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Los pequeños miserables
Hijo de ladrón, de Manuel Rojas, novela; 328 pp., Ed. Nacimiento. 2da edición, 1951.

Por Mario Monteporte Toledo
Publicado en Cuadernos Americanos, Año XII, N°2. México, marzo-abril de 1953



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Hijo de ladrón es una obra de picaresca, cuyos antecedentes hay que buscar directamente en la picaresca española, en el realismo contemporáneo y en la tradición individualista de la novela iberoamericana inmediatamente anterior a las formas de las últimas dos décadas.

Ocurre pensar que sus personajes no son arrojados de la sociedad sino que se sitúan deliberadamente a contrapelo, porque pertenecen a las tribus que prefirieron los ganados a las hortalizas y el mar "a las banquetas del artesanado, y cuyos individuos se resisten aún, con variada fortuna, a la jornada de ocho horas, a la racionalización del trabajo y los reglamentos de tránsito internacional, escogiendo oficios —sencillos unos, complicados o peligrosos los otros— que les permiten conservar la costumbre de vagar por sobre los trescientos sesenta grados de la rosa, peregrinos seres, generalmente despreciados y no pocas veces maldecidos, a quienes el mundo, envidioso de su libertad, va cerrando poco a poco los caminos...

Contra esos seres del mundo abisal no hay crítica posible ni aplicación de normas morales; simplemente existen y estamos supuestos a verlos como a personas que despiertan nuestra simpatía y a veces hasta nuestra secreta complicidad (¿quién recuerda con severidad los pícaros de Guzmán de Alfarache o de la Celestina o del Buscón?). Porque como lo dice un representante de la ley en la novela de Rojas, ".. pensó o sospechó que un ladrón era también un hombre... con los mismos órganos y las mismas necesidades de todos los hombres, con casa, con mujer, con hijos". Cuando Javert descubre que Jean Valjean es un santo, se suicida; cuando el policía de la picaresca descubre que el ladrón es un hombre, se vuelve ladrón. Esa es la diferencia entre el tratamiento romántico y el de la picaresca. Los pícaros hacen pensar en la injusticia —cometida o probable, eso es lo de menos cuando se cree culturalmente en las cosas y hasta en sus implicaciones de milagro—, y el lector de ascendencia hispánica nunca está con quien la ejerce sino con quien la sufre, aunque sea por esas vías casi arábigas de la fatalidad —de aquí que nuestra épica sea pobre y que en último extremo se ocupe de hombres-héroes y no de mitos como los cornúpetos norteños—. E inmediatamente buscamos razones a nuestra disculpa, aunque no sea más que porque "el hombre parece no tener ya carácter humano: es un ente que posee o no un certificado y eso porque algunos individuos, aprovechando la bondad o la indiferencia de la mayoría, se han apoderado de la tierra, del mar, del cielo, de los caminos... y exigen certificados para usar de todo aquello..." Uno de los pocos "observadores" que aparecen en Hijo de ladrón dice de la gente del hampa: "No podía reprocharles nada, pues no tenían la culpa de ser lo que eran; pero les temía, como un animal criado en domesticidad teme a otro que ha sido criado en estado salvaje".

El enfoque existencial se advierte en muchos párrafos de la novela, especialmente los que corresponden a momentos en que los protagonistas no comprenden nada y tan sólo captan, por todos los sentidos, los estímulos de un ambiente cruel y hasta absurdo. El vagar del hijo del ladrón por el sótano a oscuras, topando al acaso con otros seres igualmente perdidos en la negrura, recuerda The enormous room, de Cummings, y muchos otros razonamientos absurdos y producidos por lo absurdo, la técnica "apartista" de Miller, quien se regodea en lo amargo y en lo brutal como si su carácter irrazonable lo revistiera de una belleza que es indispensable transmitir, contar. Sólo que en este caso, el naturalismo minucioso —que no abunda en la obra— tiene una intención rítmica, una exactitud periodística que es uno de los sellos de la prosa de Rojas. Porque su libro no "trata" de ideas sino de acción, de apreciaciones sensoriales, de seres que vagan y medran sin fin, como el asesino de El extranjero de Camus.

Es tan fácil calificar una novela moderna de existencialista, como difícil aseverar que no lo es. Lo mismo debe haber ocurrido en la época romántica y en todos esos períodos históricos en que el individuo no se resigna a difumarse en el grupo, ni a fungir exclusivamente como encarnación o como ejecutor de la idea, del "monstruo" social en todas sus asediantes fórmulas. Sin embargo, quizá la clave esté en que los personajes de Hijo de ladrón no se resignan a su suerte; antes bien: se recrean en la pequeña filosofía de los humildes, en los satisfactores de desecho. Dice uno de sus "miserables": "Me daba cuenta, si, de que no era fácil, salvo algún accidente, morir, y que bastaba un pequeño esfuerzo, comer algo, abrigarse algo, respirar algo, para seguir viviendo algo. ¿Y quién no lo podía hacer?" "¡Toda la vida del hombre gira alrededor de lo caliente!", dice otro de los desheredados. "El hombre teme lo frío: la comida fría, la mujer fría, las ropas frías, la lluvia fría, el viento frío". Pero la tónica más asidua es la sensualidad frente a las cosas humildes y asequibles, y sobre todo la fraternidad entre los desgraciados —porque "las personalidades son tristes"— y la comprensión por sobre flaquezas y peligros. Porque el libro es un hermoso documento de comprensión humana; tal parece que por inventario trajese a cuento a todos los que sufren por las diversas monstruosidades de nuestro tiempo; incluso a los indios, a los que Rojas se refiere en un breve párrafo: "Hay gente que los odia, sí... Pero los odia por eso, porque no se entregan, porque no les sirven. Debo decirte que yo los admiro porque no los necesito: no necesito que trabajen para mí... que me obedezcan".

Manuel Rojas es un narrador de primerísima calidad. Un gran "cuentero", como los vagabundos, como todos los que prefieren "los ganados y el mar a las hortalizas y a las bancas del artesanado". Y como los vagabundos, también, refiere de prisa lo esencial, lo personalísimo de una rica experiencia. "Un vagabundo con lentes resulta tan raro como uno con paraguas"; otro se sentía tan cansado "como después de baldear solo la cubierta de un acorazado..."; "lloraban, las manos en las bocas, inclinado el cuerpo, como si algo les doliera en las entrañas". Después de imaginar que la voz de una mujer sería "aterciopelada", "resultó ronca, desagradable, ácida voz de mujer acostumbrada a decir y a gritar palabras duras o groseras; yegua, por ejemplo, si se dirigía a una mujer, o cabrón tal por cual si el beneficiado era un hombre"; para describir a un grupo de jóvenes y esbeltos homosexuales que encuentra en la cárcel, recata la pincelada y dice que "sus miradas eran las más desnudas"; al toparse con otro vagabundo, "su mirada me traspasó como un estoque: mirada de gaviota salteadora, lanzada desde la superficie del ojo, no desde el cerebro...". En los escasos párrafos que acentuando el veraz realismo de su estilo tienen una naturaleza escatológica, hay siempre un toque poético un sorprendente interés humano, como ese pasaje donde el tuberculoso retiene su esputo para no asustarse y para no molestar a sus compañeros dormidos. En todas sus descripciones hay esa misma poesía fácil, que rebrilla como factor de asombro a lo largo de sus páginas tersas, de una sencillez poco usual en quien como Rojas tiene un concepto lírico en todo lo que existe. Las cosas se le antojan morada de algo casi antropomórfico—barrunto de animismo muy americano—; hablando de las vísceras humanas, por ejemplo, dice que "el dolor parece convertirlas en algo extraño y hostil, independiente de nosotros y dotado de una propia y soberbia personalidad". Y con dejo modernista: "Panamá, Guayaquil, Callao, La Guayra, Arequipa, Honolulú preciosos nombres, como de árboles o como de mujeres morenas".

Hijo de ladrón está lleno de mar. El protagonista central, muerta su madre, diseminados sus hermanos y preso "El Gallego" —su padre—, abandona Buenos Aires y remontando la cordillera, llega a Chile, que es mar. Habla de los barcos y de las playas como si hubiese navegado con Simbad. Y hasta medra —junto con dos compañeros— con los residuos metálicos que las olas arrojan a las playas más tristes de Valparaíso.

La propiedad con que se refiere a las cosas del mar no es exclusiva: por su conocimiento de los oficios, de los términos propios de cada disciplina y de cada objeto, recuerda la especialización múltiple de Huxley. Su estilo varía inesperadamente, y ésta es una de las más señaladas características de la novela; es adecuado a la lentitud, a la presurosa y anónima carrera de los trenes, al misterio de los barcos, al trato entre criminales, a los recuerdos, a la reflexión, al dinamismo de los momentos donde vibra la acción. Y cuando falta subrayar, da el aval de autenticidad de quien conoce algo y recurre al diálogo, un diálogo casi de teatro, por su enjundia y por su verismo.

Es inútil hablar de trama, de planteamiento o de soluciones en esta novela; ni siquiera su estilo es impecable. Da la sensación de desparramarse sobre una dilatada geografía, de prolongarse a través de varios tiempos, y de fijarse donde interesa, como si ahí comenzara o fuera de acabarse todo. Esta ubicuidad y especialmente esta profundidad para situar al hombre le confieren su más genuino carácter universal, y la atmósfera de perpetuo viaje, de un como goce hurtado de las pequeñeces armoniosas, de molicie oriental y demoledora de itinerarios, presente en los libros de Panait Istrati.

De Manuel Rojas no hay que temer que no siga escribiendo; sabe, ve y adivina demasiado. La reciedumbre de su prosa no es una casualidad. Todo lo que haga tendrá originalidad, aunque lo pergeñe al desgaire. Su entrada por la puerta grande en la novelística americana estimula, reconforta y justifica que los críticos chilenos al unísono tracen alrededor de su nombre el círculo de los grandes escritores.



Imagen superior de Tomás Munita

 



 

 

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