Algunas personas me han
preguntado, al entrevistarme como escritor, cuándo nací y en
dónde, cuándo escribí mis primeras poesías o mis primeros cuentos,
cuántos hijos tengo y cuáles son mis autores predilectos. Nunca se
me ha preguntado por qué escribí y cómo lo hice o lo hago. El
primero en hacerme esa pregunta fui yo mismo, y, con gran sorpresa
de mi parte, no supe qué contestarme, y aún ahora, después de
haberlo pensado varias veces, no tengo una respuestas
satisfactoria.
Al reflexionar sobre
este asunto debo remontarme a mis primeras lecturas. Comencé a
leer libros de creación literaria a los doce años. Nadie me indujo
a ello y no tuve, como otros niños, quién me regalara libros.
Vivía entonces en la ciudad de Rosario, en Argentina. En el
trayecto entre mi casa y el colegio a que asistía se hallaba un
negocio en cuya vitrina descubrí cierta tarde un libro cuya
carátula me atrajo: se veía en ella un salvaje que era alcanzado,
en plena carrera, por una flecha que le hería la
espalda.
Pensé varias semanas
mirando esa carátula, hasta que se me ocurrió que podía comprar el
libro. Entré y pregunté el precio: una fortuna de veinte o treinta
centavos. Mi madre me daba, al irme al colegio, una moneda de dos
centavos o una de un centavo, y con esa moneda compraba yo dulces
o cigarrillos. Me propuse economizar algo de la moneda de dos
centavos, no de la de uno, que no se prestaba sino a economías
absolutas o derroches absolutos, y fumando menos y privándome de
golosinas reuní la suma necesaria, con la cual entré a la librería
y retiré el libro. Ya en la calle me enteré de que se trataba de
la segunda parte de una novela titulada Los náufragos del
Liguria, el autor era Emilio Salgari. No me desanimé. Leí el
volumen y comencé a economizar de nuevo.
Uno o dos años
después, mientras seguía leyendo lo que compraba a duras penas, me
sucedió lo que, un poco deformadamente, he contado en Hijo de
ladrón: durante un tiempo mi madre arrendó dos habitaciones en
la casa de una señora cuyo único sostén era aquella propiedad, de
la que arrendaba las habitaciones principales, reservándose una
construcción de madera, separada del cuerpo principal del
edificio, que su marido había levantado para utilizarla como
depósito. Al quedar viuda, hizo arreglar ese galpón y lo convirtió
en una pieza a la que agregó una cocina y un gallinero,
disponiéndose a pasar allí el resto de sus días. La construcción
estaba en el fondo del terreno, rodeada de un jardincito y cerrada
por una reja. Yo iba a veces a mirar a la señora, al jardín y a
los árboles entre los cuales había algunos durazneros. Un día,
maduros ya los duraznos, fui a echar una ojeada: la señora trataba
de leer un diario. Me invitó a entrar y me preguntó: "¿Sabe
leer?". Le contesté que sí, y entones se quejó de que apenas podía
hacerlo; se cansaba y le dolía la cabeza. "En este diario sale un
folletín muy bueno", agregó. Yo no sabía lo que era un folletín y
miraba una rama llena de duraznos. Me preguntó: "¿Quieres sacar
algunos? Saque. Hay muchos. "Saqué dos o tres, y mientras los
comía se me ocurrió ofrecerme para leer el folletín: era una
manera de retribuirle los duraznos y de asegurarme otros para el
futuro. El verano es largo y la fruta es siempre cara para los
pobres. Aceptó mi proposición y me alcanzó el diario. Lo tomé y
leí de un tirón todo lo que había que leer. Al día siguiente se
repitió lo del anterior: comí los duraznos y leí el folletín y así
ocurrió hasta después de que se acabara la fruta. La curiosidad me
tomó, sin embargo, y quise enterarme de lo que había ocurrido
antes. La señora, que lo tenía recortado, me lo facilitó. Tenía
recortados, además, otros folletines, que me prestó, y entre los
cuales aparecieron novelas de varias nacionalidades. En poco
tiempo conocí un mundo que Salgari, autor de novelas cuya acción
transcurre al aire libre, no me pudo presentar.
Seguí leyendo, sin
tener quién me aconsejara sobre lo que debería leer y sin más
interés que el placer que me proporcionaba la lectura. Dos años
después, alrededor de 1910, abandonados los estudios y obligado a
ganarme la vida, llegué a Mendoza, ciudad en la que hice amistad
con obreros anarquistas, entre quienes había uno, de profesión
tipógrafo, que me tomó gran aprecio y que me proporcionó libros de
otro carácter. Conocí entonces a Víctor Hugo, cuya Leyenda de
los siglos leí dos o tres veces; a Vargas Vila, a Eduardo
Zamacois y a otros. Por ese tiempo trabajaba como pintor, sin que
me asustara la electricidad o el acarreo de cajones en las
vendimia mendocinas. Después de dos años en Mendoza y luego de
trabajar como peón en el Ferrocarril Transandino, en Las Cuevas,
atravesé a pie la cordillera y llegué a Chile, trabajo y travesía
que he contado en mi cuento Laguna y recordado en Hijo
de Ladrón.
Manuel
Rojas, Obras Completas
Santiago. Editorial Zig-Zag, 1961