En el primer aniversario del desaparecimiento de Manuel Rojas.
Murió el 11 de marzo de 1973 hacia la madrugada.
Creo que la primera vez que vi físicamente a Manuel Rojas fue a principios de 1933, la fecha es importante para mí por dos motivos —él sería el tercero, quizás el primero—, ya que acababa de ingresar a la Universidad y de escribir mis primeros cuentos (de escribir y no de publicar, la publicación que inauguraría mi condena perpetua, estaba remitida para la Navidad de ese mismo año, pero yo aún no lo sabía). Manuel era por aquel entonces jefe de las prensas de la Universidad de Chile y al salir o entrar al edificio, al permanecer en recreo, fumando, charlando, aburriéndome, lo divisaba a menudo en los pasadizos o en las oficinas. Ello me inquietaba y me angustiaba, pues me llevaba una enorme distancia, era el sacerdote, el dios inalcanzable para el nuevo beato de la religión de la literatura en que yo, con mucha timidez, con enormes dudas y con desorbitada petulancia me estaba convirtiendo. Y lo que era más terrible, y también más injusto, era que él no lo sabía y a mí me dolía demasiado.
Quiero decir, y no sé si lo he logrado, que mis sueños de escritor —pues de ninguna manera el fanfarrón se creía un incipiente postulante— giraban alrededor de la obra de aquel gigante que ahora en esos revueltos días de marzo se había puesto, por obra de las circunstancias administrativo-educacionales, al alcance de mi vista y por supuesto de mi enfermiza envidia.
Andando los años, con los relativos éxitos, las irremitibles frustraciones y los jamás inmóviles arrepentimientos, caídas y fracasos, a menudo los inquisidores, geógrafos y arqueólogos de la literatura me han preguntado acerca de los síntomas de mi antigua enfermedad: lugar y circunstancia de nacimiento, primeros dolores, sueños, recuerdos, primeras lecturas, etc., y a todo ello he podido contestar con alguna lucidez, pero lo que ahora he contado, ese encuentro material y físico con el escritor motivo de mi admiración y mi susodicha envidia, jamás lo había recordado. Tal vez alguna vez, cuando por obra de la justicia que el atrabiliariamente manejaba tuve la oportunidad de acercarme a su amistad, se lo conté, le conté que fue más bien sorpresa que constatación el descubrir, hacia el año 33, que él efectivamente existía, que tenía un impresionante cuerpo de gigante, apenas impregnado por el movimiento y las palabras, que usaba zapatos perfectamente nuevos, todavía estivales, nada de sufridos, tan distintos a aquellos envejecidos, dramáticos y criminales zapatos, que han conocido el hambre, la cárcel, la soledad y que en su obra, al leerla detenidamente, son tan personajes como los protagonistas que los llevan puestos. Sí, yo entonces ya existía, me dijo Manuel, apenas insinuando una sonrisa, aunque muchos críticos y no pocos escritores por entonces deseaban que no existiera.
La vida no le había sido fácil, se diría que si no hubiera sufrido todo lo que sufrió, jamás habría escrito. Era más bien un soñador que un hombre de acción a pesar de los innumerables oficios y suboficios que tuvo que desempeñar a través de su difícil juventud. Alguien que lo conoció bien, José Santos González Vera —un hermano no un amigo, decía él— cuenta sus primeros años:
"la familia abrió un negocio de menestra. Su padre, Manuel Rojas Córdoba, era alegre y ocurrente, tanto que su mujer, al recordarlo, decía: 'estar con él, era estar con una guitarra. Un tiempo después cayó enfermo de muerte'.
"Alrededor de 1903, doña Dorotea Sepúlveda, señora delgada y alta, de ojos reidores cuando estaba contenta, de quién Manuel Rojas heredó la estatura y los rasgos más firmes de su carácter, atravesó, ataviada de negro, la cordillera para avecindarse en una casita del barrio Boedo, en Buenos Aires.
Delante de aquélla cruzando la calle, había un alfalfar. "¿Cuántas luciérnagas, tomadas allí, me restregué por la frente, cuántas en los dedos?" Al tornar a su casa el tierno muchachito ostentaba "manchas de luz hasta en los zapatos".
Es una suerte que Manuel Rojas, al rememorar de viva voz sus recuerdos, haya dado algunos datos de su desparramada biografía. En general era callado, terco, daba la sensación de enemistad esencial, de misantropía sin vuelta cuando, por exceso de sufrimiento y de sinsabores absorbidos, era conscientemente tímido, temeroso de un nuevo conocimiento, es decir de un nuevo sufrimiento. De manera, pues, que mi primera visión del escritor tan admirado y temido no era equivocada sino a medias. Mucha gente le tenía recelos cuando no envidia y él recelaba también, pero no era en absoluto envidioso; fue precisamente su generosidad abismal la que, en circunstancias para mí dramáticas, nos hizo acercarnos, pero faltaban muchos años todavía para ese acercamiento. Yo era un pobre estudiante y él un escritor pobre, pero esto yo tampoco lo sabía, al toparme con él en los pasillos de la Universidad, en la Secretaría de la Rectoría lo miraba desde muy abajo hacia muy arriba exactamente como ya lo he dicho, como el oscuro feligrés busca al santo de su devoción o al dios de su religión allá en las alturas del éxito, allá en la eternidad del firmamento.
Sí, había sido muy pobre. Parece ser que los mejores escritores chilenos han vivido pésimamente, en casas de pensión de última categoría, en los cuartos infectos de una infecta cocinería o de, una ruina, así Carlos Pezoa Veliz, así González Vera, así Nicomedes Guzmán, así Manuel Rojas.
"Yo vivo en un conventillo. Es un conventillo que no tiene de extraordinario más que un gran árbol que hay en el fondo de su patio, un árbol corpulento, de tupido y apretado ramaje, en el que se albergan todos los chincóles, diucas y gorriones del barrio; este árbol es para los pájaros una especie de conventillo: es un conventillo dentro de otro, ignoro si la vida que se desarrolla en ese conventillo de ramas y hojas tiene algún parecido con la que se vive en el mío. Bien pudiera ser. He leído que algunos sabios han encontrado analogías entre la vida de ciertas aves y animales y la de los seres humanos. Si los sabios lo dicen, debe ser verdad. Yo, como soy peluquero, no entiendo esas cosas",
dice el protagonista de uno de sus cuentos y lo mismo podría decir, y de hecho lo ha dicho, un protagonista de González Vera.
Por mi parte, y a raíz de la muerte violenta de un escritor chileno escribí alguna vez que la súbita política habitacional de los gobiernos ligeramente progresistas tendría una consecuencia no prevista en los ambiciosos planos: la extinción de la exigua pero robusta —robustez que era ciertamente un misterio gozoso— literatura nacional. Efectivamente, La viuda del conventillo, La sangre y la esperanza, Vidas mínimas, Hijo de ladrón, no existen como piedras miliares de nuestro acervo espiritual, sino porque sus autores por lo menos en su juventud apenas existieron. Derruir los conventillos, erradicar los vetustos barrios de extramuros, urbanizar la pobreza y la miseria no podía ser una política con visión de futuro porque jamás se vio en literatura alguna del mundo que el talento creador tuviese su cuna en cuna de oro; por el contrario, si se deseaba que Chile tuviera geniales novelistas, fabulosos cuentistas, inmensos poetas había que lograr, aún a viva fuerza que vivieran cada vez con más dificultades y, de ser posible, que no vivieran. Terminar con el conventillo era terminar con la literatura chilena, y en consecuencia, proponía que en los futuros proyectos de ampliación de vías, de supresión de barrios infectos, de instalación de alcantarillado y de luz eléctrica se considerara sine qua non el parecer altamente especializado de la sociedad de escritores, con un codicilo anexo en que constaran concreta y sucintamente las biografías de los escritores chilenos que vivieron en conventillos, que murieron en la miseria, suicidados o en pieza de hospital, prácticamente de hambre y no de hambre metafísica.
La necesidad, la necesidad física o material lo persiguió desde la infancia y andando el tiempo lo impulsaría, sin saber cómo, pero con pertinaz seguridad, a dejar constancia de su azarosa existencia, con toda la resonancia y la profundidad que aparecen primero en sus versos juveniles y después en su gran tetralogía novelesca.
"Por esos días termina mi infancia, no por exigencias de la edad sino por imposición de la vida. Mi madre dijo que tal vez era necesario que yo empezara a trabajar; sus asuntos no andaban bien y se sentía cansada. Ya no podría estudiar más. No me asustaba trabajar, pero ¿de qué? ¿Otra vez de mensajero? Podría aprender un oficio. Puede el que cree que puede. Entré a una carpintería, y durante una semana, con dedicación ejemplar, estuve cortando tablas con una enorme sierra. A la siguiente semana, experto ya en el manejo de la sierra, fui despedido: no apagué a tiempo la flama que calentaba un tarro de cola. ¿Cuánto valía esa cola quemada? sin duda más que yo y más que mi necesidad de aprender un oficio y poder comer. Puede el que cree que puede. Busqué Otra ocupación".
Comenzaba recién su vida y esas palabras simples y conmovedoras, "busqué otra ocupación" las estaría repitiendo para sí durante más de 30 años, tal vez 40. Cuando lo divisé aquella mañana que recuerdo al comienzo en la Universidad, haría 20 años, por lo menos, que se repetía lo mismo y es por eso que él pudo con más derecho que nadie decir que lo que escribía no lo inventaba pues no hacía más que recordar. Todas sus páginas, o casi todas, no son más que la transcripción de sus recuerdos, la constancia de lo vivido por él y de lo que había visto vivir. Es curioso encontrar en sus temas uno que no le pertenezca totalmente, que esté libre e independiente de su propia persona, de lo que padeció su cuerpo, de lo que anheló su alma, de ese material de arrastre que nutre su literatura. Alguna vez le pregunté, al contarme él que andaba buscando tema para algunos cuentos, que para qué los buscaba cuando con lo vivido y padecido tenía, a mi modo de ver, para él bastante, para otro que no fuera él demasiado. Me explicó que tal vez necesitaba descansar, olvidarse un poco de sus personajes, lo que era olvidarse de si mismo, que por ejemplo Aniceto lo tenía no tanto aburrido como hipotecado, siempre buscándole la cara, picaneándolo para que escribiera de él. Temas que no le pertenecen como El león y el hombre (historia tan antigua que ya aparece grabada en una tablilla del antiguo Egipto) están, naturalmente inficionados o humedecidos por una idea fija, que el mundo es injusto y que está desequilibrado. La soledad del hombre, la soledad irreversible del hombre fatalizado por la naturaleza o por otros hombres vuelve una y otra vez sobre sus temas. Es el leitmotiv de su inspiración y de sus alegatos. Hay un destino ciertamente malvado al que no podemos escapar, por lo menos no por ahora; sus personajes van siempre huyendo, saliendo de la injusticia o ingresando a ella, padecen sin descanso persecuciones, enfermedades, hambre, cárcel y mientras padecen piensan "cuando pasen los nublados contaremos las estrellas", pero ese pensamiento no tiene asidero en la realidad de su carne golpeada una y otra vez, piensan así sólo para darse inútilmente ánimos porque perfectamente saben que todo está brutalmente contabilizado por la superior burocracia del destino en la cual aparecen fichados y retratados, en su movimiento único,
"el ladrón, el criminal, el artista, el adúltero, el especulador, el tahúr que juega poker en la carpeta, todos, pensando, componiendo, elaborando, combinando, todo cuesta, exige esfuerzo".
Su literatura, nacida sin esfuerzo de la misma entraña de su experiencia no tiene seguramente por eso mismo, nada de frívolo, de falso o de pasajero, Manuel Rojas no se hizo escritor, la vida lo hizo y es ésta seguramente la única labor social del sufrimiento. Un mundo sin necesidades, sin injusticias, sin sufrimientos, no daría lugar probablemente al nacimiento de este extraño ser, un poco enfermo y un poco extraterrestre que es el artista, de manera que es un misterio todavía no muy clasificado y con toda seguridad nada de clarificado el de un Máximo Gorki, un Miguel Hernández, un Manuel Rojas nacidos tan lejos de las casas del arte y de la Universidad, cuyos primeros maestros, con seguridad los únicos, fueron nada más, por suerte para ellos y para sus pueblos, la necesidad primero física y después metafísica, eso que llaman soledad. A través de su oscura y radiante vida no había tenido al alcance de su mano, de su boca, de sus ojos, muchos enseres, utensilios, herramientas, subterfugios o secretos que le facilitaran el modo de salir algún día del subsuelo de la existencia, pero él no sabía, y fue sintomático que no lo supiera que se estaba transformando, él y sus sueños, él y sus padecimientos en un mineral precioso que algún día, todavía lejano para su juventud, serviría de alimento, de abrigo y de esperanza a su propio pueblo.
"No habría podido decir qué quería, sólo vivir, tener qué comer, dónde dormir, alguna ropa limpia, un trabajo. Era muy joven aún, tanto como cualquiera de los jóvenes que vivían en esa ciudad, y no sabía como muchos de esos jóvenes, qué quería, por lo menos qué quería para él. Algunos hombres, Echeverría entre ellos y otros antes, en la Argentina, le habían comunicado algunas palabras: la libertad, el hombre, la mujer, el niño, el trabajo, la igualdad, la ayuda mutua, el amor, la ciencia, pero conocía otras también, no dichas por nadie sino experimentadas: hambre, enfermedad, sufrimiento, cárcel, soledad. Su mente oscilaba entre el ensueño y lo real y se sentía vivir en un mundo que iba desde el piojo y la sarna hasta el resplandor de las estrellas, dándose cuenta de que estaba más cerca del ensueño que de lo real, perseguido por el piojo e ignorado por el resplandor. Observaba todo, las cosas y los hombres, pero no veía nada claro y quizá nunca vería nada claro".
Se trata como se ve de una literatura muy lejos del motivo puro, por eso precisamente, porque nace de una vida contaminada, sin aire, sin atmósfera, sin camino, sin puerta de salida. El sufrimiento es la soledad más total, la injusticia, especialmente la experimentada desde muy niño, como es el caso de éste gran prosista, el más grande de este siglo en Chile, es la mejor celda de encierro para una inacabable meditación acerca del hombre y su destino. Ya escriba poesía, cuento, novela o ensayo, Manuel Rojas está siempre polemizando consigo mismo, con el amigo, con el enemigo, enfrentado a esa terrible y constante amenaza que él adivina y huele en la inmensidad de la naturaleza o en la insondable maldad humana. No hay frivolidad en lo que escribe porque no ha habido frivolidad en su vida y, ya se sabe, no hay sufrimiento frivolo. No hay ni puede haber escritor puro en un mundo impuro y desolado que no da tiempo ni espacio para una ternura restringida, guardada, encastillada dentro de la literatura, dentro del corazón de una literatura conformista y muelle, una ternura que se alimenta sola y se devora a sí misma, sin salir afuera, sin repartirse, sin contaminarse con la ternura de afuera, sobre todo con la falta de ternura de todos los que están afuera, afuera del amor, de la felicidad, de la justicia, de la esperanza. Es decir una ternura totalmente distinta a la que nutre la dramática poesía y los personajes conmovedores de Manuel Rojas.
Cuando yo era niño, más exactamente cuando era adolescente creía antes en la literatura que en la vida, probablemente porque no había vivido o porque, y es otra certera posibilidad, no sabía que vivía. Pero desde entonces el mundo, el mundo exterior a mí mismo, o a mi tierra caminaba y se desangraba y me estaba todo el tiempo enseñando, sin que yo aprendiera, que había que creer primero en la vida y después en la literatura. El encuentro con la obra de Manuel Rojas me enseñó, como he querido dejar constancia al comienzo, que ser escritor es otra forma de ser hombre y en el día de hoy, en el mundo de hoy, tan cruzado por compromisos y consignas, por traiciones y desesperanzas, la literatura no es ni puede ser un refugio, un descanso, sino por lo menos una herramienta, una profesión total que incorpora de una vez indisolublemente al cuerpo y al espíritu. En este sentido la literatura de Manuel Rojas es, junto con la de Baldomero Lillo, la expresión más cabal, en nuestro medio, de una función social. Rebelde por naturaleza y por destino, rebelde por exceso de sensibilidad, no tuvo otro norte, otro destino, otra profesión que la absoluta solidaridad con el miserable, con el oprimido, con aquel cliente eterno del evangelio que sufre hambre y sed de justicia. De ahí que toda su obra sea, además de su propia biografía, también la biografía de nuestra pobre y desventurada patria. Abandonados por la mala suerte o el peor destino sus personajes, como los personajes de Máximo Gorki y de Panait Istrati, son los parias y los metecos de este mundo, los que han sido violentamente marginados de las bondades de la civilización; sin domicilio conocido, sus domicilios impuestos, y obligados son, una y otra vez, ininterrumpidamente, el reformatorio, la cárcel, el hospicio, el manicomio, la morgue. Están en lucha permanente con la fría y despiadada burocracia, ya que, como auténticos parias, y exhombres de profesión, carecen de cédula de identidad, de pasaportes, de certificados que acrediten su calidad de seres humanos, su derecho a ingresar en este mundo. Dice Aniceto Hevia:
"El hombre parece ya no tener carácter humano; es un ente que posee o no un certificado y eso porque algunos individuos, aprovechando la bondad o la indiferencia de la mayoría, se han apoderado de la tierra, del mar, del cielo, de los caminos, del viento y de las aguas y exigen certificado para usar de todo aquello; ¿tiene Ud. un certificado para pasar por allí?, ¿tiene Ud. uno para pasar por acá?, ¿tiene un certificado para respirar, uno para caminar, uno para procrear, uno para comer, uno para mirar? Ah, no señor: Ud. no tiene certificados; atrás, entiérrese por ahí y no camine, no respire, no procree, no mire. El que sigue: tampoco tiene. Están en todas partes y donde menos se espera, en los recodos de las carreteras , en los rincones de los muelles, en los portezuelos de las cordilleras, detrás de las puerta, debajo de las camas, y examinan los certificados, aceptándolos o no, guardándolos o devolviéndolos: no está en regla, le falta la firma, no tiene fecha; aquí debe llevar una estampilla de dos pesos, fiscal, sí, señor".
Hasta el día de su muerte, Manuel Rojas fue perseguido, aunque parezca mentira, por el fantasma tan antiguo y tan exigente de la falta de certificado. Al ingresar a Chile por primera vez, siendo de hecho muy niño tuvo problemas para cruzar la frontera por no exhibir un documento consular o un pasaporte que acreditara que tenía derecho para entrar a la tierra de sus padres. Al morirse, al abandonar esta tierra que tanto le debía —aunque no se notara mayormente desde el punto de vista administrativo oficial u oficioso— lo hizo sin que lograra cobrar o percibir el premio nacional de literatura. Al dictarse esa ley y al modificarse posteriormente con cierta tendenciosa idea de mejoría económica para los escritores agraciados con tan alta distinción, él no se hacía muchas ilusiones al respecto. En noviembre de 1970, dejaba constancia en la prensa de su punto de vista al respecto, ciertamente desagradable para la burocracia de turno:
"El Presidente de la República, don Eduardo Freí, y su ministro de Educación, mi amigo Máximo Pacheco, han querido, antes de marcharse, y como los guerreros partos, disparar una última flecha. Por suerte, una flecha inofensiva: un proyecto de ley que concede a los premios nacionales de arte, literatura, ciencia y periodismo, una pensión vitalicia de 8 sueldos vitales (aproximadamente escudos cinco mil). Aparentemente la flecha es brillante, digna de tales guerreros; por detrás sin embargo, es roñosa; el artículo octavo dice: "De la pensión vitalicia establecida en el artículo anterior, se deducirán las rentas que por concepto de pensiones o remuneraciones imponibles en algún instituto previsional, perciba el agraciado. Ahí está la roña".
La roña estuvo tanto y tanto tiempo que Manuel, por supuesto, partió de este mundo sin lograr percibir la pensión vitalicia que le otorgaba su calidad de premio nacional de literatura. Todo porque, como durante toda su vida, le faltó un certificado, un postrer certificado. En el verano de 1973 lo fui a ver porque un amigo común me anunció súbitamente su enfermedad y la gravedad de ella. Hacía algunos meses que no nos veíamos, pues él había estado ausente del país. Conversamos largamente y de repente me preguntó si yo había cobrado el premio. Le contesté que la solicitud estaba en trámite. ¿Solicitud, balbuceó, hay que solicitarlo? Por supuesto, Manuel, hay que presentar una solicitud con papel sellado, acompañar los certificados correspondientes, de nacimiento, de estar premiado, de rentas a descontar, acuérdese de Aniceto, Manuel. El, naturalmente, tenía problemas más complicados: había que autentificar su nacimiento ocurrido en la República Argentina, etc. Le ofrecí solicitar la documentación correspondiente a sus rentas como jubilado y me lo agradeció sin muchas esperanzas, él no sabía que estaba gravemente enfermo, pero se veía ya muy lejano. Días después concurrí a verlo y le llevé el certificado cuyo texto es el siguiente:
"Caja de Previsión de EE. del Hipódromo Chile. Certificado— El Contador de la Caja de Previsión de EE. del Hipódromo Chile, que suscribe certifica que don Manuel Rojas Sepúlveda en su calidad de Jubilado de esta Caja de Previsión percibió una pensión mensual ascendente a la suma de E° 822.94, durante el periodo comprendido entre enero a septiembre de 1972 y a contar desde el mes de octubre de 1972 su pensión es de E° 1.645.88. Se extiende el presente certificado a petición del interesado para ser presentado al Departamento de Pensiones del Ministerio de Hacienda. Santiago 10 de enero de 1973. Sergio Morales Alvarez. Contador".
Empujado y rechazado como sus protagonistas, por la papelería oficial que no ama en absoluto a los escritores, Manuel Rojas se fue una vez más, ¿definitivamente? Ahora mismo, mi hijo mayor, gran amigo de Manuel, me escribe desde lejanas tierras: "Estos días, o de repente así en el día, me he acordado o se me ha venido a la cabeza Aniceto (el de Manuel Rojas). Lo he estado recordando (algo así como "reminisciendo") y lo veo pasando por la vida silencioso, callado, no angustiado. ¡Pero qué silencioso es Aniceto! También me he estado acordando, si es que no me equivoco, que los cuatro libros de la tetralogía terminan cuando él parte. Y entonces se me ocurría que nosotros asistimos al final del quinto libro, que también termina con una partida, en ese humito que bien sereno subía en el crematorio del cementerio general. Hay harta serenidad en esos libros, es curioso, con todo lo que contienen. Es perfecto cuando torna y se resumen con "la oscura vida radiante".
Es comprensible, pues, que después de tantos caminos recorridos inútilmente todos cortados por una puerta que se cerraba violentamente en las narices del recién llegado, que Aniceto y sus compañeros de infortunio, sigan caminando eternamente, a través del recuerdo del autor o del lector, hasta que se enfrentan a un nuevo ruido, a un ámbito ahora desconocido.
"Es la primera vez que estoy junto al mar y siento que me llama, pareciéndome tan fácil viajar por él: no se ven caminos, —todo él es un gran camino— ni piedras, ni montañas, ni trenes, ni coches y es posible que ni conductores ni funcionarios traga certificados".
Es el mar enormemente abierto y libre, ofreciéndose como una posibilidad o una solución. En este panorama apacible y sin fronteras se desarrolla su cuento Mares Libres, que es una condensación, por una parte, de todas sus experiencias y sinsabores y, por otra, el ambicioso proyecto de una probable simbólica novela que no alcanzó a empezar. Mares libres... ¿Mares libres? De todas maneras era una posibilidad y había que intentarlo. Recuerdo que cuando nos encontramos en Buenos Aires en 1970, ambos tras ediciones en Sudamericana, le pregunté con sorpresa que por qué no había incluido en su antología de cuentos que preparaba esa editorial precisamente Mares libres que yo encontraba certero y espléndido. Nos metimos a una cafetería de la calle Florida con un editor amigo y Manuel pidió un whisky, pues tenía frío. Contestó mi pregunta con una pregunta: ¿le gusta Mares libres, Carlos?, ¿le gustaría a la Skúa? Finalmente sin consultárselo a quien, según él debía, el cuento fue antologado.
"La Skúa, entre pardo y ocre sucio la color, vivísimo el ojo, ancha de pecho, pico de matarife, vuela y revuela sobre la bahía. Desde donde vuela y revuela todo lo vigila y lo ve: ningún movimiento se le escapa. Distingue a los peces bajo el agua y a los pájaros sobre ella y sabe quién se lanza sobre la presa, qué presa y si tiene suerte..., la presa o el pájaro. Si el bocado es bueno y el pescador lo consigue, siente un estremecimiento y las alas tienden a lanzarla hacia el afortunado. Pero se retiene ¿Por qué? De todas las aves que vuelan sobre la bahía o que están inmóviles en alguna parte de ella, la Skúa, bien llamada Gaviota Salteadora es la más desalmada, ningún pájaro puede pescar a su vista ni el más miserable de los peces sin correr el riesgo que ella se lo arrebate a picotazos. A pesar de ello, representa allí, en este momento, a su especie. ¿Cómo? Es difícil explicarlo. Sólo se podría hacerlo si se recuerda que muy rara vez o nunca las especies escogen con tino a sus representantes".
Con una salvedad, el autor no lo dice, y menos lo dirá la Skúa. Ella no representa a nadie y solo por sí y ante sí se ha otorgado esa dignidad. Es muy probable que, conociéndolo como lo conocíamos, y conociendo él el mundo como lo conocía, Manuel Rojas haya pretendido hacer una caricatura, sin destinatario conocido, de este drama. Aquella tarde que recuerdo en Buenos Aires le elogiaba ingenuamente yo su capacidad para captar la psicología de las aves que tan bien o tan mal se manejan en esta historia y él se reía ya, se le había pasado el frío: ¿qué pensará la Skúa? Pero la Skúa, lo estamos viendo, no piensa, sólo actúa, lo hace violentamente suprimiendo el pasado de los pájaros y, especialmente, el futuro, suprimiendo, porque así le conviene, esa larga sabiduría, esa inteligencia ciega e intuitiva que guía a los pájaros en sus periódicas migraciones, esa ingeniería esencial que los empuja a construir sus simples o complicados nidos con materiales ínfimos, en las peores condiciones climáticas y, lo que es más asombroso, sin conocimiento ni experiencia técnica alguna. La Skúa, práctica y criminal es de pocas palabras:
"...Los cáhuiles y los pollos de mar blancos, las perdices de mar y los vuelvepiedras, los pitotoyes chicos y los gaviotines elegantes, los chorlitos de mar y los perritos, los... —vacila y mira a su pariente, el Salteador Chico de Cola Larga, que no pierde palabra —salteadores chicos— recalca un poco despectivamente esta última palabra— y todos los pájaros que no han nacido ni nacen en estos lugares, deben ir pensando en renunciar a sus viajes de todos los años y quedarse en sus tierras".
Pero ocurre lo inesperado la Skúa se queda callada, sabe que la respetan o por lo menos, que le tienen miedo, es indudable, que los intrusos, los pájaros afuerinos se irán volando antes de que ella los rechace a picotazos, está segura de ello, sabe quién es y quiénes son, se irán, no les queda otra alternativa, en estos momentos ella está removiendo las antiquísimas leyes de la especie, hablen, pues, hablen, ¿tienen miedo? Y ya cree que nadie se atreverá a tomar la palabra, cuando oye una voz que dice con firmeza:
—"Oye...
Es el Salteador Chico de Cola Larga.
—Oye —repite, dirigiéndose a la Skúa—: ¿dónde naciste tú? La Skúa sorprendida por la pregunta no contesta".
De todas maneras, piensa Aniceto, piensa Manuel, piensa Aniceto, y por eso mismo tal vez, por esa historia tan posible y permanente, el mar se presenta como una solución o por lo menos como una posibilidad, no tiene huellas, olvida y borra las huellas que por él van dejando los hombres y las bestias, las bestias de la tierra y del aire, se llena de repente de caminos cuando suelta una brisa y recoge él mismo las velas, se torna furioso hacia la alta noche y devora embarcaciones, hombres, luces, gritos, desata y hace sonar sus tempestades, se alza furioso y se hunde buscándose las entrañas, devorándose a si mismo y luego se cierra guardando su furia y sus terribles tesoros, se torna apacible, dulce y adormilado, por su superficie va rizándose un viento joven que viene desde la eternidad, Aniceto alza la cara y mira hacia lo lejos, se acuerda de Cristian y del filósofo, recuerda unas palabras que alguien le ha dicho...
"abismo y cielo, abismo de agua, abismo de cielo, es como la humanidad, como el universo, aunque más cercano a nosotros; mira, nunca creo más en el anarquismo que cuando estoy sentado aquí, mirando el mar, ¿qué es el anarquismo, qué es la anarquía?, tal vez nada más que un deseo, como el de la muerte o como el del cielo, quien sabe si nunca será una realidad..."
He dicho, o creo haberlo querido decir, que Manuel Rojas era hombre de pocas palabras, no hablaba si no deseaba hacerlo, si no estaba seguro de la necesidad de su palabra y de su propia sinceridad. Era un hombre de actos y no de palabras y la literatura fue su acción, su escuela para él, su ejemplo para los otros. Como su físico era imponente y de aspecto hostil para el ser superficial, hombre o mujer, que tantas veces se cruzó en su camino, para impedirle avanzar o para llegar antes, por tortuosos recovecos que no eran los del talento y los de la claridad de alma, no era hombre simpático, no tenía la sonrisa fácil, esa sonrisa comercial y mundana que reemplaza las palabras y disfraza la intención; además era arrogante y seguro de sí, sabía lo que traía dentro y él mismo, su vida entera eran garantía de su equipaje, no era un contrabandista ni un falsificador, era auténticamente él mismo, siempre él mismo, aunque desde el punto de vista económico-social, ello no le conviniera; por eso estaba siempre de paso en todas partes, porque, como Aniceto de todas partes, la vida o los vivientes lo expulsaban. Tuvo pocos amigos y muchos solapados enemigos. Recuerdo, por ejemplo, que un profesor bastante hinchado, y muy frustrado como novelista escribió cuando acababa de publicar Hijo de Ladrón un largo artículo en una revista literaria de la época en el cual pretendía ver en la novela un orquestado e intercambiable tango, bailado en todos los matices, susurrado en todos los ambientes, todo para significar inconscientemente su personal e irreparable dolencia. Sin embargo, ante tales ataques Manuel no reaccionaba con violencia, en general les ignoraba y sólo hacía alusión marginal alguna vez, a algún crítico mineralizado y, en consecuencia, impermeable. Su generosidad me consta personalmente, de él recibí, en el momento que lo necesitaba el aliento más inesperado y radioso que yo pudiera desear a raíz de la publicación, el año 65, de una de mis novelas, generosidad tan exagerada y verbosa, por lo tanto tan lejana a su estilo de vida, que hasta llegaba a rebajar su estatura para que yo creciera. Después de tanto sufrimiento en forma de vida, él había obtenido quizás el consabido reposo, la sabiduría aprendida mientras vagaba joven y desamparado, a orillas del mar, y miraba a un pescador trenzar sus redes:
"No sé si conocerás algunos nudos marinos; es posible que no; como la mayoría de los mortales conocerás sólo un ejemplar de cada cosa u objeto y al oír hablar de nudos recordarás nada más que el de rosa, sin que ello signifique que lo sepas hacer bien; no se necesita saber muchas cosas para vivir: basta con tener buena salud. Hay un nudo marino llamado de pescador, que recuerda lo que te estoy diciendo: está constituido por dos hechos que, siendo semejantes, ocurren aisladamente y que mientras están aislados no son peligrosos; el peligro está en su unión: toma un cabo, una piola, por ejemplo, o un vaivén, y has sobre otra piola o sobre otro vaivén, tomándolo, un nudo ciego; ese único nudo que sabes hacer correctamente, sin apretarlo demasiado y sin dejarlo suelto; que muerda, como se dice, y con el otro extremo de la piola sobre la cual has hecho ese nudo, has otro igual sobre la primera y tendrás así dos piolas unidas por dos nudos ciegos colocados a una distancia equis; en esa situación no sirven para nada; pero el nudo no ha sido hecho aún: si tomas la piola o el vaivén de la parte que está más allá de los nudos y tiras separando tus manos, los nudos, obedeciendo al tirón, se aproximarán el uno al otro con una docilidad que quizás te sorprenda en dos nudos que aparentemente no tienen obligación de obedecer a nada; y si tiras con violencia verás no sólo que avanzan hacia sí con rapidez sino que, más aún, con furor, uniéndose como con una reconcentrada pasión; una vez unidos no habrá tirón humano o animal que los separe o desate: allí se quedarán aguantando el bote o la red, toda una noche, hasta que el pescador fatigado al amanecer, los separe de su encarnizada unión con la misma sencillez con que la muerte puede separarte de la vida; con un simple movimiento de rechazo hacia un lado u otro...".
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Mares libres: Primera visión de Manuel Rojas
Por Carlos Droguett
Publicado en Mensaje, N°23, julio de 1974