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MANUEL ROJAS Y SUS CUENTOS
Revista Hispánica Moderna. Año 27, N° 3/4 (Jul. - Oct., 1961), pp. 325-328

Por Raúl Silva Castro




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En la existencia literaria de Manuel Rojas la publicación de la novela Hijo de ladrón señala una etapa decisiva. Desde esa fecha (1951) se le comienza a conocer ampliamente fuera de Chile, y el autor vence en fin la barrera del idioma, de modo que se traduce aquel libro con cierta generosidad. Abrióse la singular bibliografía extranjera de Hijo de ladrón con las versiones al inglés (en los Estados Unidos), alemán e italiano, publicadas todas en 1955, a las cuales siguieron una edición en Inglaterra que repitió el texto de la versión ya publicada en los Estados Unidos, y otra en yugoslavo, ambas de 1956.

¿Y qué era hasta entonces Manuel Rojas? Se le tenía principalmente como cuentista, poeta y ensayista, puesto que la única novela que antes había producido, La ciudad de los Césares (1936, con segunda edición en 1958), había quedado un tanto a trasmano y ni siquiera su progenitor la recordaba con especial cariño. Algún tiempo después, sin embargo, cuando el autor de esa novelita de aventuras, muy adecuada a la lectura infantil, fue a los Estados Unidos, pudo comprobar que allí se le conocía más por esa obra que por otra alguna, ya que ella servía de texto de lectura para aprender el español en aquellas cátedras en que se presta atención a las letras hispanoamericanas.[1]

Tan amplio fue el cambio que se abrió en la vida de Manuel Rojas con su novela Hijo de ladrón, que pronto comenzaron a llover sobre él recompensas cuya esperanza, aunque remota, hace cortejo a todo escritor. Se le otorgó el Premio Nacional de Literatura en 1957, muy corto de pesos, pues en sustancia monta a poco más de trescientos dólares, pero que en sustitución de los pesos abre una nombradía pública a la cual de ninguna otra manera puede llegarse. No se le invitó, dentro de Chile, a nada especial, porque el uso nacional no permite semejantes rasgos de diplomacia con los escritores; pero sí ha sido invitado fuera de Chile. Fue a los Estados Unidos, como decíamos, en calidad de huésped del Departamento de Estado, que debidamente advertido de los méritos literarios de Manuel Rojas merced a los buenos oficios de sus funcionarios Miss Elinor Halle y Mr. Albert Harkness, le proporcionó una gira panorámica por diferentes rincones del país, la cual permitió al escritor chileno encontrar amigos y admiradores dispersos.

Pero Manuel Rojas ha querido ahora que el público le tenga presente también como cuentista, y de sus producciones en el relato breve, que son muchas, ha autorizado dos antologías que han ido al encuentro de la calle en corta sucesión. La primera, Antología de cuentos, [2] fue organizada por el propio autor pero lleva prólogo de Enrique Espinoza, escritor argentino avecindado en Chile hace ya muchos años; la segunda aparece titulada El vaso de leche y sus mejores cuentos y no lleva prólogo o explicación editorial de ninguna especie.[3] La distancia de tiempo que media entre ambas recopilaciones contraría el orden cronológico de las producciones, ya que, en términos generales, son más recientes los cuentos de la primera de las dos antologías que los de la segunda.

Antes de las antologías de que estamos dando cuenta, los cuentos de Manuel Rojas se habían publicado en los libros que se indican.

Hombres del Sur. 1926. Contenido: «Laguna», «Un espíritu inquieto», «El Cachorro», «El bonete maulino» y «Leyendas de la Patagonia».

El delincuente. 1929. Contenido: «El delincuente», «El vaso de leche», «Un mendigo», «El trampolín», «El colocolo», «La aventura de Mr. Jaiba», «Pedro el pequenero», «Un ladrón y su mujer», «La compañera de viaje».

Travesía. 1934. Contenido: «Bandidos en los caminos», «El hombre de la rosa», «La suerte de Cucho Vial», «Canto y baile», «El león y el hombre», «El fantasma del patio», «Historia de hospital», «Poco sueldo», «El rancho en la montaña».

Otros cuentos más quedan en páginas de diarios y de revistas. Manuel Rojas no es un escritor extraordinariamente fecundo, pero oportunidades ha tenido para publicar algunos relatos que no caben en ninguno de los tres volúmenes mencionados. Veremos en seguida el destino que ha cabido a algunas de esas producciones dispersas.

En la antología titulada El vaso de leche aparecen, además del cuento así titulado, los siguientes: «Laguna», «El delincuente», «Un ladrón y su mujer», «El colocolo», «Canto y baile», «El hombre de la rosa», «El bonete maulino» y «El león y el hombre». En la otra se leen: «Una carabina y una cotorra», «Bandidos en los caminos», «Oro en el Sur», «La aventura de Mr. Jaiba», «Pancho Rojas», «Pedro el pequenero», «El fantasma del patio», «El rancho en la montañas, «Mares libres», «Historia de hospital» y «Poco sueldo».

Si leemos estas producciones del autor en el orden que se indica y no en el de la publicación de los libros antológicos en que han sido recogidas, puede advertirse un avance notable en el estilo, en la composición, en la concepción del asunto y en la elección de los personajes adecuados para manifestarlo. Es verdad que en el segundo grupo hay cuentos muy antiguos dentro de la carrera de Rojas, pero otros son sumamente nuevos, a saber: «Una carabina y una cotorra», «Pancho Rojas» y «Mares libres», si mis informaciones no yerran, recopilados por primera vez en libro. En los del Vaso de leche aparecen, de otra parte, numerosos elementos folklóricos de la tradición oral chilena primitiva, y otros de tradición más reciente, que no son folklore todavía, si bien no carecen de condiciones para llegar a serlo. Entre estos últimos cabe citar los relatos «El bonete maulino», «El delincuente», «Pedro el pequenero», «Un ladrón y su mujer» y «El hombre de la rosa», en los cuales la crítica folklórica del futuro habrá de señalar el singular mérito que ostentan precisamente desde ese punto de vista. Manuel Rojas, cabe decirlo ya, es el más significativo de los escritores chilenos modernos a quienes ha interesado el folklore no como tema de estudio antropológico sino como base para creaciones literarias. Otro escritor chileno que ha seguido camino semejante, Ernesto Montenegro, en sus Cuentos de mi tío Ventura (1933, con segunda edición en 1938), merece que se le cite no sólo por la calidad de su intento sino por el singularísimo cariz de su producción. Pero no nos desviemos, por tentadora que sea la obra de Montenegro.

De los cuentos de Rojas hemos dicho los críticos chilenos, generalmente, que son reminiscencias de su propia vida, en la cual, durante los años iniciales, por haber ensayado el autor diversas profesiones y oficios, antes de remansarse en la quietud burocrática, fuele dado entrar en las experiencias más variadas. De un hombre que ha sido peón de trabajo cordillerano (Laguna), guardador de barcos (Lanchas en la bahía), apuntador de compañías teatrales (Mejor que el vino), linotipista, pintor de muros, agitador callejero y compañero de bohemia de no pocos seres extraños, inquietos y descentrados, bien pueden esperarse los relatos más sorprendentes, como, en efecto, a veces lo son los que llevan su firma. Entre ellos abundan, desde luego, los que aparecen motivados en la vida delictual, como «Bandidos en los caminos», «El delincuente», «El rancho en la montaña», «Un ladrón y su mujer» y «El bonete maulino», y este último, a mayor abundamiento, debe anotarse que es un completísimo surtido de las fechorías cometidas por una banda de salteadores a la cual se añade, esporádicamente, un zapatero cansado de hacer la comedia de la labor diurna. Esta veta de vida irregular no es desconocida en la literatura chilena; pero debe aceptarse que Manuel Rojas ha procedido, dentro de ella, con verdadera acuciosidad a dar paso en sus relatos a múltiples episodios de la existencia de los ladrones y de los bandidos. A quien no haya leído la novela conviene recordarle que Hijo de ladrón contiene magistrales capítulos dedicados a contar que el padre, ladrón como ya dice el título, aparece y desaparece con el sigilo felino, la prontitud y la esquivez propias de tan riesgoso oficio...

Algunos de los cuentos de Manuel Rojas no han sido, naturalmente, vividos u observados en persona por él. «Oro en el Sur» desde luego le fue narrado al cuentista por el pintor Julio Ortiz de Zárate, que en compañía de su hermano Manuel vivió efectivamente aquella aventura del hallazgo de oro en Putú, que por algunas semanas resucitó en Chile la impresión de prodigio causada por las noticias del oro de California en el siglo anterior. En el cuento, además, aparece el padre de los expedicionarios, el compositor musical Eliodoro Ortíz de Zárate, quien fomenta la aventura de sus hijos diciéndoles: «Apenas termine un vals que estoy escribiendo, les daré la plata». Pero el relato de Julio Ortiz de Zárate fue tan eficaz, que «Oro en el Sur», con el poco aliño literario de que es responsable Manuel Rojas, queda como un cuento excelente. De otro, «El bonete maulino», existe también una fuente conocida y respetable: «El autor confiesa que se lo ha oído contar repetidas veces a la madre, cuya entonación chilena cree advenir todavía en la última parte del texto», afirma el prologuista ya mencionado, Enrique Espinoza.

En términos generales, pues, para dar fin a estas líneas, puede aseverarse que Manuel Rojas no es sólo gran novelista, como ya aceptaron los editores extranjeros que han publicado versiones de su Hijo de ladrón, sino también excelente cuentista, y en cualquier fecha próxima comiencen a dar sus producciones breves traducidas a los mismos idiomas en que ha sido vertida Hijo de ladrón y aún a otros. El despejo para narrar, la sencillez de la psicología de los personajes escogidos, la chistosa amenidad, son valores que no abundan con exceso en el cuento chileno y que el público busca con ahínco. No podría decirse de este autor que es un escritor humorístico en el sentido en que lo es, por ejemplo Mark Twain; pero hay chiste subyacente en casi todas sus producciones, y en algunas la risa se obtiene con facilidad extrema, gracias a los resortes que para provocarla pone en obra Manuel Rojas.

También se da en los cuentos de Rojas algo que conquista la adhesión de los lectores: todos esos relatos parecen vividos, de todos se podría asegurar que son auténticos, ya que en ellos queda a la vista, a poco que se lea, la sinceridad con que fueron observados. No hay trampa, y la emoción corre despejadamente desde la pluma del narrador hasta el corazón de quien lee. Y eso, dígase lo que se quiera, es maestría de artista. Manuel Rojas se gradúa con nota eximia en el conjunto de la literatura chilena y es por ello perfectamente digno del Premio Nacional que le fue otorgado hace dos años.

 



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Notas

[1] Hay edición de Nueva York, Appleton-Century-Crofts, Inc., 1951, autorizada por Roberto Benaglia y Sangiorgi y Grace Knopp, con notas, ejercicios y vocabulario.

[2] Publ. por la Empresa Editora Zig-Zag, Santiago, 1957.

[3] Publ. por la Editorial Nascimento, Santiago, 1959.

 

 



 

 

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