Basta salir un poco fuera de Chile para comprobar el hermetismo cultural entre nuestros países, ahora ligados por escasas horas de vuelo. Enrique Lafourcade ha expresado en un artículo aparecido hace unos días, que nuestra literatura no se lee porque no es ecuménica, universal. Bien puede ser. Pero contribuiría a esa universalidad que los libros nacionales sobrepasaran nuestras fronteras, porque si el grueso de los autores chilenos, de calidad, es desconocido, nada sacamos con que se traduzca o se divulgue en las grandes capitales a unos pocos, con el riesgo de que sus obras se apolillen en los anaqueles y vidrieras. Ya en Mendoza no se ven libros chilenos, mucho menos en Uruguay o en Brasil. El año pasado le preguntamos a un escritor nacional que, además, labora como diplomático en un país iberoamericano si el hermoso "Autorretrato de Chile” es conocido por nuestras representaciones. Y de su respuesta deducimos que desgraciadamente es sólo conocido en el interior de algunas Embajadas y Consulados, pero no en los países en donde estas representaciones chilenas se acreditan. ¿Qué sacamos con que el "Autorretrato de Chile”, con su bello formato, con sus trabajos originales de tantos escritores y poetas de Chile, que van describiendo y mostrando entrañamente a nuestro país de extremo a extremo, desde el desierto a los vientos y mares australes, esté guardado en los archivos de una Embajada de Chile en el exterior? Si hay allí un escritor frustrado, uno de esos adictos culturales que ni siquiera mantienen el más mínimo intercambio con los autores de su país, podemos tener la seguridad de que el tomo se mantendrá como secreto militar. Y aunque el diplomático sea un escritor auténtico, nada gana el pais si él mismo consulta la obra en el silencio inaccesible de una biblioteca.
Hace unas semanas, en Montevideo, el escritor chileno Julio Moncada, quien está a cargo de una página literaria en esa capital, nos decía que los uruguayos han descubierto recientemente a Manuel Rojas, por su obra “Hijo de Ladrón”, y que los juicios que formulan acerca de él son encomiásticos hasta la exageración, a lo menos hasta lo que resulta hiperbólico para nosotros. La lentitud o la ausencia de intercambio produce esa falta de universalismo en nuestra literatura. No sobra decir que los lectores uruguayos, como los argentinos y los brasileños prefieren leer o están más al día en autores franceses y norteamericanos, acaso porque nuestros países se parecen demasiado, porque nuestros problemas editoriales son algo comunes. Y a veces bastante peores. Por ejemplo, un buen escritor uruguayo no tiene posibilidades de editar su obra si no lo hace a cuenta de su propio peculio o bien si no logra un préstamo del Estado, a fin de convertir su manuscrito en un tomo impreso. Algo que no sucede a todos los escritores de Chile.
Y ya que hemos dado con el tema de Manuel Rojas, seguiremos con él. Hemos leído, una vez más, sus "Lanchas en la Bahía”. Aquí no hay la morosidad ni la destreza literaria de "Hijo de Ladrón" o de "Mejor que el Vino”, pero hay un viajero todavía más sensible o inexperto que nos dice todo cuanto capta su aguda sensibilidad, y lo que es mejor, lo dice dentro de un esquema espontáneo, natural, casi instintivo que configura por sí mismo el relato. Se trata de un mozo tímido, miserable, que grotescamente armado trata de impedir el contrabando, en las frías y largas noches de la bahía. O bien, de un hombre que busca el esquivo y añorado regazo materno en cualquiera prostituta que se planta en su camino. Pero sigamos el sugerente soliloquio del protagonista de "Lanchas en la Bahía":
"Mientras charlaba recordé que aquella mujer era semejante en condición a la que momentos antes viera en la calle. Junto con recordar esto, me sorprendió descubrir entre aquellas mujeres y esta mujer, una diferencia muy grande: aquéllas me intimidaban; ésta, no. ¿Por qué? ¿Sería por su actitud y conducta, distintas a las de otras? ¿Sería que se presentaba ante mí no como lo que era, sino como lo que quería ser? Esta posibilidad me confundió. ¿Qué quería ser y qué podría llegar a ser? Una especie de calor muy suave o frío muy fino empezó a brotar de mi piel. Muchas veces había visto mujeres que me gustaron y que llegué a desear, aunque sin saber para qué las deseaba; pero eran mujeres que era necesario abordar, hablar, enamorar, acciones de las que había sido incapaz hasta entonces y que me parecían superiores a mis fuerzas, pues mi timidez se alzaba muy alto entre ellas y yo. Y he aquí que ahora, sin que yo hubiese hecho nada por ello, una mujer que empezaba a gustarme, que me gustaba ya, como me gustaron aquellas que no abordé, hablé ni enamoré, aparecía a mi lado. Esta era una prostituta, pero en ese momento no discernía muy bien la diferencia que existe entre una mujer honrada y otra que no lo es. Criado en un ambiente familiar duro, casi cruel, del cual salí violentamente, expulsado por una presión que mi crecimiento espiritual no pudo resistir, sin haber tenido más intimidad femenina que la de mi hermana y la de mi madre, sin puntos de contacto exteriores que me proporcionaran medios de comparación, la palabra prostituta, hasta aquella noche no había tenido para mí, sino una significación abstracta. La primera significación concreta me la habían dado las mujeres que gritaban como comerciantes callejeros en las puertas de los burdeles de la Subida Clave. Aquellas lo eran. Y ésta también lo era, pero, a pesar de serlo, no la sentía como tal... ¿Y por qué la iba a sentir como tal si sus ademanes, su actitud, sus gestos, sus palabras, no me causaban la impresión que me habían causado las otras? Lo era de una manera general, pero no de una manera particular, porque...”
Hemos citado un trozo sintomático, una lucubración a ratos verbalista, un hilo en el laberinto que lleva dentro de sí todo hombre, más complicado todavía si ese hombre es un ser sensible, o sea, un escritor. La soledad íntima que en los cuentos y relatos de Manuel Rojas se refugia en un acento, en un contraste, en cierta sobriedad ética que parece mantenerse nada más que para hacer más crudo el sensualismo que alienta ambientes y demás personajes y que en “Hijo de Ladrón” y “Mejor que el Vino”, alcanza hasta la virtud literaria, aquí está simple y directa, sin rubor de mostrarse. ¿Qué faltaría a Manuel Rojas para ser un escritor ecuménico? Acaso sobrepasar una órbita de emociones vírgenes y alcanzar una formulación racional más bien de plan literario que de pormenor, nítida en algunos grandes autores. ¿Recuerda el lector, "Un corazón sencillo" de Gustavo Flaubert, sin más suceso que una muchacha enamorada de un loro? Manuel Rojas es simplemente un escritor emocional, de lenguaje más intuitivo que elaborado. Y en ese aspecto también hay planos y zonas que diferencian a los escritores y poetas. Porque es indudable que la falta de finura y riqueza emocional solo puede reemplazarse por una inteligencia muy fina y aguda, una balanza de precisión que mida hasta las briznas, con riesgo de caer desde ella a la tosquedad, a los juicios enfáticos. Pero la riqueza emocional de un Lope de Vega o de un Honorato de Balzac, no son frecuentes. Si Thomas Carlyle, por ejemplo, el autor de la "Historia de la Revolución Francesa", hubiera tenido una riqueza emocional análoga a su fulgurante inteligencia, habría sido un genio y sólo casi lo fue.
Manuel Rojas es un novelista de sentimientos, un subjetivizador de la realidad, pues contagia todo su mundo creado con su "yo", con su antigua experiencia cruel, con su miseria que no olvida, con su soledad interna que ninguna mujer —no sabe de otro lenitivo— logra mitigar.
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[ A propósito de las novelas de Manuel Rojas ]
Por Luis Merino Reyes
Publicado en La Nación, 3 de abril de 1960