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Y NUNCA TE HE DE OLVIDAR... Memorias de Julianne Clark:
Los años de Manuel Rojas junto a Julianne Clark
Por Pedro Pablo Guerrero
Revista de Libros de El Mercurio, 9 de septiembre de 2007
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Nunca termina de sorprender el aporte de la mirada "gringa" a la caracterización de la idiosincrasia nacional. Esas luces y sombras que sólo nos pueden descubrir los viajeros del hemisferio norte, sobre todo mujeres, como Mary Graham o, más recientemente, la sueca Sun Axelsson, con esa distancia cultural que les permite captar reveladoras fotografías de nuestros hombres públicos, artistas y escritores, inmersos en una realidad traspasada de contradicciones y matices.
Y nunca te he de olvidar... Memorias de mi vida con Manuel Rojas, de la norteamericana Julianne Clark, es por sobre todo un libro de recuerdos personales, la historia de un amor contada con sencillez, franqueza, humor y ribetes melodramáticos, pero también una crónica de época que retrata los años finales del escritor chileno, una de las fases menos exploradas de su vida, que coincide con un momento de profundas transformaciones y conflictos en nuestra sociedad.
Hace unos años, impulsada por una conversación con Miguel Littin, Julianne Clark decidió escribir un libro sobre su vida junto a Manuel Rojas. Lo conoció en septiembre de 1961, cuando el escritor chileno era profesor visitante de castellano y literatura en la Universidad de Washington, en Seattle. Rojas estaba casado con Valerie López Edwards, pero no tardó en enamorarse de Julianne o "La liebre", como llamaba a su alumna, 47 años menor que él. La cortejó con palabras cariñosas, insinuaciones infantiles, paseos, cartas y un beso a mansalva. Ella no podía creerlo, pero tampoco hizo nada por evitarlo. Un día que se quedaron a solas, Valerie encaró a Julianne, prohibiéndole encontrarse de nuevo con su marido. Cuando Rojas se enteró de esto, su reacción fue decidida: le dijo que no pensaba dejar de ver a la joven. "Ella optó por irse. Él le dio la mitad del dinero que tenía y la casa en Santiago", cuenta Julianne. Fue duro para todos. Junto a su segunda esposa, el escritor había pasado los últimos veinte años, después de enviudar, en 1936, de María Baeza, la madre de sus tres hijos: María Eugenia, María Paz y Patricio.
El camino quedaba despejado para su nueva relación, pero las cosas no serían tan fáciles. En junio del 62, Manuel Rojas se fue a Los Angeles para hacer clases en la Universidad de California. Julianne lo siguió poco después. Vivían juntos, en secreto, pues ella era menor de edad según la legislación de la época, que fijaba la mayoría a los 21. Tuvieron incluso un pequeño incidente con la policía, enviada por el padre de la joven para averiguar lo que pasaba. Conscientes de su precaria situación, le pidieron a Enrique Lafourcade, entonces profesor visitante en la Universidad de California en Davis, que les diera una coartada. La respuesta fue decepcionante, recuerda Clark en su libro.
La desigual pareja decidió viajar a México para casarse. Lo hicieron en Ciudad Juárez, gracias a un expeditivo abogado que le proporcionó un documento de divorcio a Rojas y les facilitó los trámites para el sencillo matrimonio oficiado por un juez civil del estado de Chihuahua. En un Austin del año 57 comprado en Estados Unidos, los recién casados siguieron rumbo a Ciudad de México. Allí los ayudó a ubicarse Augusto Monterroso, un viejo amigo de Rojas, al que había conocido cuando vivió en Chile. Pocos saben que durante esos meses en el D. F. los mayores ingresos de Manuel Rojas provinieron de sus trabajos para la televisión. El productor chileno Valentín Pimstein, director de Televi-Centro y amigo de Emilio Azcárraga, contrató a su compatriota para adaptar obras literarias a la pantalla chica.
"Nuestra vida cotidiana en D.F. era una aventura", escribe Julianne Clark, evocando las juergas junto a grandes amigos como Tito Monterroso, Mario Monteforte y sus respectivas esposas. Allá conoció además a Claudio Giaconi: "Lo que más recuerdo de Claudio, aparte de cierta sugerencia de vulnerabilidad que proyectaba, es la extraordinaria cantidad de azúcar que le echaba a su café". Los viajes del matrimonio Rojas-Clark quedarían registrados en el libro de Manuel Rojas, Pasé por México un día (1965), que confirma el profundo cariño del autor por el país donde vivió diez meses.
Regresaron a Estados Unidos después de que Julianne cumplió 21 años. En California los acogió Fernando Alegría ("el padrino de todos los chilenos que pasaban por allá"), quien apoyó a Manuel Rojas para encontrarle un trabajo de profesor en la Universidad de Oregon, donde terminó de escribir su novela Sombras contra el muro. En este viaje, Manuel Rojas conoció a su suegro, un periodista alcohólico que tomó las cosas lo mejor que pudo, orgulloso, después de todo, de tener como yerno a un escritor de renombre. A pesar de las muestras de afecto, años más tarde desheredó a su hija. La madre, en cambio, siempre la apoyó.
El regreso a Chile
Después de tres años de ausencia, en junio del 64 Manuel Rojas decidió que había llegado la hora de volver a Chile. Pasaron a despedirse de sus amigos en Ciudad de México y siguieron camino a Centroamérica por la peligrosa carretera panamericana. Alcanzaron a llegar en auto hasta San Salvador, donde tomaron un avión que los trajo a Santiago.
En el aeropuerto Los Cerrillos los recibió José Santos González Vera. "¡Trompifay! ¡Trompifay!", le gritaba a Rojas, llamándolo por el sobrenombre que había tomado de un personaje alto y bruto de las películas de Chaplin. "A Manolo le cargaba que le dijera así, pero quería tanto a González Vera que le perdonaba todo", anota Julianne.
"Yo me encariñé mucho con González Vera. Siempre me tomaba de la mano y, con una dulce sonrisa cómplice, me depositaba una mentita en la palma. Como era lógico venía a vernos muy seguido, pues él y Manolo eran amigos desde hacía casi seis décadas. Por un lado estaba Manolo, grande, pensativo, reservado, más bien callado, mientras que, por el otro, estaba González Vera, tan fino, diminuto y locuaz. Los unía una amistad de todos esos años en que se habían casado y habían visto nacer y crecer sus hijos. Además de su experiencia familiar, compartían un sentido del humor irónico, un inmenso cariño, la pasión por las letras y una postura política que no permitía claudicaciones.
Cuando se murió González Vera, Manolo se desmoronó por completo y lloró larguísimo rato a gritos. Nunca lo había visto tan afectado".
Al llegar, Rojas y su esposa se instalaron por un tiempo en la casa de María Eugenia Rojas y su marido, Fernando Ortiz, cerca de avenida Grecia con Macul. Julianne había cumplido 22 años en junio de 1964, y ya tenía tres "nietos" de 15, 12 y 5 años. Se llevaba muy bien con ellos, así como con los hijos de sus nuevas amistades. "Mis primeros meses en Chile se caracterizaron por una larga serie de fiestas de los amigos y conocidos de Manolo que competían entre sí por celebrar su regreso a la patria". El grupo abarcaba tanto a contemporáneos de su marido -Enrique Espinoza y Mauricio Amster, entre otros-, como a generaciones más jóvenes: Jaime Valdivieso y su esposa, Mercedes, también escritora; Francisco Coloane y Eliana, "su adusta mujer"; la "simpática y rediabla" María Elena Gertner y su marido, Pepe Zañartu.
Hubo visitas a Neruda en Isla Negra y una "inolvidable" comida en casa de Pablo de Rokha, donde Julianne prueba por "primera y única vez" en su vida un caldo de cabeza. Compadecido, Fernando Alegría le ayuda comiéndose un ojo.
En las casas pareadas de Julio y Santiago, los hermanos de Fernando Alegría que vivían cerca del Estadio Nacional, Manuel y Julianne pasan los mejores momentos de su extenuante vida social. "La señora de Julio, Saruca, tocaba el piano con muchísima destreza y picardía, al que se le agregaban guitarras, una trompeta, panderetas, o cualquier otro instrumento que estuviera a mano. En los asados, a los que invitaban a tantos, bailábamos, tomábamos por damajuanas, cantábamos; en fin, con ellos vi lo más alegre y positivo de la chilenidad".
Pero la atractiva esposa de Manuel Rojas no tarda en conocer el reverso de la medalla: "No era nuevo que alguno de los hombres que circulaban a nuestro alrededor de repente se pusiera medio lanzado conmigo. Siempre me disgustaba mucho, pues a los que lo hacían los hallaba, más que canallas, unos hipócritas porque fingían ser amigos de Manuel, mientras, por ejemplo, trataban de correrme mano debajo de una mesa o atracarme en un pasillo o rincón. Probablemente pensaban que sus avances iban a ser bien recibidos por una mujer joven cuyo marido tenía casi medio siglo más que ella. De hecho, yo tenía a mi lado al hombre que amaba, y nuestra vida de pareja era muy armoniosa".
Temiendo la reacción de su marido, Julianne prefería no hablarle de estos acosos. "Únicamente le conté cuando una vez Braulio Arenas me propuso que tuviéramos un hijo. Manolo se rió mucho cuando se enteró por mí misma que le respondí que sólo podría ser en caso de que adoptáramos uno".
Manuel Rojas y la política
La postura política de Julianne Clark por esa época era la misma de su marido. Un año después de llegar a Chile, los invitaron a Sewell. Manuel Rojas dio una charla donde dijo "sin referirse a ninguna entidad en particular y sin ánimo de ofender, que el capital foráneo se apoderaba de los recursos naturales chilenos". Julianne, por su parte, se negó a cantar el himno de Estados Unidos cuando se lo pidieron los niños de la escuela local. Le chocó ver la bandera norteamericana en territorio chileno. Al día siguiente, los anfitriones los mandaron de regreso a Santiago sin dejarlos visitar la mina.
"En la esfera política, de acuerdo con los principios de Manolo -que yo compartía-, por supuesto que andábamos haciendo causa común con Salvador Allende. Recién llegada a Chile participé en una marcha de mujeres allendistas, y salió publicada en El Siglo una foto de esa marcha, donde yo figuraba en primera plana, con la cual se supone que los de mi embajada pudieron iniciar mi ficha. Fuera de ver a Allende en su casa, asistíamos también a los actos del partido y a otros para señalar nuestra adhesión".
Rojas le confesó a su esposa que había sido militante del Partido Socialista por una semana, "hasta que se anunció la candidatura de González Videla, 'movida' supuestamente destinada a ensanchar las bases, pero que causó que Manolo devolviera su tarjeta y se retirara".
En Santiago, Julianne colabora en Punto Final con traducciones de artículos tomados de la prensa izquierdista norteamericana. Uno de ellos es tan radical, que provoca la réplica de Jorge Insunza, director de El Siglo, quien acusa a su autor (John Gerassi) de ser agente de la CIA.
Las divisiones al interior de la izquierda entre fidelistas y pro soviéticos no impiden que Manuel Rojas -junto a su esposa, por supuesto- visite tanto Cuba como la URSS. En 1966, Rojas participa como observador en la Conferencia Tricontinental de La Habana y es jurado de novela del Premio Casa de las Américas. El mismo año viaja a la Unión Soviética para cobrar sus derechos de autor y reunirse con escritores rusos. Por esa época nace su gran amistad con Mario Benedetti, a quien Rojas le pide interceder para ser invitado por segunda vez al Premio Casa de las Américas en 1971. Su admiración por Cuba lo impulsa a escribir una novela sobre ese país que queda inconclusa.
El cáncer impidió que el escritor fuera testigo de la caída de Allende y, probablemente, víctima de las persecuciones que siguieron, como manifiesta Julianne Clark en su libro.
La maternidad
"¿Qué más puede pedir un hombre que ocho años de dicha?", le dijo Manuel Rojas a una amiga en referencia al tiempo que vivió junto a Julianne Clark. Ocho años que llegaron a su fin cuando ambos comprendieron que, por más que se quisieran, había cosas que nunca podrían conseguir. El deseo de Julianne de tener un hijo fue socavando el matrimonio hasta hacerlo insostenible.
"Manolo y yo conversamos y decidimos que yo me iría a vivir aparte. Necesitábamos dar ese paso. Un día me preguntó hasta qué punto lo que me ocurría se relacionaba con la falta de un hijo. Le dije que me parecía que eso constituía una gran parte del problema mío. Fue entonces que me dijo que si yo quería, podría quedarme embarazada 'por ahí', con otro, y que él criaría al hijo como si fuera de él. ¡Nadie en la vida jamás volvería a quererme tanto como para ofrecerme algo así! En realidad, deben existir poquísimos hombres en el mundo capaces de amar en forma tan generosa, con semejante magnanimidad. En ese momento me pareció que sería un monstruoso egocentrismo de mi parte aceptar lo que me ofrecía. Lo que me pasaba por la cabeza era lo copuchentos y desalmados que pueden ser los chilenos de la capa social en que nos movíamos. Pensaba en cómo lo iban a pelar, los comentarios que harían de cómo su mujer le había puesto los cuernos. Desde ese día me he preguntado un millón de veces cuán distinto habría resultado todo de haberle dicho que sí, de haberles hecho una soberana tapa a las malas lenguas".
Finalmente, Julianne se va de la casa y conoce a otro hombre por el que se siente atraída. En el libro, oculta su identidad. "Baste decir que era un hombre que vivía solo y empezamos a vernos. Un par de meses después, quedé embarazada". Ambos deciden tener el hijo. Julianne no le cuenta nada a Manuel Rojas, pero le comunica su decisión de volver a Seattle. Mantienen contacto por correo. En una carta le confiesa que está embarazada. Rojas le responde el 8 de enero de 1971, día de su cumpleños 75: "Tu noticia de que estás esperando un hijo me llenó de sorpresa, presumo que te lo llevaste de aquí, es decir, es un hijo que tendrás por la libre, un hijo que no tendrá padre, de otro modo no te habrías ido, ¿no es cierto?...".
A pesar de su molestia inicial, el narrador le sigue escribiendo a Julianne, pide noticias suyas y le envía libros y artículos de prensa que ella necesita para su tesis. A mediados de 1972 la salud de Rojas comienza a deteriorarse. Las noticias que llegan son alarmantes. En diciembre, Julianne resuelve viajar a Chile con el niño, llamado Christopher Emanuel, nombre que trasluce un inesperado acento cristiano y un inequívoco homenaje a su ex marido. Las hijas del escritor intentan disuadirla de venir, pero ella quiere verlo a toda costa. La recibe en su casa una gran amiga: Alicia Risopatrón. El país está en crisis. Apenas logra conseguir alimento para su hijo. La familia del escritor le manifiesta sus aprensiones sobre los efectos que un encuentro puede causar a su debilitada salud, pero finalmente accede bajo ciertas condiciones que Julianne considera humillantes.
Durante la primera visita, Rojas no puede controlar la tos y se impacienta, pues "no toleraba verse disminuido". Julianne le toma la mano para tranquilizarlo. Él le pregunta por su hijo y le pide que se lo lleve en su próxima visita. Al día siguiente, "Manolo lo miró con mucha ternura y le tomó la carita entre sus enormes manos y le dio un beso, gesto que me conmovió al máximo", recuerda Clark.
Los encuentros se interrumpen cuando la familia se lleva al escritor a la playa durante los meses de verano. Justo el día que regresa a Santiago, Julianne tiene que volver a su país, pues no le queda dinero para cambiar el pasaje. Manuel Rojas muere cinco días más tarde, el 11 de marzo de 1973.
En Pasé por México un día, el escritor anotó el 2 de agosto de 1962 una comparación geológica que identificaba a Julianne con el río Columbia y a sí mismo con un ventisquero que tapó su cauce durante miles de años. "¿Será Julianne el río, seré yo el ventisquero, que un día desaparecerá, dejándola libre?"
El taller del escritor
Por inquieto y anarquista que fuera, el autor chileno tenía hábitos muy ordenados a la hora de crear. "Manolo se sometía a una estricta disciplina para escribir. Siempre decía que para desarrollar talento y habilidad en cualquier oficio era indispensable un trabajo constante. Todos los días escribía en su escritorio entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, primero a mano en un cuaderno, luego lo corregía, después lo pasaba a máquina, haciéndole más correcciones. Después, revisaba la copia a máquina, que era como un último borrador, y obtenía la versión final. Era un verdadero artesano del lenguaje. Aparte de las horas que dedicaba a escribir, siempre estaba leyendo cuatro o cinco libros. Leía un rato uno, lo dejaba y tomaba otro".
Clark lo recuerda como un lector "ecléctico" y "voraz", no sólo de literatura, sino que también de ciencia, historia y otras disciplinas. Algo de sorpresa produce enterarse de la fascinación que este escritor "de la experiencia", "espontáneo" y "vitalista", como ha sido llamado, sentía por la técnica literaria. "De vez en cuando se ponía a descifrar su ejemplar de The Craft of Fiction, comprado en Seattle, y me preguntaba sobre el significado de una que otra palabra o frase en inglés". Se ha dicho que Faulkner influyó en la prosa del autor chileno. Clark admite que era uno de los autores que leía, pero se detiene más en otro: "Le atraía mucho la técnica literaria de James Joyce con su monólogo interior/corriente de conciencia, que Manuel también había implementado de modo brillante en Hijo de ladrón".
Y NUNCA TE HE DE OLVIDAR...
Julianne Clark
Catalonia, Santiago, 2007, 225 páginas.