente, pero también dicha interrogación trae consigo la intención y la idea de una reflexión, de un balance, de la necesidad de detenerse en el recorrido y mirar hacia atrás para tratar de explicar y de explicarse su inserción en el mundo y en sus instancias conflictivas. Se trata de una pregunta fundamental que plantea la necesidad de investigar las circunstancias y las causas, y que anticipa sobre el constante movimiento y sobre la presencia de tiempos y espacios distintos, vistos desde un aquí y un ahora posteriores.

En efecto, el narrador hace esta pregunta refiriéndose al momento en que sale de la cárcel. Ese es el allí al que alude. Existe entonces, una distancia entre el tiempo de la enunciación y el tiempo de lo narrado. El primero de ellos se ubica en un momento bastante posterior como el propio texto se encarga de establecerlo al evocarse la figura episódica de un compañero de celda: “(No sé dónde estarás ahora, humilde pintor del puerto; no sé si habrás muerto o estarás tanto o más viejo que yo, pero sea como sea...)” (p. 157). Sin embargo, la rememoración de sucesos que permitirá encontrar la respuesta a la interrogación inicial no la hará de acuerdo con un orden cronológico, sino de acuerdo con una causalidad desordenada dictada por la propia conciencia, como, por lo demás, lo reconoce el propio narrador (“Es una historia larga y, lo que es peor, confusa. La culpa es mía ...”) (p. 7). Así, y sin entrar en el detalle, a la actualización de su llegada a Valparaíso y a su fracasado intento de embarcarse, se suceden una evocación de la infancia y de su primer paso por la cárcel, y en la cual se introduce una narración enmarcada. Hay también desplazamientos sucesivos hacia un pasado cercano (su encuentro con el anónimo y añorado amigo, las evocaciones de este personaje), y hacia el momento en que se decide a trabajar en la cordillera. En la segunda parte se vuelve al momento en que se había comenzado la primera.

Estos continuos desplazamientos temporales, la ruptura del eje temporo-causal, se explican en la medida en que se quiere indicar una estrecha aproximación con los saltos de la conciencia en el proceso del acto evocativo, con sus insistencias y vacíos, con las imprevisibles motivaciones, con los mecanismos que establece la reflexión subjetiva. Por lo demás, el propio autor ha señalado a propósito de esta técnica que “Sigue el mismo proceso que sigue el estilo, el mismo movimiento de la mente, que divaga, piensa o recuerda sin sujeción a normas fijas establecidas exterior y previamente y sin respeto al orden cronológico...” [6]. Hay coincidencia, entonces, entre la estructura de la temporalidad y la temporalidad de la estructura.

De esta manera, con quiebres y retrocesos (con excepción de la última parte que es la única que sigue una progresión lineal explicable porque la situación del protagonista ha variado sustancialmente), por medio de resúmenes, explicaciones detalladas, descripción, ampliaciones, diálogos actualizados, monólogos y apelaciones [7], Aniceto informa sobre los avatares de su existencia que lo conducen a ese momento culminante y clave desde el cual, en teoría, se instala reflexivamente y nos revela su angustia e insatisfacción, su búsqueda y errar continuo en medio de la “oscura vida radiante”.


Un alma pequeña y errante

Al llegar a Chile, en un tren de carga y en un sucio vagón lleno de animales, Aniceto se ve a sí mismo como la “imagen perfecta del alma pequeña y errante” (p. 10). Una expresión que, nos parece, retrata de manera adecuada no sólo esa situación particular, sino también el conjunto de las circunstancias referidas, la totalidad de la experiencia.

Alma pequeña sugiere una situación de abandono y desamparo, un estar precario en el mundo, una condición desmedrada, acentuada por el carácter errático, fluctuante, movedizo del individuo. Pero así como esa pequeña alma contiene gérmenes de grandeza, también su vagancia no se manifiesta sólo como una inestabilidad contante, sin sentido ni rumbo, sino como una búsqueda, angustiante y angustiosa, de un sentido, de un valor que le permita asumir su condición de hombre. Y decimos esto, porque la doble caracterización que acabamos de anotar es un factor que se presenta en distintos niveles de la narración. Se trata de una suerte de doble movimiento, de un ir y venir entre dos instancias, entre dos circunstancias, de una fluctuación, una oscilación frente a la interpretación del mundo y a sus contenidos reales.

Así como desde el punto de vista de la temporalidad la narración se mueve entre un momento visto como presente y la evocación de un pasado, del mismo modo en ambas situaciones el personaje se desplaza continuamente en el espacio pero también entre el desamparo y la adhesión a lo otro, entre el pesimismo y la confianza, entre la conjetura y la decisión, entre la coerción y la libertad.

Los viajes sucesivos que emprende el protagonista (y que en cierta medida reproducen el continuo ir y venir de su padre, obligado por razones "profesionales" o para escapar de la justicia policial) convierten al texto en representación de la vida como una larga carrera de obstáculos, una incesante adquisición de experiencias, una ininterrumpida batalla. La novela adquiere así el sentido de obra de formación, de aprendizaje. El niño Aniceto debe adaptar su conducta, su comportamiento, ante las dificultades que surgen una tras otra. Tiene que saber afrontar los acontecimientos "apasionantes" y "fuertes" de una infancia que "no fue desagradable" (p. 187), tiene que soportar la soledad que implican, sucesivamente, la muerte de su madre, la reclusión de su padre, la dispersión de sus hermanos: "Así salí al mundo, trayendo una madre muerta, un padre ladrón —condenado a muchos años de presidio— y tres hermanos desaparecidos; era, quizá, demasiado para mis años, pero otros niños traerían algo peor". Abandona necesariamente lo que fue un sostén, para instalarse en el abandono azaroso de un mundo que no es lo que debería ser. Se inicia así el periplo de Aniceto, pero como el protagonista no es un héroe sino un hombre, las pruebas que debe superar con ayuda de éstos y a pesar de la oposición de aquéllos no lo conducen a una meta ideal y definitiva, sino a una búsqueda de sí mismo, y de su inscripción en ese universo. Las pruebas más importantes constituyen el precio que debe cancelar quien acepta la vida. Preso por segunda vez, reconoce que "Era necesario pagar las cuotas, de a poco, claro está, ya que nadie puede pagarlas de un golpe, salvo que muera..." (p. 142). Los cómplices son los amigos y compañeros de trabajo de su padre, y todos aquellos que, a veces con mínimos gestos solidarizan en el infortunio, las almas gemelas que encuentra, pierde y vuelve a encontrar. Los que se le oponen son los individuos que actúan de acuerdo con las motivaciones impuestas por la envidia y el egoísmo y, sobre todo, el individuo anónimo y abstracto que representa, expresa y configura el mundo jerárquico, arbitrario, burocrático y alienante. Son éstos los que contribuyen, de manera más evidente, a mantener viva no la llama sino la llaga de la existencia.


La existencia herida

La existencia torturada del individuo se concretiza en el texto por medio del motivo de la herida. Esta aparece ya sea en el nivel de la anécdota —el pulmón herido de Aniceto que finalmente parece cicatrizar— o en el nivel simbólico a través del importante y extenso discurso (destacado además en el texto por su aparición entre paréntesis y en letra cursiva, pp. 83-89) en segunda persona y en el que el hablante se desdobla y se enjuicia a sí mismo pero también apela a la conciencia de un eventual destinatario materializado a través de la lectura: "Imagínate que tienes una herida..." (p. 83).

Herido se nace, herido se vive, si éste es el camino que se ha elegido. Porque la presencia de heridas, físicas o psicológicas está siempre exigiendo una decisión, nos pone frente a disyuntivas ineludibles, ante alternativas necesarias. Pero más importante que estas lesiones es la herida omnipresente e inasible, congénita o provocada, que puede conducir a la desesperación o a la resistencia, es la herida del mal-estar en el mundo, la herida enquistada en ese "adolescente que camina junto al mar" (p. 89) y que viene a ser la representación de la propia figura del hablante; una herida invisible que corroe y traumatiza: "Y piensa que en este mismo momento hay, cerca de ti, muchos seres que tienen su misma apariencia de enfermos, enfermos de una herida real o imaginaria, aparente y oculta, pero herida al fin, profunda o superficial, de sordo o agudo dolor, sangrante o seca, de grandes o pequeños labios, que los limita, los empequeñece, los reduce y los inmoviliza" (id.).

Erosionado por la herida, en medio de la soledad (pp. 43, 64, 117, 210) el hambre y la miseria (pp. 43, 113), padeciendo una condición que parece estar determinada de antemano y contra la cual el hombre no puede sino oponer una estática expectativa de individuo arrojado en el mundo (p. 230)[8], el personaje, más que resistir, se resiste. Se percibe entonces la necesidad de romper las barreras aparentemente infranqueables del desamparo y del sin sentido. No se trata de una actitud franca y decidida, de una pujante resolución sino, como lo hemos adelantado, de un movimiento oscilante, titubeante, pero que a veces, espontáneamente, deja de ser mental para convertirse en práctica concreta (recordemos la violenta reacción de Aniceto ante el injustificado maltrato de Isaías, p. 84, y la piedra que lanza "mecánicamente" al policía en respuesta a la violencia arbitraria. p. 115).

Pero si bien Aniceto reacciona sólo en contadas ocasiones, lo que si no puede negarse que a través de su discurso se percibe una clara conciencia de quienes son, en gran medida, los responsables de la herida, de las injusticias y las pesadumbres; se trata de un tipo de sociedad mecanizada y enajenante: "Puede suceder que la herida aparezca [...] provocada por la vida, por una repetición mecánica [...] el hacer, día tras día, a máquina o a mano, la misma faena: apretar la misma tuerca si eres obrero, lavar los mismos vidrios si eres mozo..." (p. 86).

"No puede ser que estemos aquí para no poder ser", podría haber dicho, como Oliveira-Cortázar, el protagonista de Hijo de ladrón. Esta imposibilidad de poder ser, de poder gozar del ejercicio del libre albedrío, está condicionada por las normas, por los individuos que, en distintos planos, ejercen una forma de poder coercitivo y que conducen a la deshumanización y al absurdo burocrático. Al referirse al mundo de la justicia, Aniceto destaca la maraña, la laberíntica frialdad del ambiente: "Trepamos unas escaleras y circulamos por pasillos llenos de pequeñas oficinas, cuchitriles de secretarios, receptores, copistas telefonistas, archiveros, gendarmes, todas amuebladas con lo estrictamente necesario, una mesa, una silla, otra mesa, otra silla..." (página 145).

Hay también otros aspectos contra los cuales Aniceto alza una protesta atenuada, se rebela revelando en su discurso los hechos absurdos y el sistema opresivo: "cientos de individuos, policías, conductores de trenes, cónsules, capitanes o gobernadores de puerto, patrones, sobrecargos y otros tontos e iguales espantosos seres están aquí están allá, están en todas partes impidiendo al ser humano moverse hacia donde quiere y como quiere" (p. 8): y agrega más adelante "El hombre parece no tener ya un carácter humano: es un ente que posee o no un certificado y eso porque algunos individuos, aprovechando la bondad o la indiferencia de la mayoría, se han apoderado de la tierra, del cielo, del mar, de los caminos, del viento y de las aguas y exigen certificados para usar de todo aquello" (p. 91).

El certificado sirve de elemento de enlace para introducirnos en un episodio particular (p. 92). Se trata del momento en que el narrador evoca su participación, primero como testigo y espectador y por último como espontáneo justiciero, en un motín organizado por los obreros que quieren expresar su descontento por el alza de los precios de la locomoción. Aunque Aniceto reconoce que es un problema que le es ajeno, se mantiene en medio de la efervescencia y la protesta populares, en medio de los enfrentamientos que oponen la multitud colérica a la violenta represión de los policías. El protagonista reconoce la legitimidad de la acción de los insubordinados y la injusticia del orden ("Una voz pregunta dentro de mi por qué la policía podía cargar cuando quería y por qué la multitud no podía gritar si así le daba la gana...") (p. 100) y explica las manifestaciones de cólera de éstos en contra de todo aquello que significa expoliación: los comerciantes "No tenían nada que ver, es cierto, con el alza de las tarifas de los tranvías, pero muchos hombres aprovecharon la oportunidad para demostrar su antipatía hacia los que durante meses y años explotan su pobreza y viven de ella..." (p. 101).

Aniceto es testigo de la movilización popular organizada, de las reacciones individualistas, de las razones de unos y de la maldad de otros [9]. Ya sabemos que a causa de su participación en este motín, Aniceto es encarcelado y, tiempo después, puesto en libertad. Hemos vuelto al punto de partida.


El río, el mar, la ventana

La vida de Aniceto es un tortuoso itinerario, un recorrido difuso y difícil, sembrado de vericuetos y extravíos. Su vida es movimiento, un continuo ir y venir entre espacios cerrados y abiertos. Espacios cerrados (la cárcel, especialmente) lúgubres, sofocantes, que lo oprimen y lo debilitan. Espacios abiertos, cielos descubiertos, luz y resplandor; son en estos espacios donde puede alcanzar una plena autonomía y una autenticidad. Es indudable que el texto privilegia estos espacios, particularmente el rio y el mar, representaciones simbólicas del tiempo y de la libertad.

El mar llama y atrae a Aniceto. Significa para él apertura hacia el mundo, vida, viajes, experiencia, comunión con los semejantes; es un espacio puro e incontaminado: "Es la primera vez que estoy junto al mar y siento que me llama, pareciéndome tan fácil viajar por él: no se ven caminos —todo él es un gran camino—, ni piedras, ni montañas [...] ni conductores ni funcionarios tragacertificados..." (pp. 92-93); "allí estaba el mar, ese mar que los hombres-archivos, como si les perteneciera, me negaban; ese mar que me atraía..." (página 121). Recordemos además que es a la orilla del mar donde conoce a Cristian y al Filósofo en compañía de los cuales parece encontrar un nuevo sentido a la vida.

También es importante la imagen del río asociada a la del mar, su destino: "No tienes más remedio que entregarte, ya no puedes devolverte, desviarte o negarte. Por lo demás, saldrás ganando al echar tus turbias aguas, nacidas, no obstante, tan claras, en esas otras, tan azules, que te esperan" (p. 62). El río es representación de su propia experiencia temporal y existencial, con las aguas cristalinas de una infancia feliz a pesar de todo, las aguas turbias de la inquietud y la precariedad, del desamparo y la angustiosa existencia herida; aguas que lo conducen inevitablemente a la libertad simbolizada en el mar. Es el río, el agua corriente, el tiempo, el factor que actualiza los recuerdos y permite ahora asumir la existencia: "Sentía que, en ocasiones, algo como burbujas salían de aquella corriente. Tal vez al pisar sobre el fondo se desprendían y ascendían, rozando la piel de mis piernas y de mis costados y llegando hasta mi conciencia: era el recuerdo de mi vida pasada..." (p. 252). Porque a pesar de las trabas y los obstáculos, Aniceto tiene conciencia de su autodeterminación, ("Quería elegir mi destino, no aceptar el que me dieran", página 92), aunque titubeante, y de modo casi inexplicable, siente la necesidad de elegir su propia vía: "Advertía en mí algo que no había en ellos, un ímpetu o una inquietud que no tenía dirección ni destino, pero que me impediría aceptar para siempre sólo lo que la casualidad quisiera darme" (página 273).

Aniceto se resiste a ser manejado y conducido por factores ajenos, externos. Comprende, en compañía de sus amigos, que debe aceptar la vida y que debe ser él su propio conductor. Es ahora él quien forja su destino, un destino simbolizado por la ventana que desea pintar: "... tenía deseos de pintar, pero no una muralla, sino una ventana, una ventana amplia, no de azul, sino de blanco: la aceitaría primero, le daría después una o dos manos de fijación, la enmasillaría, la lijaría hasta que la palma de la mano no advirtiera ni la más pequeña aspereza y finalmente extendería sobre ella una, dos, tres capas de abayalde. Resplandecería desde lejos y yo sabría quién era el que la había pintado" (pp. 274-275).

A través del trabajo productivo se puede ver el mundo, se produce la apertura hacia la vida y la posibilidad de integración. Gracias a la experiencia y a su toma de conciencia, el hombre puede desarrollar una labor de la que puede enorgullecerse, dejando atrás la áspera y amarga existencia herida. La dignidad del hombre provoca su eventual redención, una dignidad de la que es partícipe la solidaridad que ahora reencuentra (y que podemos relacionar con la solidaridad conocida en el mundo de la infancia, en las relaciones establecidas en ese universo "anormal", para los otros, en el que se desenvuelven su padre y sus camaradas) y con la ayuda de la cual inicia una nueva etapa de su vida.


Para no concluir...

En la niñez abrumada y solitaria y feliz de este hijo de ladrón y en las desventuras y sufrimientos de su adolescencia, es posible apreciar la confrontación de dos mundos que, aparentemente distintos, se resuelven en una similar experiencia de una realidad huidiza e inasible: la cárcel y la libertad. El hombre, encerrado o no, es finalmente víctima de la marca del tiempo. De ahí que el personaje vacile, titubee, y que cuando abandona la cárcel, no sabe qué hacer con su libertad; ésta aparece como un río que pasa irremediablemente; su única posibilidad es adueñarse del tiempo, ir sin prisa ni urgencia, tomar decisiones, aceptar que la vida es para la muerte, que la existencia tiene límites pero, que, a pesar de su precariedad, en la aceptación de la misma, el hombre se hace auténtico y libre [10]. Así entendida, Hijo de ladrón nos ofrece, a pesar de la existencia herida, la insobornable vocación de optimismo, vida y aventura.

 

 

* * *

_____________________________________
Notas:

[1] Manuel Rojas, Hijo de ladrón, Editorial Nascimento, Santiago, 1951, 366 pp. La editorial Zig Zag inicia, en 1957, una sucesiva serie de ediciones de la novela y la incluye en un volumen titulado Obras Completas de Manuel Rojas (1961, pp. 379-599). Hijo de ladrón también fue editada por Quimantú (Santiago, 1972) y en otros países de habla hispana: Argentina (Emecé, Buenos Aires, 1954), Cuba (Casa de las Américas, La Habana, 1968), España (Bruguera, Barcelona, 1980). En el texto citamos por esta última edición.
[2] Poco tiempo después de su aparición, la novela fue traducida a diversos idiomas, entre otros al inglés (Lybrary Publishers, New York, 1955; V. Gollancz Pub., London, 1956), al italiano (Ed. Longanesi, Milano, 1956), al alemán (Verlag Styria, Graz, 1955), al portugués (Pub. Europa-América, Lisboa), al francés (Ed. Robert Laffont, Paris, 1963).
[3] Para un examen más detallado de los argumentos teóricos de Manuel Rojas y sus vinculaciones con la literatura de la época Cf. José Promis: La novela chilena actual. Fernando García Cambeiro Editor, Buenos Aires, 1977 (esp. pp. 42-55). Una reacción en contra de las prácticas pintoresquistas y regionalistas se evidencia también en la literatura combativa y sin concesiones de la llamada “Generación del 38” surgida a la luz de la experiencia del Frente Popular y a la que se adscriben los nombres de Nicomedes Guzmán, Juan Godoy, Oscar Castro, Reinaldo Lomboy y Volodia Teitelboim, entre otros. Vid. Luis Iñigo Madrigal: “La novela de la Generación del 38”, Hispanoamérica. Año V, N° 14, 1976, pp. 27-43
[4] Ya en un artículo publicado hace 15 años, aunque circunscrito al plano nacional, Ariel Dorfman destacaba el carácter excepcional de la obra de Manuel Rojas (“Perspectivas y limitaciones de la novela chilena actual”, Anales de la Universidad de Chile. Año CXXIV, N° 140, diciembre de 1966, pp. 110-167. Vid. pp. 147-148).
[5] Aniceto Hevia es el protagonista de una tetralogía que comienza con Hijo de ladrón y que continúa con Mejor que el vino (Editorial Zig Zag, Santiago, 1958) centrada especialmente en la experiencia de la pasión amorosa. Luego vendrán Sombras contra el muro (Editorial Zig Zag, Santiago, 1964) que presenta los años de formación política e intelectual y La oscura vida radiante (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1971) donde encontramos otra fase del personaje, la de la maduración política.
[6] Manuel Rojas: “Algo sobre mi experiencia literaria”. En Obras completas. Op. cit.. p. 29.
[7] Para una caracterización de algunas modalidades narrativas remito al trabajo de Norman Cortés, “Hijo de ladrón de Manuel Rojas. Tres formas de inconexión en el relato”. Anales de la Universidad de Chile, Año CXVII, N.° 120, 1960, pp. 193-202. Un examen detallado de la estructura del narrador ofrece el eminente e inmanente estudio de Cedomil Goic en el capitulo correspondiente de su libro La novela chilena. Editorial Universitaria, Santiago, 1968, pp. 124-143
[8] Para una relación entre la novela y la filosofía existencialista Cf. Norman Cortés: "Hijo de ladrón, novela existencial". Revista del Pacífico. Año 1. N.° 1, Valparaíso, 1964, pp. 33-50. También las páginas dedicadas al examen de la novela en el libro de Jaime Eyzaguirre El héroe en la novela hispanoamericana del siglo XX. Editorial Universitaria, Santiago, 1973. 369 pp. (Vid. pp. 132-147).
[9] La novela no entrega datos concretos a propósito de la ubicación temporal de la historia narrada. Sin embargo, si consideramos que en las obras de Manuel Rojas se incluye un gran porcentaje de material autobiográfico y que la edad y el itinerario de Aniceto se corresponden con sus propias experiencias (como él mismo lo ha indicado, vid. sus declaraciones reproducidas por José Promis. Op. cit. p. 52), podríamos deducir que —Aniceto tiene 17 años— este acontecimiento se ubica en 1913. No disponemos de informaciones precisas que permitan identificar este episodio con un suceso similar acaecido en el plano de la realidad histórica. Sólo podemos indicar que éste ocurriría entonces bajo el gobierno de Ramón Barros Luco (1910-1915), uno de los tantos convulsivos e inestables regímenes oligárquicos que Chile conoce bajo el periodo parlamentario. En todo caso habría que agregar que en las dos primeras décadas del siglo y bajo la influencia ideológica del marxismo y del anarquismo se asiste al paulatino proceso de organización y desarrollo de la clase obrera, y que en esta época recrudecen los movimientos reivindicativos y de protesta violentamente reprimidos por las autoridades. Digamos también que en 1912, Luis Emilio Recabarren funda el Partido Obrero Socialista. Por otra parte, si consideramos, no el tiempo narrado, sino el tiempo de la escritura, debemos recordar que para llegar hasta él, en Chile se han sucedido la dictadura de Carlos Ibáñez, la experiencia del Frente Popular y el gobierno autocrático y represivo de Gabriel González Videla. Cf. Marcos Kaplan: Formación del Estado Nacional en América Latina. Editorial Universitaria, Santiago, 1969, 320 pp. (Vid. esp. pp. 207-213, 271-281). Para mayores datos sobre la relación entre la vida y la producción literaria de Manuel Rojas puede consultarse: José Santos González Vera, "Manuel Rojas". en Obras completas. Op. cit. pp. 881-899; Manuel Rojas: Imágenes de infancia, íd. pp. 329-377; Jaime Rojas Rivera: "Manuel Rojas y Aniceto Hevia; simbiosis literaria", en La novela iberoamericana contemporánea. Actas del XIII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. Caracas, 1969, pp. 261-270. Por lo demás habría que subrayar que la ausencia de alusiones a una cronología precisa, acentúa la vigencia y la actualidad del texto.
[10] Cf. René Jara: "Prólogo" a la edición de Hijo de ladrón, Editorial Quimantú, Santiago, 1972.



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2020
A Página Principal
| A Archivo Manuel Rojas | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
"Hijo de Ladrón": la Existencia Herida
Por Fernando Moreno
Publicado en Araucaria de Chile, N°16, 1981