.......... La conocí en Mantos
Blancos, una salitrera que empezaba a trabajar y en donde la gente se
conocía poco. Al principio hubo una huelga y muchos hombres se fueron.
Ella vivía con don Roberto Campón, carpintero parapalos, de ésos de la
construcción, hombre de unos cuarenta años, boliviano, chicón y mal
agestado, con un genio de los diablos, además. Se agarraba ligerito
con los que creen que porque unos chilenos ganaron la guerra del
setenta y nueve ellos pueden llamar cobardes a los cholos y maricones
a los cuicos. Los del sur, sobre todo los que llegan recién a la
pampa, tienen esa costumbre. El nortino o el maucho que ha vivido
mucho tiempo por aquí ya ni se acuerda, salvo que sea leso. Chilenos,
peruanos y bolivianos han trabajado juntos en las salitreras y
minerales, sin que los chilenos, por serlo, hayan tenido mejores
jornales o mejores casas que los otros. Ya están a caballo. Don
Roberto Campón no aguantaba moscas en el lomo: corcoveaba al tiro:
"Muy bien. Los chilenos ganaron la guerra del Pacífico. Pero usted,
¿qué ha ganado? Si quiere ganar, pelee. Pelee, puis". El que lo
había llamado cobarde o comepiojos no tenía más remedio que hacerle la
cruza. Se llevaba la gran sorpresa. Campón, además de pegar muy fuerte
con las manos, pegaba muy fuerte con la cabeza. El cabezazo era en la
boca del estómago y el que lo recibía perdía el aliento y el
equilibrio y se iba de espaldas y paraba las patas. Pero los
compañeros rara vez permitían que las cosas llegaran tan lejos. A los
dos o tres encontrones y antes que don Roberto empezara a poner cara
de chivato, se metían y paraban la pelea. Sólo si el roto era muy
pesado dejaban que el cuico lo cabeceara. Campón no era rencoroso y
enseguida hacía lo posible por hacerse amigo del hombre con quien
había peleado, cosa que el hombre no rehusaba, sobre todo sabiendo que
el boliviano era dueño de una de las cocinerías de Mantos Blancos. Era
la más chica, pero la más acreditada: en ésa, más que en las otras,
era posible irse sin pagar. Don Roberto era desordenado y generoso.
Casi no llevaba memoria ni mucho menos cuenta de lo que fiaba, y a fin
de mes leía callado los pedacitos de papel en que los propios
pensionistas le presentaban las cuentas: tantos almuerzos, tantas
comidas, tantos desayunos. "¿Está bién?" "Si usted lo dice, compañero,
está bien, puis." Algunos desalmados se iban sin pagar y otros
le mentían; pero, en general, le pagaban, aunque poco. Se podía
apostar a que perdía algo de plata y él habría apostado también. No le
importaba. Tenía buen jornal, y como era trabajador y serio le ligaban
buenos contratos. Ése era el hombre de la Rosa. A ella le hacía poca
gracia lo que pasaba y discutía con él y hasta peleaban: ella echaba
los bofes en la cocina, ayudada por una mujer y una chiquillona, y
resultaba que a él no se le ocurría nada mejor que regalar lo que ella
hacía. Don Roberto contestaba que si ella no quería trabajar, no
costaría nada encontrar una mujer que se hiciera cargo de las
cacerolas y del fogón. Le pagarían lo que fuera y listo. Casi todas
las mujeres del campamento, casadas y solteras, estaban dispuestas a
trabajar. Un sueldo, mucho más si era con rancho, hallaba montones de
candidatas. Pero ¿para qué gastar plata en sueldos si ella podía
hacerlo? Si era así, ¿por qué se quejaba? Se quejaba de que se dejara
meter el dedo hasta las agallas, de que no llevara cuenta de lo fiado
y de que no les cobrara a los sinvergüenzas que se iban debiendo. Él
procuraba demostrarle que lo que le debían y no le pagaban no era
mucho, y, aunque no le debieran nada y le pagaran todo, las cosas
andarían mas o menos. Se perdía un poco y se ganaba otro poco: salían
al fiel. ¿Qué más queria? Pero si se trabajaba nada más que para que
esos malagradecidos no se murieran de hambre, ¿para qué tener
cocinería? Mejor sería cerrar. No. Las bancas y las tablas y los
caballetes del comedor, así como las cosas de la cocina, las sartenes,
las cacerolas, las ollas y el servicio, quedarían parados, y eso sería
una lástima. La Isabel y la Chepa perderían los pesitos que ganaban,
y, lo que era peor, no tendrían ya el puchero asegurado, y esos sería
más lástima. ¿Así es que ella trabajaba para que las dos mujeres se
ganaran unos pesos, se llenaran el buche y se llevaran para la casa lo
que sobraba? ¿Le había visto las canillas? No. Ella también comía, se
vestía, tenía casa y hasta podía disponer de unos pesitos. "Así es que
no soy más que una empleada suya?" "No. Es la patrona. ¿No quiere
trabajar? No trabaja. ¿Quiere trabajar? Trabaja. Es libre de hacer lo
que quiera. Siempre tendrá casa, comida, cama y algunos pesitos." Unos
pesitos... ¿Valía la pena machucarse tanto por unos pesitos? "Bueno.
Si no quiere trabajar, no trabaje.No costará nada encontrar una mujer
que se haga cargo de la cocina. Todas las mujeres del campamento, las
casadas y las solteras..."Al llegar aquí estallaba uno de los dos, él
o ella, cansado él de repetir una razón que era muy clara y que no
había para qué repetir, enojada ella porque creía que la estaban
tomando para la broma. Yo no iba a esa cocinería y muchas de las cosas
que le cuento las sé porque me las contaron entonces o después. El no
había tenido nunca cocinería ni nada parecido. Pero cuando llegaron, y
como todo andaba a la diabla y casi no había dónde comer, ella le
propuso poner un negocio de comidas. Quién sabe si ganarían un poco de
plata; por lo menos, se asegurarían las pantrucas. Además, a ella le
gustaba trabajar. Eso contaba Campón. Don Roberto dijo que bueno.
Habló con algún jefe, le dieron facilidades y en un dos por tres hizo
las bancas y las mesas, compró los chimilicos de la cocina y empezaron
a vender comistrajo. Servían carbonada, porotos, sopa de jigote,
chanfaina, lentejas, chupes peruanos, anticuchos y seviche cuando
llegaba albacora o sierra. Ël atendía las mesas, ayudado por una
chiquillona, mientras la Rosa y la señora Chepa se agarraban con el
humo y los fondos.
.......... Pero las
peleas no eran sólo por la cocinería. Eran también por otras cosas.
Estaban juntos desde un poco antes de llegar a Mantos Blancos. No eran
casados y ella sospechaba que él tenía otra mujer en alguna parte, en
Bolivia, en otra salitrera o en un pueblo de la costa. Escribía y
recibía cartas y en una ocasión, hizo un viaje. Dijo que iba a
Cochabamba a ver a su madre, pero ella no le creyó. Ése era uno de los
motivos. El otro era más difícil y las peleas que producía se
comentaban más que las otras. ¿Qué era? No se sabía bien o no se sabía
nada. Ninguno de los dos contó nunca una palabra. Pero la gente oía o
había oído contar lo que se decía. Las palabras no indicaban mucho. Se
podían aplicar a cualquier pelea entre un marido y una mujer que ya
están cabreados. Pero como se producían de noche, que es la hora en
que menos pelean las parejas, llamaban la atención. Vivían en una
casucha de tablas y de calaminas, a la orilla de la única calle del
campamento, y las palabreadas se oían desde lejos, aunque mejor se
oían desde cerca. Algunas palabras dejaban sospechar de lo que podía
tratarse: hostigosa, hasta cuándo la cargosea, ¿no eres hombre?,
parece que fuera maricón usted, déjeme dormir. Algunas de estas
palabras hicieron que la gente corriera la voz de que entre ellos, en
las noches, algo no andaba bien. ¿Qué era y quién tenía la culpa de
que no anduviera de otro modo? Era difícil saberlo; las peleas
nocturnas no eran de todos los días. Los que oyeron algo no supieron
si era de ese momento o de siempre, si peleaban de vez en cuando o
peleaban seguido. Una noche la rosca fue tremenda. Don Roberto Campón
salió a la calle en calzoncillos y gritó y echó para la cocinería
sapos y culebras y algo más. Durmió afuera y no volvió hasta dos días
después, muy aperrado y recogió sus cosas y las metió en un baulito
que se echó al hombro y se mandó cambiar. La Rosa, sentada en una de
las bancas, lo miró hacer sin decir ni una palabra. Se llevaba nada
más que lo que era suyo, sus ropas y sus herramientas. ¿Se llevaría
después las bancas, las mesas, el servicio y las cosas de la cocina?
También era suyo. No siendo casados, ella no tenía derecho alguno. Don
Roberto Campón no volvió a buscar nada más. En los días siguientes
arregló sus cosas en la administración, pagó lo que debía y cobró lo
que pudo. Al otro día embarcó sus cosas en el tren, subió y cuando
pasó frente a la cocinería se tomó de los pasamanos de la plataforma,
echó el cuerpo hacia afuera y gritó, con voz de trueno:" Oye, hija
de-la grandísima-tal-por-cual, ahí te lo dejo todo
para-que-te-lo-metas en la reverenda que tienes yegua-de-esto-y-de lo
otro machorra y que te muelan lo que más te duela..." Siguió gritando
hasta que ya sus gritos no se oyeron más y siempre con el cuerpo
echado hacia afuera. Llevaba muchos años en Chile y se decía que la
madre era chilena: Podía apostar con cualquiera de los rotos de la
pampa a quién echaba los peores y los mejores garabatos. La Rosa, a
los primeros gritos, salió a la puerta. El cuico no le quitaba la
cocinería y ella podía seguir trabajando. Entró para el negocio. Era
la hora en que se empezaba a parar las ollas. "Vamos, niñas apúrense.
Ahora soy yo la patrona. Se acabaron los bolseros." Así la conocí,
como patrona, cuando llegué a almorzar a la
cocinería.