Proyecto Patrimonio - 2023 | index |
Manuel Rojas | Autores |



 





La literatura y el hombre

Homenaje a Horacio Quiroga

Por Manuel Rojas
Publicado en revista SECH, N°4, marzo de 1937


.. .. .. .. ..

El hallazgo de un escritor en cuya obra se vea, más que a otros seres, al escritor mismo, es para mí uno de los mayores placeres que la literatura puede proporcionarme. Creo que la conjunción de una aspiración literaria con un temperamento ricamente expresivo, produce las grandes obras, no tal vez las más clásicas, pero sí las más humanas. Debo confesar que he perdido la esperanza de terminar de leer algún día El Quijote y que no he pensado jamás en leer La Divina Comedia; pero leo todos los años Los endemoniados, y no puedo, en ningún momento, por atareado que esté, abrir Canguro, en ninguna de sus páginas, sin sentirme violentamente arrastrado a seguir hasta el final: el hombre me llama y lo veo ahí, oigo el latir de su pulso, el fluir de su pensamiento; lo veo debatirse en lucha consigo mismo y con los demás, está libre, sin etiquetas, sin smoking, y sin partido político, entregado a las obscuras fuerzas que surgen de él.

Y sin embargo, no es lo autobiográfico lo que me atrae. Lo que me atrae es la riqueza de expresión, lo íntimo de ésta, la multiplicidad de personalidades y de caracteres que en el autor coexisten, la variedad infinita de matices que contiene su espíritu. Sus contradicciones y sus angustias son las mías y las de todos los hombres parados en la línea del hombre.

La capacidad de manifestar todo esto literariamente constituye, a mi juicio, el genio literario.

En otros escritores encuentra uno otra cosa: ve el trabajo metódico, los apuntes, las notas, los datos recogidos por sí mismo o por los amigos, ve la lenta estructuración de la novela, la medida, el tino, el ingenio. Sí, es interesante, se ve trabajar al hombre, se le siente trabajar afanosamente. Pero, rara vez o nunca, se ve o se siente al hombre mismo. Sus personajes son sus personajes; no es él. Estos últimos escritores escriben generalmente memorias; los anteriores, no. ¿Qué pudo decir Dostoyevsky en sus memorias? Para mi, nada nuevo. El estaba en su obra y su obra era él. En ella estaban todas las fuerzas de su espíritu, todas las terribles fuerzas de su espíritu y seguramente todas las tremendas fuerzas del espíritu de su raza. Igual cosa sucede con Lawrence. ¿Habría podido decir Lawrence, en unas posibles memorias, algo de sí mismo que no esté en Canguro? Absolutamente nada.

Horacio Quiroga tuvo, en alto grado, esta virtud de que hablo. No era un escritor pulcro, atildado, brillante; tampoco lo habría querido ser y seguro estoy de que despreciaba esas cualidades, tan alabadas por los profesores y que muchas veces no sirven sino para disimular la falta de otras más profundas. Era un escritor de fuerza espiritual grande y de segura expresión. Narrativo por excelencia, absorbía lo que veía y lo que sentía, lo vivido y lo pensado y en sus libros se le ve trabajar de cerca y se le siente respirar, moverse. Su sér se expresa en sus obras, y había entre su vida, su espíritu y sus producciones, una estrecha relación. Para conocer a Quiroga personalmente, no hay más que leer su obra. Ahí se le encontrará, con sus ojos claros y su barba negra, andando por la selva.

Dicen que tenía manos muy expresivas, huesudas, manos de carpintero que ha «abusado de las herramientas», como él mismo decía. Seguramente sus uñas no siempre estaban muy pulcras. (Cuando lo invitaban a mesas de etiqueta, sus manos, sobre el mantel albísimo, aparecían más huesudas y expresivas que nunca, y sus uñas — pues amaba asustar a los tímidos elegantes —, impregnadas de los ácidos que en sus ratos de naturalista usaba, se veían más negras que otras veces.). Su obra de escritor es así, como sus manos, expresiva, enjuta, a veces con las uñas roídas; pero esto último, que refiero especialmente a su indiferencia por la pulcritud y a su preferencia por la expresividad, da a su obra, al revés de lo que se podría esperar, mayor calidad humana, pues se ve ahí al hombre que sólo está preocupado en verterse, sin cuidarse de detalles ajenos a su espíritu.

Pocos escritores hay en América del Sur que hayan llegado más allá que Quiroga en el sentido de que hablo. En él domina el sentimiento del hombre y de la naturaleza y no hay entre él y la selva, entre él y el río, entre él y los animales, entre él y el hombre, más distancia que la que existe entre el árbol y el hombre, entre el hombre y el agua, entre la bestia y el ser consciente, entre un individuo y otro individuo, es decir, sólo la distancia natural. Cuando busca, para matarla, a una serpiente yarará, es nada más que un hombre que busca, para matarla, a una serpiente. No es un poeta, ni un filósofo, ni un profesor, ni un escritor:

«La viborita, sin embargo, era lo que me preocupaba, pues mis chicos cruzaban a menudo el sendero.

Después de almorzar fui a buscarla. Su guarida —digamos — consistía en una hondonada cercada de piedra, y cuyo espartillo diluviano llegaba hasta la cintura. Jamás había sido quemado.

Si era fácil hallarla buscándola bien, más fácil era pisarla. Y colmillos de dos centímetros de largo no halagan, aún con stromboot.

Como calor y viento norte, la siesta no podía ofrecer más. Llegué al lugar, y apartando las matas de espartillo una por una con el machete, comencé a buscar a la bestia. Lo que se ve en el fondo, entre mata y mata de espartillo, es un pedacito de tierra sombría y seca. Nada más. Otro paso, otra inspección con el machete y otro pedacito de tierra durísima. Así poco a poco.

Pero la situación nerviosa, cuando se está seguro de que de un momento a otro se va a hallar al animal, no es desdeñable. Cada paso me acercaba más a ese instante, porque no tenía duda alguna de que el animal vivía allí; y con ese sol no había yarará capaz de salir a lucirse.

De repente, al apartar el espartillo, y sobre las puntas de las botas, la ví. Sobre un fondo obscuro del tamaño de un plato, la vi pasar rozándome.

Ahora bien: no hay cosa más larga, más eternamente larga en la vida, que una víbora de un metro ochenta que va pasando por pedazos, diremos, pues yo no veía sino lo que me permitía el claro abierto con el machete.

Pero como placer, muy, grande. Era una yararacusú —el más robusto ejemplar que yo haya visto, e incontestablemente la más hermosa de las yararás, que son a su vez las más bellas entre las víboras, a excepción de las de coral. Sobre su cuerpo, bien negro, pero un negro de terciopelo, se cruzan en ancho losanje bandas de color oro. Negro y oro; ya se ve. Además, la más venenosa de todas las yararás.

La mía pasó, pasó y pasó. Cuando se detuvo, se veía aun el extremo de la cola. Volví la vista en la probable dirección de su cabeza, y la vi a mi costado, alta y mirándome fijo. Había hecho una curva, y estaba inmóvil, observando mi actitud.

Cierto es, la víbora no tenía deseos de combate, como jamás los tienen con el hombre. Pero yo los tenía, y muy fuertes. De modo que dejé caer el machete para dislocarle solamente el espinazo, a efectos de la conservación del ejemplar.

El machetazo fue de plano y nada leve: como si nada hubiera pasado. El animal se tendió violentamente en una especie de espantada que la alejó medio metro, y quedó otra vez inmóvil a la expectativa, aunque esta vez con la cabeza más alta. Mirándome cuanto es posible figurarse.

En campo limpio, ese duelo, un si es no es psicológico, me hubiera entretenido un momento más; pero hundido en aquella maleza, no. En consecuencia, descargué por segunda vez el machete, esta vez de filo, para alcanzar las vértebras del cuello. Con la rapidez del rayo, la yararacusú se enroscó sobre la cabeza, ascendió en tirabuzón con relámpagos nacarados de su vientre, y tornó a caer, distendiéndose lentamente, muerta.» (Horacio Quiroga: El desierto (Un peón), Babel, Buenos Aires).


En este trozo de Un peón, uno de los más hermosos cuentos de Quiroga, se ve la mano huesuda y expresiva y se ve también que con un pequeño esfuerzo, con un levísimo esfuerzo de la muñeca, su obra se habría salvado de algunos reproches, no fundamentales, pero reproches al fin. Hay frases duras, frases que se dan vuelta, impacientes por colocarse bien, fluidamente. Pero, o no tenía tiempo, o no le importaba, o eso estaba fuera de él. Sea como fuese, lo cierto es que esos pequeños defectos no amenguan en nada el valor de su obra. Sólo se ven cuando el lector, por curiosidad o por casualidad, separa del cuento un trozo y se da a estudiarlo o a leerlo con atención. Pero, a pesar de los posibles pequeños defectos, el trozo conserva su vigor, y la frase, aun mal construida, expresa lo que el autor quería que expresara. Eso era para él lo esencial y lo es también para nosotros. Además, parece que Horacio Quiroga tenía cierta debilidad en ese sentido: le gustaba colocar, de vez en cuando, dentro de un relato, frases que sonaran mal o que no se estuvieran quietas dentro del párrafo. Tal vez, como en el caso de las uñas sobre el mantel, le gustaba mostrarlas sobre las páginas.

Lo descriptivo no era el fuerte ni la afición de Horacio Quiroga. La descripción es, en sus relatos, en sus novelas, más que otra cosa, una necesidad impuesta. Tampoco eran su debilidad el hombre o la naturaleza. Parece no conceder a ninguno de esos elementos más importancia que la que realmente tienen. Hay escritores que dan al paisaje, al hombre, al animal, importancia literaria y los describen minuciosamente, rasgo por rasgo, línea por línea, haciendo gala de ello; proceden de dentro a afuera. Quiroga, al revés, procedía de fuera a adentro. Olvidaba lo que no tenía para él algo esencial: un gesto, un color, un movimiento, una línea. Veía algo y lo fijaba tal como lo veía, sin entregarse a ese proceso de rumia que transfigura los elementos hasta el extremo —en ocasiones— de hacerlos irreconocibles. El hombre se presenta tal cual es y tal cual viene:


«Una tarde, en Misiones, acababa de almorzar cuando sonó el cencerro del portoncito. Salí afuera y vi detenido a un hombre joven, con el sombrero en una mano y una valija en la otra.

Había cuarenta grados fácilmente, que sobre la cabeza crespa de mi hombre obraban como sesenta. No parecía él, sin embargo, inquietarse en lo más mínimo. Lo hice pasar, y el hombre avanzó sonriendo y mirando con curiosidad la copa de mis mandarinos de cinco metros de diámetro que, dicho sea de paso, son el orgullo de la región —y el mío.

Le pregunté qué quería, y me respondió que buscaba trabajo. Entonces lo miré con más atención. Para peón, estaba absurdamente vestido. La valija, desde luego de suela y con lujo de correas. Después su traje, de cordero y marrón sin una mancha. Por fin, las botas y no botas de obraje, sino artículo de primera categoría. Y sobre todo esto, el aire elegante, sonriente y seguro de mi hombre. ¿Peón él?...

—Para todo trabajo —me respondió alegre—. Me sé tirar de hacha y de azada... Tengo trabalhado antes de ahora no Foz-do-Iguassú; e fize una plantación de papas.» (H. Quiroga, ibídem.)


Ni una palabra sobre los ojos, los labios, los dientes o las mejillas del muchacho brasilero. Y si habla de la cabeza crespa del peón es porque el sol lo obliga a ello. Detrás del hombre está el paisaje, el río:


«Y volviéndose al Paraná, que corría dormido en el fondo del valle, agrega contento:

—¡Oh, Paraná do diavo!... Si al patrón te gusta pescar, yo te voy a acompañar a usted... Me tengo divertido grande no Foz con os mangrullús.» (H. Quiroga, ibídem.)


Después de esto, ni una palabra más sobre el aspecto exterior del hombre, a quien los hechos se encargan de estructurar y completar. Igual cosa sucede con el paisaje; sólo aparece en el cuento cuando es imposible eludirlo. Y esto, no significa, de ningún modo, que las facultades literarias de Horacio Quiroga tuvieran límites por ese costado. No. Pero es que en él primaba el narrador y dentro del narrador —como decía el pintor Juan Francisco González en sus clases de dibujo— el hombre que olvida las grandes presas y se va de cabeza al detalle, al detalle necesario, no al superfluo.

¿Deberá esperar la obra de Horacio Quiroga, muchos años, al escritor que fije, en un estudio digno y concienzudo, las características que lo hicieron sobresalir sobre las cansadas u orgullosas cabezas de los escritores de nuestra América? Mucho lo tememos. Por nuestra parte, a pesar de la admiración y del aprecio literario y personal que sentimos por él, debemos reconocer que carecemos de muchas de las condiciones que se necesitan para intentar una obra como la que Quiroga merece. En primer lugar, y sobre todo, el conocimiento personal del autor, que en este caso parece indispensable por la relación tan íntima que hay no sólo entre su espíritu y su obra, sino también entre su vida y su obra. Se puede afirmar que la vida hizo la obra de Horacio Quiroga y que él sólo puso en ella su espíritu, animándola, dándole ese soplo ardiente y áspero, tierno y profundo —en el sentido humano— que sale de ella. Nadie más indicado para escribir esa obra que Enrique Espinoza, que fue su amigo y su discípulo y que lo vió y lo sintió vivir, en Buenos Aires y en Misiones, en sus mejores y más fecundos años. Nos parece que Espinoza tiene una deuda con Quiroga y esperamos que algún día, libertándose de su actual angustia política, se decida a pagarla con creces. Es una deuda entre camaradas.

En esta breve glosa sólo hemos querido fijar, tal vez con demasiada superficialidad, algunos de los rasgos de Quiroga, quizá no los más esenciales y valiosos. Hay mucho que decir de él, de su estilo principalmente que —recurriendo a una imagen— se nos ocurre una de esas herramientas que los trabajadores solitarios de las montañas o de la selva, mineros o carboneros, imposibilitados de adquirir nuevas; hacen por sus propias manos y que, careciendo del tipo standard, ostentan, en cambio, al mismo tiempo que la noble dureza del material con que fueron construidas, la gracia personal y espiritual del que las hizo. En seguida, de su facilidad para irse al corazón de los acontecimientos y de las sensaciones; de su dramático y casi. trágico sentido de la vida, tal vez agudizado por la pérdida de su primera esposa; y, en fin, de su capacidad para olvidar todo eso y de sacar, como de entre la barba, aquellos deliciosos cuentos para niños.

Horacio Quiroga, cuentista completo, tontamente adscrito por alguien a la figura de Kipling, como si no valiera por sí mismo lo suficiente como para no necesitar sombras protectoras a su lado y como si, además de sus cuentos de animales, no hubiera hecho otros, sino más pintorescos, mucho más profundos y logrados que algunos del autor de Kim, es una figura literaria y humana que el tiempo no hará sino perfilar mejor.


 

 

  . . .



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2023
A Página Principal
| A Archivo Manuel Rojas | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
La literatura y el hombre
Homenaje a Horacio Quiroga
Por Manuel Rojas
Publicado en revista SECH, N°4, marzo de 1937