Con verdadero orgullo entregamos a nuestros lectores el primero de una serie de artículos que el escritor Manuel Rojas
escribirá en forma exclusiva para nuestra revista.
Nuestro país, otro país, cualquier país, no es sólo un territorio con un nombre, montañas, ríos, árboles, desiertos, costas; es algo más y ese algo más es la sensación o sensaciones que producen las cosas y los seres que hay en esas montañas, ríos, árboles, desiertos, costas; todas las cosas y cada una de ellas, así como todos los seres y cada uno de ellos, poseen valores propios, sonidos, sabor, color, textura, que se pueden conocer o no y que, conociéndolos o ignorándolos, son lo que se pierde cuando uno se va y lo que se recupera cuando se llega.
No se recuperan de una vez sino de modo lento y mientras más lento se recuperan, más largo es el gusto, o el dolor, de volver. Estoy, por ejemplo, una mañana de agosto, en el mercado público de Concepción; junto con el poeta Gonzalo Rojas y el novelista Fernando Alegría, y sentados ante un mesón, miramos cómo una mujer prepara para nosotros tres porciones de algo que antes o ahora se llama "mariscal", nombre lleno de gracia, que adopto en seguida (es un acierto lingüístico del pueblo chileno); es una combinación de mariscos, jugo de limón, pebre picante y cebolla de pluma. Se puede rechazar la cebolla, pero, por mi parte, no quiero rechazar nada. Arrostraré todas las consecuencias. Un vasito de vino blanco pipeño acompañará el platillo, pues no es más que un platillo, como llaman los mexicanos a esos preparados breves.
Aquí está: lo recibo, lo revuelvo con una cuchara cuyo borde parece el de la hoja de una lechuga escarola, me echo a la boca la primera cucharada y cierro los ojos: años y años de vida en Chile, y toda la costa, desde Punta de Lobos y más al norte, hasta Melinka y Calbuco, todos con su sur, su norte y su travesía, reaparecen en un segundo en mi alma, despertando el recuerdo de amigas y amigos, de mi primera visita a Talcahuano (y un submarino chileno hundido en la bahía), de mi hijo Patricio trabajando, en el camino
a ese puerto, en una fábrica de harina de pescado (le hedían hasta los billetes que llevaba en la cartera); personas y cosas, en gran cantidad, surgen de una sola cucharada de "mariscal". Y no es esto todo, hay mucho más relacionado con todo ello, pero la memoria no da sino lo que puede dar en ese momento, en el segundo que duran la recepción y deguste de una cucharada del sabroso platillo chileno.
Cuando llego a Chile en julio, veo que en el jardín de la casa de mi hija permanecen todavía las hojas secas del otoño, ello a pesar de que el invierno está por terminar. Las piso y percibo un sonido especial, un resquebrajarse, que durante un año y desde que salí del Valle de México, no había oído. En Oregón, en donde viví durante todo ese año, la hoja caída del árbol no suena al pisarla y no suena porque, en verdad, no alcanza a secarse. La lluvia viene antes de que acabe el otoño, la empapa y la hoja termina por podrirse. Porque así como en el Desierto de Atacama o en el de Tamarugal, nadie puede soñar con una palada de tierra de hojas, ya que la hoja caída es deshidratada en seguida por el terrible sol, así en la pradera central de Oregón nadie podrá encontrar hojas secas para quemar al final del otoño: no hay más que mantillo, tierra de hojas. Ni siquiera hay piedras, como en el Valle Central de Chile. He visto a las máquinas escarbar la tierra, negra y gruesa, hasta una profundidad de tres o cuatro metros; recién entonces puede aparecer una piedrecita y eso explicó por qué en el oeste de ese estado, las rosas se dan casi todo el año, a pesar de la excesiva lluvia, y por qué el rododendro crece hasta alcanzar proporciones de árbol.
Una cucharada de "mariscal" me da un sabor que me recuerda muchos años de vida y una hoja seca me da un sonido que, aunque sólo se oye en el Valle Central, ya que más allá del Bío Bío es difícil que se sequen y suenen las hojas, cubre los mismos años de esa vida, aunque de una vida diferente.
Pero éste es nada más que un sonido vegetal. También hay sonidos humanos, algunos de ellos muy patéticos. Mientras vamos, con Fernando Alegría, que también recoge o recupera cosas perdidas durante un año, por una calle de la misma Concepción, oímos una vocecita que dice: "Deme unos diez pesitos, caballero". Es un niño que está como incrustado en un muro, escondido del viento sur, que pasa por la ciudad, como una maldita lluvia de hielo. No tendrá más que cinco o seis años y se le ve cubierto con una ropa delgada y rotosa. Fernando le da unas monedas y le dice: "Ándate para tu casa, niño. Hace mucho frío para estar aquí". El niño recibe las monedas, las guarda y se queda ahí. El autor de Caballo de Copas se acerca de nuevo a mí y me dice:
—¿Te das cuenta? Pobre cabro. ¿Qué diríamos nosotros si tuviéramos que andar descalzos?
Porque no sólo, como he dicho, se recupera el gusto de estar en Chile sino, a veces, también el dolor. Y pueden recuperarse la ira, la amargura, la vergüenza, el desprecio, de estar en Chile. Ya he dicho que todas las cosas y todos los seres que hay en un país producen sensaciones, pero no todas las sensaciones son iguales y algunas más valdría no recuperarlas jamás.
Lo peor es que a veces se pierden las que uno no querría perder. Hace unos cuatro años estuve dos días en Chillán. Fui a dar una charla y una tarde en que vagaba por las calles, un hombre alto, joven, buen mozo, se me acercó y me dijo: "Don Manuel: ¿qué hace por acá, tan solo?" Le dije lo que había ido a hacer y entonces me invitó a comer. Dije que bueno y se presentó, en la noche,
acompañado de un ser que nunca olvidaré: gordo, vestido de negro, un poco descuidado, con los bolsillos como llenos de manzanas; llevaba lentes y tenía ojos claros; podía parecer un alemán que no se interesara por hacer fortuna, que hablara español y que jamás saludaría levantando la mano y gritando una consigna idiota. ¿Quién era? Una especie de ángel: tocaba el piano y el órgano y poseía una gran erudición musical. Comimos y bebimos, charlamos largamente y nos separamos. El pianista y organista fue a dejarme al hotel en un automóvil que carecía de puertas.
Me fui de Chile y en tres años de ausencia olvidé el nombre del hombre alto, joven y buen mozo; no olvidé, sin embargo, no he olvidado, aquella noche ni a ninguno de los dos hombres: el vestido de negro me pareció un personaje de Juan Cristóbal; el otro, algo así como el Espíritu de la Amistad Inesperada. Ahora acabo de estar en Chillán y durante mi permanencia esperé vanamente que por lo menos el último apareciera. Conté, en una comida entre seres que me eran indiferentes, lo que me ocurrió aquella noche con aquellos hombres, nada, pero mucho en una capital de provincia, y nadie supo decirme dónde estaban y quiénes podrían ser esos dos seres.
¿Están entre lo que no recuperaré? Ojalá que no. Quiero también recuperar la alegría de estar en Chile, aunque parezca difícil, ya, recuperar ninguna alegría. Chile es, cada día más, un país desagradable.
Con una moneda irrisoria, con una vida enormemente encarecida y un pueblo terriblemente empobrecido, tendría uno que ser un cocodrilo o una hiena, para estar alegre con ello. Correr detrás de los buses y de las liebres, pagar miles de pesos por cualquier cosa, ver que los industriales y los comerciantes esconden su mercadería, incluso los remedios, esperando el alza para ganar más, no es para alegrar a nadie. Siempre ha sido así, puede decir alguien. Quizá. Pero antes teníamos más resistencia que ahora. Y si uno no supiera y viera que detrás de todo eso hay un pueblo, por lo menos una parte de este pueblo, con el cual es agradable y hasta tierno convivir, mejor sería irse y olvidar las hojas secas, los niños descalzos, las cucharadas de "mariscal" y los dulces ángeles provincianos.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Recuperación de Chile
Por Manuel Rojas
Publicado en revista ERCILLA, 14 de julio 1964