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La oscura vida radiante
Carlos Droguett
Publicado en revista La Quinta rueda : Nº 5, abril de 1973
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La ley es un perro que muerde al mal vestido. Esta sentencia inolvidable e inconmovible parece presidir toda la obra literaria de Manuel Rojas, el más grande novelista chileno de este siglo, aunque él opine otra cosa.
Sin ella, sin la traba y la injusticia y el odio que supone siempre la ley, él tal vez no habría escrito y sus manos y sus recuerdos habrían, seguramente, buscado otros materiales para darle forma y transformarlos en utilidad duradera. Esa habilidad artesanal, esa tranquilidad suficiente que emana de los ojos y de las palabras de Manuel Rojas se apoderan del lenguaje, más bien del tema, y él la va aplicando con suavidad, aunque no con dulzura, al cuerpo y al alma de sus personajes, y entonces, después de un lento trabajo invisible, a veces demasiado palpable, aparece el hombre que viene saliendo de adentro de la ley, mordido y golpeado por ella, a veces algo desangrado y paralizado, pero nunca amargo, nunca tragando ansias, como dicen los mexicanos.
Los personajes de Manuel Rojas son como él, desde muy lejos callados, esencialmente solitarios, con destino de solitarios, con vocación de soledad y este modo de ser o de transformarse, o de ser transformados involuntariamente por la vida, por las injusticias, por los sufrimientos, no parece herirlos o conmoverlos, ya que no se quejan, y sobre todo, no hablan mucho de sus indelebles heridas. Cualquiera de sus pobres héroes puede estarse, sin embargo, toda una jornada contando sus penurias, como el protagonista que se empleó de cómico en un circo, sin tener mayores condiciones histriónicas, fuera del histrionismo que otorga esa costumbre que es el sufrimiento finalmente, o como el protagonista de “Punta de Rieles”, puede hablar todo el tiempo, con relativa y detallada frialdad, como si él fuera exterior a esa terrible historia.
Puede que no hagan otra cosa que hablar y, sin embargo, dan ellos una sensación total e irreversible de laconismo, de tipos penosamente mudos y silenciosos; parecen de repente estar haciendo un simple primer informe de sus desventuras , parecen los actuarios de sus propios sufrimientos, sin agregar nada más, sólo el sufrimiento, sólo la desgracia, pero no el comentario de la desgracia. Y es así, con esa técnica palpitante que no ingresa a las tesis ni a la historia y, que casi siempre, por supuesto, no les interesa tampoco a éstas, obras maestras como “El vaso de leche” o “Laguna”, aparecen simples y desnudas, puras y despojadas, como sus temas y sus personajes. Al leer esa aparente delgadez se diría que la maldad o la mala suerte no tiene imaginación.
Es una literatura que está más allá de la literatura, pero no más allá de la vida, es sólo la vida, la escueta vida contada, no para olvidarla, ni para vengarse ni para sacar tajadas de filosofía, no tal vez sólo para descansar, para sacar un poco la respiración hasta la próxima etapa, hasta el otro sufrimiento, hasta la próxima ineludible experiencia y ese hallazgo pasajero de la aventura, de la risa, del amor, del ensueño y la imaginación evocadora junto a tanta desgracia y tanta soledad.
Piedad, ternura, amor a la humanidad, amor al sufrimiento y al ser que lo segrega, el pobre, el postergado, el perseguido, el humillado, el miserable, el miserable de cuerpo y de alma, el ser que tiene hambre física y metafísica, son las características de este escritor enorme que ha recorrido a pie el sufrimiento de Chile y de toda América y de gran parte del mundo viejo, que ha conocido las injusticias y vejámenes que sufren los negros, los mexicanos, los haitianos, los portorriqueños en el corazón de la urbe neoyorquina, en los conventillos verticales de la calle 42, y ha constatado que es siempre la misma enfermedad, la misma terrible realidad, que, recién ahora, en estas inolvidables décadas, primero en Cuba, después en Chile, va a ser derruida y desterrada para siempre.
Ahora Manuel está otra vez en La Habana y creo que se quedará largo tiempo en ella, en esa realidad y esa inspiración que es ahora la isla para el trabajador y para el artista, pues me hablaba de permanecer largo tiempo para escribir su nueva novela, que se ambientará y circulará, si el destino del protagonista no planea otra cosa en el último momento, entre Miami y Varadero, entre Puerto Rico y Santiago de Cuba. Mientras lo recordamos y caminamos por Corrientes de regreso al hotel, le digo de repente a mi mujer. ¿Te das cuenta?, Laguna está otra vez en Buenos Aires. El vagabundo chileno, el esmirriado y poquita cosa de hombre, que sufría y no se quejaba, que atravesó a pie la cordillera y desapareció en ella, ha resucitado y está en todas partes en estas plazas y estas vitrinas que fueron testigos de su soledad tan humilde. Va a ser medianoche y en medio de este calor húmedo lo hemos visto en las librerías de Corrientes y de Suipacha y nos hemos sonreído de cómplice entusiasmo. Sí, él y el marinero hambriento y el cómico fracasado y el ladrón fracasado están aquí otra vez, en este nocturno país de sus desventuras, en las mismas calles que recorriera Manuel cuando era joven y desconocido y, como Laguna, a veces ansioso y hambriento, lleno de fuerza y de contenida elocuencia, esa elocuencia tan conocida y tan cabal que se va acumulando sin darse uno cuenta. Alzaba a veces la cabeza y oteaba en el desteñido horizonte, buscando la cordillera, buscando también a Laguna, que ahora está aquí a nuestro lado, callado y deseoso de irse a dormir, pues hace calor y hay humedad y mucha luz difusa y expectante ahí en el obelisco, como si algo malo fuera a pasar, pero no es nada, Laguna, no pasa nada, es sólo la vida que te llena y te atraviesa y te deja con los labios entreabiertos soñando más lejos, como si tuviera sed y hambre desesperada, como el joven marinero desesperado, mientras la vida le grita comedida e indiferente: Hello! What?, corno testifica textualmente su desgracia.
Dos tipos que sufrieron callados, dos tipos que se perdieron callados en cualquier esquina de la vida, pero que encontramos otra vez aquí, esta noche también de tránsito para nosotros, al atravesar la calle para entrar al hotel. Se me ocurre de repente que van del brazo, un tanto embriagados por el sufrimiento o por el estupor de estar otra vez vivos en estas calles empapadas y resbalosas, en la humedad del verano sucio. Me habría gustado conversar con ellos, caminar mañana por la mañana los barrios asoleados en que ellos y Manuel pasaron su infancia, su juventud, su temprana soledad, en que empezaron a oler la terrible vida, como después la ley, ese perro con collar exclusivo y excluyente que los olía a ellos y a sus harapos antes de morderlos, pero tenemos pocas horas, como el marinero, como Laguna, como ellos también tenemos que irnos. En la esquina de Cerrito y Corrientes los miramos atravesar la calle en nuestro persistente recuerdo. Sí, van hacia la diagonal Sáenz Peña en busca de algún tugurio barato, de algún vino barato, de algunas piernas baratas, entre los dos juntarán más monedas de esperanza que de desesperación y desde ahí olerán el río y el mar abierto. Por eso se mantienen vivos y, en verdad, se mueren, se van, desaparecen, para aparecer resucitados allá o aquí, en todas partes, pues por algo son los testigos eternos del desamparo, pero también del ensueño y la ilusión y todavía recuerdo mis lágrimas de niño cuando leía la sencilla historia del marinero que tenía hambre, después leía la historia de ese otro conmovedor y digno hambriento que es el protagonista de Knut Hamsun, y en la memoria, en el recuerdo, en la pena y la simpatía, y también en la soterrada y futura experiencia técnica, los transformé a ambos en un solo arrebatado protagonista, en una sola e inevitable necesidad y todavía pienso en ellos como tema de probable tesis y de necesario dolor.
Porque el vaso de leche se mantiene puro e inagotable y siempre lleno, siempre dispuesto a nutrir la imaginación y la acción de las nuevas generaciones que sufren y que sueñan, es piedra de toque, pieza ejemplar y fundamental, es un fácil símbolo y una enseñanza, incluso, como creo haberlo dicho, una enseñanza estética. Todo es esta minúscula e insignificante vasija, esta frágil y quebradiza gruta a la que han de ir en peregrinación, aunque no quieran, todos los que en este país y en otros países vagan en busca de la belleza y de la bondad y la justicia a través de la belleza.
Por lo demás, y ya lo hemos dicho también o insinuado, no es este cuento maestro en la literatura española de este siglo el único que nos muestra la capacidad de Manuel Rojas para captar en su tremenda sencillez, en su pavorosa e increíble sencillez, este milagro monstruoso que es el sufrimiento. Pero, como sus protagonistas atónitos ante lo irreparable. el autor cree en la vida, cree en la bondad y en la verdad definitiva de la vida, que el hombre la ha maleado y sigue maleando es otra cosa.
No por nada está en La Habana otra vez, no por nada su próxima novela lleva como título un verso de Martí: “La oscura vida radiante”. Parece, de repente, tema y título para la biografía de Manuel Rojas.