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El escritor en la política

Por Manuel Rojas
Publicado en revista SECH, N°5, junio de 1937


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Es común oír decir que el escritor debe actuar en política. Personalmente, y en principio, no me parece mal la insinuación. Lo difícil está en ubicar la posición y la actividad del escritor dentro del campo a que quiere llevársele. ¿Cuáles deben ser ellas? El escritor es—o debe ser—el hombre de las ideas; el político pretende ser el hombre de gobierno, pero en la mayoría de los casos, y una vez en el poder, es el hombre de los intereses, de los intereses de clase, de los intereses de partido, de los intereses de grupo, en ocasiones sólo el hombre de los intereses personales. Estos dos seres, si son verdaderamente escritor el uno y político el otro, son incompatibles. Mientras uno persigue el poder, el otro persigue las ideas, ideas que en ciertos casos sólo sirven para que lo persigan a él.

Debido a ese antagonismo, no hay memoria de que un escritor haya podido sostenerse, dentro de un partido que gobierna, con la integridad que su categoría de escritor le exigía. O ha hecho concesiones al partido, perdiendo así una parte si no toda su calidad moral de escritor, o ha debido salir por la puerta o por la ventana, cuando no por el tragaluz o la chimenea. En la oposición el escritor está bien: puede desenvolver sus propias ideas y defender aquéllas que forman la base mínima o máxima de la organización en que lucha. En el poder, si continúa guardando su categoría de escritor, está mal, pues el poder crea intereses que no tienen la pureza de las ideas que hicieron posible la ascensión de un grupo político cualquiera. Si hace concesiones, está perdido como escritor; si no las hace, está perdido como político.

De todo esto saco en consecuencia que el escritor no es un hombre de poder y que no debe ni puede participar en él. Más aun: casi sería preferible que no formara en las filas de ningún partido. No es necesario. Hay una línea moral eterna que con ligeras oscilaciones viene, en la civilización occidental, desde Jesucristo hasta nosotros, pasando por el campo magnético de innumerables cabezas pensativas y dolorosas. Esa línea debe defender el escritor. El la conoce y la siente. Hay ciertos valores, ciertos principios, ciertos sentimientos, que no tienen dentro del Estado, en la actualidad, defensores libres, es decir, desinteresados. Esos valores, esos principios, esos sentimientos, están contemplados en la mayor parte de los programas políticos; pero, también en la mayor parte, son sólo la teoría, el reclamo, en una palabra, lo que se llama la plataforma. Esa plataforma, una vez el grupo en el poder, muertos o pervertidos los líderes que la crearon, es olvidada casi por completo y en muchas ocasiones negada virtualmente y en el hecho. El escritor no debe olvidarla y dentro o fuera de los partidos políticos tiene que defenderla aún en contra de sus simpatías políticas, aún en contra de su propio partido.

Esta es, ciertamente, una invitación al heroísmo. Pero creo que es la única actitud noble del escritor.

Por lo demás, los partidos políticos sólo necesitan al escritor hasta el día antes de subir al poder. Una vez allí el escritor es relegado automáticamente al último término. «Se acabaron las ideas, ahora vienen los hechos; necesitamos hechos, no psicologías». La palabra hechos tiene a veces en política una expresión terrible, una expresión ante la cual la línea moral de que hablé desaparece por completo. Hechos de esa índole son los asesinatos ordenados por Hitler; hechos son los recientes procesos de Moscú; hechos son el asesinato de Mateotti y otros crímenes fascistas; hechos son los fusilamientos de los anarquistas de Cronstadt. Los políticos terminan por defenderse con hechos, no con ideas. ¿Qué puede hacer en casos semejantes el escritor?

Pero hay otros ejemplos, no tan terribles, pero sí muy elocuentes. Veamos el caso de André Gide. André Gide se dio cuenta un día de que la salvación de la cultura y de la humanidad estaba en el comunismo. Se hace comunista y durante algún tiempo la orgullosa pero ya aportillada bandera de la Tercera Internacional ostenta, como uno de sus más preciados trofeos, la pensativa cabeza del maestro. Pero un día va a Rusia. Para él el comunismo, más que un partido político, más que una de las fuerzas del proletariado, más que un conjunto de comisarios del pueblo y de mariscales rojos, es una idea moral, un ideal social; en suma, un nuevo y completo sistema humano. Entre la imagen que él desearía ver y la que ve, hay algunas diferencias, no diferencias económicas, no diferencias de organización, de distribución o de consumo, pero sí diferencias morales que son tanto más notables cuanto que no hay, razonablemente, nada que las justifique. A Gide no le habría importado que en lugar de tres millones de tractores, la U. R. S. S. sólo produjera anualmente millón y medio. No sólo de tractores vive el hombre. Hay otros valores humanos más altos, y Gide no puede callar esas diferencias; hacerlo sería rebajar su concepto y su imagen del comunismo, disminuirlo, achicarlo hasta el extremo de hacerlo despreciable para si mismo. Y como no tiene compromisos ni intereses políticos o económicos, como es, antes que nada, escritor, habla. Y al hablar no se refiere en ningún momento al comunismo, del cual tiene siempre el mismo juicio y al que mira siempre con el mismo fervor. Se refiere sólo al partido que gobierna y a su régimen político.

Esto es suficiente. Su nombre es borrado de las listas de honor y la prensa de la Tercera Internacional lo acusa de dar armas a los enemigos, como si esas armas las hubiera creado el propio Gide y no fueran sólo el reflejo de una realidad psicológica efectiva. ¡No se puede tocar al partido ni con una flor!, parece ser la consigna. ¿Puede un escritor aceptar, dentro de ningún partido, consigna semejante? Sin duda que puede, pero a costa de su dignidad.

Y si esto sucede a un escritor íntegro con un partido que parece o que debiera ser la suma de la democracia y de la libertad, ¿qué no le sucedería en medio de las hordas armadas, pardas o negras, que hoy amenazan la vida y la cultura de los pueblos? Porque, al fin de cuentas, las diferencias encontradas por Gide pueden tener causa en el estado de ánimo especial en que actúa el partido de la Tercera Internacional —esto, haciendo la manga muy ancha—, diferencias que quizá desaparecerán con el estado de transición en que viven hoy los Soviets y, más que nada, con el cambio del grupo político que domina. Pero esas mismas diferencias constituyen, para las hordas de que he hablado, principios y normas morales de conducta, es decir, que lo que en un partido es un error, para las hordas es el texto sagrado.

En esta forma, no veo para el escritor honrado porvenir espiritual alguno en la política militante, aunque sí lo veo en una actitud política independiente. En mi concepto, mientras los partidos que persiguen el poder o que ya están en él no le ofrezcan un clima moral indispensable para poder subsistir como individuo libre de intereses de clase o económicos, el escritor deberá dedicarse a defender los puntos que he indicado. Esa es, por ahora, según mi juicio, la única actitud política posible para él.

Y es la única porque los intereses del escritor son muy distintos de los intereses de los grupos que actúan en política. Sus intereses son únicamente morales. Él trabaja con elementos espirituales e intelectuales que están fuera de todo comercio. Ese trabajar con esos elementos da a su alma y a sus sentimientos una estructura y una calidad especial que los demás no tienen y que, sin embargo, deberían tener.



 

 

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