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Manuel Rojas: Instantes humanos

Por Carlos Lozano
Publicado en Literatura Chilena, creación y crítica. N°XXVIII, Abril-Junio de 1984


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En Berkeley de California, allá por los años cincuenta, conocí a Manuel Rojas en un aula de Wheeler Hall, el tan antiquísimo como memorable pabellón que albergaba la Facultad de Filosofía y Letras de la prestigiosa Universidad de California. Nos reunimos, ya bien entrada la tarde, en un sombrío salón a escucharle una conferencia sobre el acto creador. Como no era yo de los privilegiados -terminaba apenas la carrera-, no había ido a comer con Rojas y sus anfitriones, entre los cuales figuraban sus compatriotas Arturo Torres-Rioseco y Fernando Alegría, así como Edwin S. Morby, si no me traiciona la memoria.

Uno tras otro, los que hacíamos la carrera en lenguas y literaturas romances en dicha universidad, le fuimos presentados. Cuando me toco mi turno, me miró bien hondo aquel gigante aindiado, aquel Caupolicán siglo veinte, y me sonrió con singular cordialidad. En ese efímero instante, su sonrisa fugaz, pero abierta y acogedora, nos sirvió de vínculo anímico y nos dimos tácito saludo fraternal. Recuerdo que relampagueó por mi imaginación un tropel de epítetos que me inspiraba su presencia, que en la efusión del momento parecían nimbarlo: reciedumbre, corteza, solidez, cedro, araucaria, firmeza. Hasta se me ocurrió que debía llamarse Manuel Robles, y no Manuel Rojas.

Terminada su charla, vinieron las preguntas de los que queríamos lucirnos ante nuestros profesores. Surgió luego una discusión algo acalorada, seguida de lo que estuvo a punto de adquirir matices de interrogatorio. Un apasionado compañero de curso insistía con cierta altanería en determinado detalle. Por un instante, se produjo un clima casi hostil. Peligró el diálogo; estuvo a punto de convertirse en disputa. No lo permitió Rojas. Sin inmutarse, todo calma y dignidad, sin exteriorizar la extrañeza que sin duda alguna le causaba la postura belicosa de aquel estudiante, hábilmente fue guiando a su precoz interrogador hacia una actitud razonable, hacia la mesura. Había intuido Rojas que solo el mismo podía salvar la situación, que en sus manos estaba el no perjudicar la carrera de su contrincante. De modo que, en vez de hacer matadero de la reunión, nos dio una lección de comprensión, de mansedumbre, de caridad. Hecho que hizo resaltar su profundo sentido de dignidad personal y su característica entereza.

Pasaron los años. En 1963, se me invito a dar una conferencia ante el profesorado de la Universidad de Oregon. Mi tema: "Parodia y sátira en el Modernismo." Implícita en dicha invitación iba la oferta de un puesto en esa universidad. Aunque ya veterano de las guerras académicas, sentía cierto recelo, pues únicamente conocía al catedrático Chandler Beall, director de la revista Comparative Literature. Llegó el momento de la presentación. Absorto en mi tema, no oí, sino que sentí, las protocolarias con que se detallaban mis modestas proezas literarias y académicas. Al acercarme a la tribuna, mientras se apagaban los aplausos de cortesía, fueme invadiendo un sentimiento de angustia, de abandono. Permanecí con la cabeza inclinada unos instantes. Por fin, abrí los ojos y di con los de Manuel Rojas. Allí estaba el gigante gentil. Su rostro parecía surgir del publico que lo rodeaba y fue como si sólo él y yo estuviéramos en el salón. Me miraba con fijeza, tratando de descubrir en mí al estudiante de Berkeley. Entonces, como si adivinara mi estado de ánimo, y en señal de que me reconocía, sonrió. Sí, la misma sonrisa de años antes. Se habían trocado los papeles; ahora era yo el conferenciante. Nos transmitíamos. Cobré ánimos y me lancé.

Al terminar mi charla, luego vino el milagro. Como padre que quisiera sacar a relucir la precocidad de un hijo adelantado, Rojas entabló un diálogo conmigo. Durante largo rato dirigió la conversación a la manera de mago, para que yo deslumbrara a los concurrentes. ¡Qué no dijimos de la estética de Rubén Darío, de su obra, de su dominio absoluto del ambiente literario español, de sus relaciones con los intelectuales de la Península! Satisfecho de que su pupilo había triunfado, me guiñó un ojo. Después de las enhorabuenas, me dio un abrazo muy latino y salimos.

Nos fuimos a cenar a un restaurante chino en Eugene en compañía de su Julie y unos profesores. Rememoramos su visita a Berkeley y pude expresarle mi admiración por su prudencia y comprensión. Logramos hablarnos como hermanos, como hubiéramos querido hacerlo en aquella aula de Wheeler Hall. Corroboré mis impresiones de entonces: era un manso gigante que llevaba a flor de labios su nobleza de espíritu, su bondad. Lo mismo opinaba Julie que no le quitaba los ojos de encima.

Cuatro años más tarde, después del Congreso de Literatura lberoamericana en Caracas, Fernando Alegría y yo nos encontramos con Manuel Rojas en Santiago de Chile. Salía de la editorial Zig-Zag. Contentísimo, nos habló de la edición que se haría de sus obras completas. La sonrisa de siempre, pero le noté algo agotado, un poco cargado de espaldas, menos rápido en el andar. Nos despedimos, quedando en vernos en casa de Fernando en Berkeley. Y así fue.

Ahora lo recuerdo con afecto. Sí, con afecto de hermano y con respeto. Pienso en la austeridad de su juventud, en los malos ratos que experimentó, en los momentos difíciles que le acosaron a lo largo de su existencia, en su situación económica casi siempre precaria, y no me causa extrañeza que no haya sido un amargado. El sufrimiento logró curtirlo, pero solo por fuera. Por dentro, en lo más íntimo de su ser siguió siendo tierno y sensible como el protagonista de "Un vaso de leche."


 

 

 

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