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La Nueva Novela Chilena

Por Eugenio Castelli
Publicado en revista Crítica 64, Rosario, Argentina. N°9-10, junio de 1964



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En cambio de opiniones con escritores y críticos chilenos, pude palpar una común inquietud en torno a las profundas renovaciones expresivas que registra la actual novelística hispanoamericana; así como Alejo Carpentier es considerado un modelo, los nombres de Sábato y Cortázar son pronunciados con respeto y admiración, mientras últimamente el peruano Vargas Llosa era insistentemente citado como la reciente sorpresa. Frente a estos nombres y a lo que representan como transformación radical de la novela, rompiendo todos los esquemas tradicionales, creando lo que ha dado en llamarse la "antinovela", no escapó a mi observación, en dichas opiniones, la existencia de un cierto sentimiento de inferioridad, índice a la vez del deseo de que la narrativa chilena no se quedara atrás en el camino de la hispanoamericana.

"Nosotros —oí decir varias veces— no tenemos un Sábato... No hay en Chile alguien que haya hecho lo que Cortázar..." No obstante este cuasi "complejo", una detenida observación crítica de las últimas producciones narrativas chilenas, mostraban que ya, en gran medida, se estaba en camino hacia esa renovación, que existía ya un serio intento de aprovechamiento de las posibilidades que a los creadores abren los nuevos recursos expresivos, y las nuevas perspectivas en el tratamiento de la realidad y el hombre americano.

Manuel Rojas que, partiendo de una estética criollista [1] ha sabido estar siempre a la vanguardia de las renovaciones[2], algo había dado ya dentro de las nuevas concepciones con Punta de rieles[3], en un primer intento de desarrollo de historias paralelas, así como de ruptura del relato estrictamente cronológico; daba a la vez nuevas posibilidades a su búsqueda de un lenguaje que, despojado de toda retórica, responda más fielmente a la expresión coloquial y a la estructura del pensamiento. Con singular acierto encaró también originales innovaciones Daniel Belmar en su última novela, Los túneles morados[4], con mayores audacias formales (relatos paralelos, alternancia de personas gramaticales, incursiones en lo onírico, objetivismo descriptivo, irracionalismo situacional, elípsis expresivas, etc.). Desde una perspectiva similar, con mayor audacia en lo técnico, con mayor incidencia en la búsqueda formal —y también con profundidad en planteos humanos y metafísicos— concibió Enrique Lafourcade su Invención a dos voces[5]. Por su parte, Carlos Droguett, que ya en 60 muertos en la escalera[6] enriqueciera el relato con el uso de la corriente del pensamiento, en Eloy[7] desenvuelve hasta sus máximas posibilidades esa forma expresiva, en una de las más logradas novelas chilenas de los últimos años.

Junto a estos avances, a estos intentos, que constituían ya serias búsquedas y en gran medida logros, un par de novelas —que recogiera a filo mismo de mi partida del país trasandino, como últimas novedades editoriales— me han sorprendido con resultados que pueden colocar decididamente a Chile en ese primer plano por el que están bregando.

Una de ellas es Sombras contra el muro[8], última novela del ya citado Manuel Rojas, nuevamente en primera línea, y la segunda La otra orilla[9], con que entra en la creación narrativa Miguel Arteche, escritor hasta hoy celebrado poeta[10], y que se revela como el gran novelista que se estaba reclamando a su generación (la denominada "generación del 50", abonada en este campo por valores innegables corno los de José Donoso, el citado Lafourcade, José Manuel Vergara y Jaime Laso).

Sombras contra el muro no es una obra aislada; sus antecedentes están claramente fijados en Hijo de ladrón[11] y Mejor que el vino[12]), novelas con que integra una trilogía argumental. Así como la primera se centraba en el submundo de la pequeña delincuencia, y la segunda en la personal experiencia amorosa y matrimonial de Aniceto Hevia, su protagonista común, Sombras contra el muro ingresa en el círculo de obreros, artistas e intelectuales anarquistas que ya asomaban en la novela inicial, y constituían un episodio circunstancial en la segunda. El interés narrativo se concentra —con mayor proyección humana y universalidad— en la romántica, inútil, pero incansable lucha de ese núcleo de seres por trascender la miseria de sus vidas oscuras, por hacer realidad ideales inalcanzables, por superar, en definitiva —aludiendo a la simbología del título— ese muro que les cierra el paso hacia el mundo mejor con que sueñan:

"...detrás del muro existía una posibilidad de amor, de justicia, de abundancia, de paz, pero miles de individuos, acompañados de sus sirvientes, estaban en lo alto, y aunque no disfrutaban sino guiñapos de aquella posibilidad, guiñapos que se disputaban con dientes y uñas, impedían que nadie entrara o subiera. Había que buscar y encontrar armas más finas y más poderosas que las palabras y el llanto para subir o penetrar el muro..." (p.231).

Surge claro que el anarquismo no es sino una cara más de la realidad más amplia y esencial del hombre oprimido, agobiado por la injusticia, que no resigna sus ideales. Ser algo, bueno o malo, es la meta de todos sus personajes. Son fracasados —ya que ninguno realmente alcanza a realizar plenamente sus proyectos— víctimas más que nada de su propia incapacidad o mediocridad, o de su idealismo, pero en definitiva encuentran su propia razón de ser, se realizan a sí mismos en esa acción, en el intento de salir de una situación, independientemente del resultado, del éxito o no del esfuerzo.

En lo formal, como ya anticipáramos, Rojas supera sus anteriores intentos, perfeccionando, integralizando lo que en sus recientes novelas fuera plasmando como trasposición narrativa de un modo coloquial a los recursos naturales del habla popular, así como al encadenarse mental del pensamiento. Ello significaba, por una parte, superar el dialectatismo simplista del criollismo, y por otro lado, evitar la caída en el caos incontrolado de una literatura excesivamente subjetivista o psicologista. Y lo alcanza plenamente, con una indudable madurez. Introducción en la acción sin previa presentación de personajes, con elipsis de sujetos; relatos retrospectivos, en relación subjetiva o inconsciente, independientemente del devenir cronológico; enlace de personajes o hechos sin soluciones de continuidad sintáctica; objetivismo descriptivista en ciertos pasajes; referencias elusivas; elipsis constructivas y economía de datos; paréntesis que abren mayor perspectivismo; cambio permanente de ángulos de visión, mediante el desplazamiento de sujetos o la variación de la persona gramatical en el relató; personajes como proyecciones diferentes del propio yo; incursión en la corriente del pensamiento, monólogo interior directo e indirecto; alternancia de relato con diálogo en un mismo párrafo, sin utilizar los habituales recursos gráficos de puntuación; eliminación de signos tradicionales; sintaxis funcional, y muchos otros elementos formales, aparecen en la novela plenamente integrados en una unidad novelística, estableciendo una comunión más íntima y poderosa con el lector.

En La otra orilla, de Miguel Arteche, además de la sabia utilización que el escritor —apoyado en su experiencia poética— hace de los recursos más audaces, la esencialidad de su novela radica en la profundidad y trascendencia de su mensaje existencial. Partiendo de una situación indudablemente personal —ya que en Sebastián, el personaje central, sin tomar como autobiográficos todos los hechos, hay una evidente proyección del mismo autor, como él poeta, como él habiendo vivido la realidad de la madre patria, y como él angustiado por el devenir del tiempo y el peso de la muerte, a la vez que ansioso de una respuesta que también en su poesía Arteche dará con proyección místico-trascendente— el novelista ha planteado dilemas humanos que cobran singular valor para el hombre en general y el americano en particular.

Es que el héroe de La otra orilla no es, en definitiva, sino el ser situado en el filo mismo de la fractura existencial del hombre de nuestro continente, y para quién el destino se plantea en términos de armonía entre pasado y presente; y en esa posición existencial crítica se debate, sacudido entre las poderosas instancias que lo llevan al pasado —pasado personal, en el amor que se niega a aceptar su muerte, y pasado colectivo, en esa España en que creía poder hallar las raíces perdidas de su ser chileno—, y entre los sacudones que lo incitan a la rebelión —la muerte, un destino que parece ensañarse sobre los inocentes, sobre todo, y sus propios ideales personales —ideales que se traducen no sólo en lo vital, sino y fundamentalmente en lo artístico como expresión básica de su ser—, debate del que saldrá intuyendo, finalmente, la anhelada armonía, que encuentra en un plano espiritual, religioso, pero de directa implicancia en lo real, en cuanto le da una dimensión de futuro.

Con una permanente proyección de su propio mundo de ideas en personajes y situaciones, La otra orilla es un magnífico documento para la comprensión más honda de la misma obra poética de Arteche, cuya evolución puede explicarse paso a paso en las mismas búsquedas existenciales y trascendentes del personaje.

La acción transcurre en gran parte en España, así como en Chile, pero latiendo en todo momento un profundo sentido de chilenidad en sus planteos, ya que desde esa perspectiva de identificación del personaje con el drama existencial de todo chileno entre las fuerzas telúricas e hispánicas, es que alcanza su proyección más significativa.

Todo esto dado con una técnica narrativa audaz pero asombrosamente dominada, con una seguridad expresiva desconcertante; las trasposiciones frecuentes de lugar y tiempo, la no sujección a ataduras retóricas, el manejo seguro de hilos subterráneos que unifican subconcientemente los elementos aparentemente inconexos, dan a la novela una estructura íntima de profunda coherencia, de estricta funcionalidad, de inacabables posibilidades de comunicación. Podríamos enumerar en su texto todos los recursos esenciales que mencionamos en la obra de Manuel Rojas, pero en este caso quizás con menor intencionalidad formal, con mayor sujeción a los intereses humanos contenidos.

Novelas, por tanto, ambas, que abren una nueva etapa de realización dentro de la narrativa chilena, incorporándose a las más actuales tendencias dentro de la literatura continental, y que hacen esperar, sobre todo en el caso de Arteche, por su juventud, resultados aún más trascendentes.


Rosario, 1964



 

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Notas

[1] Los mejores cuentos de su primera época, además de la edición de OBRAS COMPLETAS (Santiago de Chile, Zig-Zig, 1961), están reunidos en el volumen EL HOMBRE DE LA ROSA (Buenos Aíres, Losada. 1963).
[2] Además de ser el primer teórico de las corrientes más avanzadas, con su obra DE LA POESIA A LA REVOLUCIÓN (1938), su novela HIJO DE LADRÓN (Stgo. Zig-Zag, 1951), abrió cauces a la nueva novela chilena, anticipando ideas estéticas de la llamada "generación del 50".
[3] Santiago, ed. Zig-Zag, 1960.
[4] Santiago, ed. Zig-Zag. 1960. 2 edición. 1962.
[5] Santiago, ed. Zig-Zag, 1963.
[6] Santiago, ed. Nascimento, 1953.
[7] Barcelona, ed. Seix-Barral, 1960.
[8] Santiago, ed. Zig-Zag, 1964.
[9] Santiago, editorial del Pacifico, 1964.
[10] Sus obras poéticas principales son: "Solitario, mira hacia la ausencia" (1953); "Otro continente" (1957); "Quince poemas" (1961) y, casi simultáneamente con su novela, "Destierros y tinieblas" (Stgo., Zig-Zag, 1964).
[11] Santiago, Zig-Zag, 1951.
[12] Santiago, Zig-Zag, 1958.


 



 



 

 

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La Nueva Novela Chilena.
A propósito de Manuel Rojas y Miguel Arteche.
Por Eugenio Castelli.
Publicado en revista Crítica 64, Rosario, Argentina. N°9-10, junio de 1964