Evoco con agrado la figura de Manuel Rojas, al que conocí en un
congreso de escritores treinta años atrás. Alto, firme, moreno, de
rostro anguloso, cabello abundante y ya canoso. Tipo de pueblo, sólo
que más fornido que la mayoría de los chilenos. No se prodigaba al
hablar, pero no podría decirse que fuera callado ni tímido. Al
contrario, parecía seguro de sí mismo, con conciencia de escritor de
prestigio.
De familia modesta,
nació en Argentina y fue lo más de su vida hombre andariego. Cruzó la
cordillera varias veces, algunas a pie. Desempeñó oficios variados,
desde imprentero hasta empleado en la Biblioteca Nacional. No hizo
estudios sistemáticos, pero alcanzó a tener una amplia cultura
literaria. Y, más que eso, una suerte de sabiduría que bien se muestra
en los soliloquios del protagonista de "Hijo de ladrón", su
gran novela.
DINAMISMO LITERARIO
Anduvo también de género
en género literario. Empezó como poeta lírico, cultivó el cuento y el
ensayo, sobresalió en la novela. Inicialmente criollista, tuvo la
capacidad para dar el salto hacia la narración sicológica, hacia la
creación de caracteres universales. Y el relato lineal pasó a la
narrativa de montaje, monólogo interior, alteración de la cronología.
Camino semejante al de Marta Brunet, escasa en poesía, buena cuentista
y excelente en sus novelas de madurez.
En suma, Manuel Rojas no aparece como un escritor instalado en
lo que heredara de generaciones anteriores o en sus propios logros
iniciales. Más bien, dinamismo, inquietud, capacidad para aprovechar
los recursos estructurales y de estilo que asomaban en las letras
norteamericanas o en los primeros narradores del boom
hispanoamericano. Al abrirse camino, fue abriéndolo también a los
narradores chilenos. Creo que todos le deben algo, y más que algo.
Pienso en Guillermo Blanco, Jorge Edwards y José Donoso, entre
otros.
Obra desigual, es cierto.
La poesía de juventud es débil, manida, aporta poco a la que se
escribía en los años veinte y treinta. Cuentos, algunos deshilvanados,
demasiado anecdóticos. En todo, sin embargo, hay fuerza; nada es
blando, nada está escrito por mera estética. Por momentos, la pluma
parece movida por una suerte de volcán interior, de pujanza
inatajable. Lo más y lo mejor corresponde a experiencias y situaciones
autobiográficas, de una autenticidad vital digna de admiración. Los
ensayos no siempre convencen. En todo caso, hay más logros en los
conocedores del quehacer propio literario y de otros trabajos, que en
los de disquisiciones generales.
Prevalece, sin duda, el autor de varios cuentos excepcionales
-"Laguna", "El bonete maulino", "El vaso de leche"- y el de las
novelas de madurez, encabezadas por "Hijo de ladrón".
FUERZA Y BONDAD
Puesto a meditar sobre las
bondades de estas obras mayores, encuentro que tienen un factor común
muy definido, a saber, la adecuada mezcla de fuerza con ternura. Ni
sólo ésta ni sólo aquélla, sino la relación cabal de ambas.
Piénsese en aquel trabajador de 35 ó 36
años que da el nombre al cuento "Laguna". Las peripecias de su ir y
venir por el mundo interesan relativamente poco. Lo que atrae es su
personalidad de hombre fatal, de perseguido por la mala suerte. Todo
en él es difícil, cruel. El mismo ignora las razones de sus fracasos.
No tenía por qué ser el más pobre ni el primero en morir. Era
bondadoso, humano, protegió al adolescente que iniciaba su vida de
obrero. Sin embargo, el destino lo zarandeó con rudeza inexplicable.
El lector se identifica con su dolor no menos que con su bondad y ve
en él el esbozo de un personaje distinto, mostrado en su complejidad
de rasgos positivos y negativos a la vez.
¿Y cómo olvidar al joven que merodeaba por los muelles de
Valparaíso sin un centavo, casi muerto de hambre? "Hacía tres días
justos que no comía, tres largos días. Y más por timidez y vergüenza
que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de los
vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los
marineros algún paquete que contuviera restos d guisos y trozos de
carne. No podía hacerlo, no podía hacerlo nunca". Sin embargo, entra
al fin a un negocio y pide un vaso de leche. La bebe con fruición, y
con fruición come las galletas que la acompañan. Pero su angustia lo
vence: cuando terminó con la leche y las vainillas, se le nublaron los
ojos y algo tibio rodó por su nariz, cayendo dentro del vaso. "Un
terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos". La mesonera lo
comprende, se acerca y pone en su mesa un nuevo vaso lleno de leche y
otro plato colmado de vainillas.
El texto combina la dureza de la vida mísera con la ternura del sentir
y del sentir compartido entre personas sencillas. En esta combinación,
lograda con sabiduría, radica a nuestro juicio, la calidad superior
del cuento. La comunicación sin palabras casi entre el joven que,
movido por la desesperación, pide lo que no puede pagar, y la señora
que lo atiende, es perfecta. En ella hay mucho de maternal, de hermana
mayor, si se quiere; y en él se da el desvalimiento del niño crecido,
del joven solitario y sin ninguna protección.
Entre ambos nace una solidaridad
inconfesada pero real, desinteresada y de máximo sentido
humano.
El remate del cuento,
ligeramente poético, nos muestra al joven ya sereno, dormido frente a
la inmensidad del mar. Es el toque de naturaleza y de horizonte vasto
que faltaba. Lo que había empezado con tintas negras concluye
positivamente, y el lector ya plenamente identificado con el
protagonista queda con una impresión de melancolía que no es angustia
ni rabia.
HIJO DE
LADRON
Lo mismo, sólo que con
mayor fuerza, puede decirse del personaje central de "Hijo de
ladrón".
Sufrió desde su
nacimiento. La ausencia del padre, condenado a largos años de prisión;
la escasez de dinero y hasta de ropas y comida, las vergüenzas en la
escuela y ante los vecinos, el desamparo de todo tipo, conforman una
vida desastrosa que bien podría haber desembocado en el alcohol, las
drogas, el cuasi suicidio. No se escatiman los términos indicadores
del sufrimiento. "Por la casa pasó una racha de terror y hubo un
instante en que los hermanos estuvimos a punto de huir de la casa, de
aquella casa que ya no nos servía de nada: no había allí madre, no
había padre, sólo muebles e incertidumbre, piezas vacías y silencio".
La enumeración de ausencias recuerda a César Vallejo, comparación
válida para indicar el grado de patetismo que Manuel Rojas pone al
caracterizar a la familia del "Gallego", delincuente de
profesión.
Aniceto, aunque niño,
ha de ganarse la vida con su propio esfuerzo. Carece de educación y de
relaciones humanas. Sale a correr mundo, lo que en este caso significa
ir de casa en casa, de esperanza en esperanza, de fracaso en fracaso.
¿Cómo pudo resistir la soledad, los desprecios, el hambre, las fatigas
físicas y del espíritu? ¿Qué fuerza sobrehumana lo sostenía y, hasta
por momentos, le permitiría mirar el mundo con cierta serenidad? Se
enferma, aloja en pocilgas, lo acompañan malhechores o prostitutas...
Ahí está el mar, sin embargo. Nadie puede impedir que lo mire, que
idealmente se meza en el azul, que con la imagiación viaje hacia
países de maravilla: "Allí me quedé, afirmado sobre el murete, como si
el día tuviese ciento cincuenta horas y como si yo dispusiera para
vivir, de un plazo de dos o tres mil años".
Bastó el asomo a la naturaleza para que el
capítulo pudiera concluir sin angustia.
A veces, el recurso del monólogo interior facilita la descarga
de la angustia. El ir y venir libre de la conciencia y del
subconsciente aleja la realidad externa, o al menos, permite sentirla
a cierta distancia. El que se la analice desde distintos ángulos va
como relativizando lo mucho de negativo que esa realidad
contiene.
Pero es en los
personajes mismos, antes que en la naturaleza o en cualquier recurso
literario, donde queda más a la vista lo que podría llamarse
-parodiando una expresión usual entre los comentaristas de Homero- la
bonhomía de Manuel Rojas. No es que falten los caracteres negativos ni
quienes son éticamente reprobables. El que desencadena todos los males
y el que indirectamente da nombre a la novela es el padre, de
profesión delincuente. Junto a él hay un sinnúmeros de "colegas", ya
autores, ya cómplices o encubridores de sus fechorías. No podía faltar
la contraparte, representada por los policías y los carceleros. Pues
bien, ni delincuentes ni gendarmes aparecen como "malos" y "buenos" o
como "malos", según podría esperarse. Se da el caso curioso de que
unos y otros son profesionales en sus respectivos trabajos. Hay un
respeto tanto por el quehacer propio como por el ajeno que se sabe
antagónico. Ambos grupos actúan bien, en el sentido de que hacen casi
a la perfección lo que les corresponde hacer. Actúan com "limpieza",
sin rabia sin mayores resentimientos. Más allá de su profesión, son
seres humanos, y en cuanto tales saben querer y ayudar a los
demás.
El policía, por ejemplo, antes
evocado, el que encuentra en total desmparo a los niños, tiene dentro
de su tosquedad reacciones de ternura. Supone que habrá un abogado
defensor del Gallego y desea el bien de los pequeños. Aurelio, otro
policía, el que detuvo al ladrón, es descrito así: "No era antipático,
no se mostró violento ni insolente con mi madre, y su conducta era su
conducta". Al chico no le causa enojo. Lo sabe del otro bando, y eso
basta.
Por curiosidad o por
simpatía los presos se dirigen al niño, recién detenido, en forma casi
grata. "Su voz, leemos, resultó tan bondadosa, que casi rompí a llorar
de nuevo".
La bonhomía de que
hablamos queda aun en mayor evidencia al acercarnos al trío del
Filósofo, Cristián y Aniceto, cuando éste se encuentra en Chile. Son
pobres de profesión. Recogen cualquier cosa en cualquier plaza y la
venden para comer apenas. Su encuentro ha sido más o menos fortuito y,
como todos los marginados sociales, han de soportar la desconfianza de
las gentes, sobre todo de la autoridad. Y la soportan virilmente, sin
reclamos mayores, convencidos de que las cosas son así y así
continuarán siendo por muchos, muchos años. Su tarea es vivir,
sobrevivir. Para ello, el aliento recíproco, la conversación casi
indefinida, la solidaridad elemental. Abundan las disquisiciones, en
especial las del Filósofo. Cristián es más activo y, por lo mismo, ha
de soportar los golpes más duros. Aniceto es el tercero en todo
sentido, y se deja llevar, contribuye muy a su manera al sostén del
trío precisamente con su bondad, con su no alterar las reglas
elementales de la convivencia que en el hecho todos se han
impuesto.
Van de un lado a otro a
ver si la pobreza les duele menos, a ver si el pulmón dañado deja de
molestar, a ver si consiguen llegar a la luz del día siguiente. Lo
consiguen. Eso les basta. Al término de la novela, todavía están
partiendo, con idéntica actitud de resignación cansada. La denuncia no
la hacen explícitamente ellos; su situación marginal es de suyo
inaceptable y constituye en sí un testimonio contra la sociedad que,
de hecho, la permite y quizás la provoca.
El lector de la obra narrativa de Manuel
Rojas, que es la que lo define como gran hombre de letras, no queda
con angustia ni se siente impelido a una rebelión contra todo lo
establecido. Queda -nos parece- con un sabor amargo, con un sentido de
impotencia ante las injusticias y las desigualdades sociales que el
autor supo presentar. Pero, a la vez, se ha sensibilizado humanamente
y se siente en la necsidad de solidarizar con los hombres que sufren.
Recibe, a la postre una lección de humanidad que supera las ideologías
y cualquier tipo de partidismo.
La
universidad de esta lección tiene que ver directamente con la mezcla
ya señalada de fuerza y ternura, de dureza no eludida y de cierta
dulzura que lleva a comprender y a co-sentir con los demás. La voz
fuerte no dio nunca en vociferación. Por lo mismo, alcanza a ser
escuchada por los lectores de buena voluntad.
Manuel Rojas, ya centenario, tiene plena
vigencia. ¡Ojalá fuera tan leído ahora como lo fue treinta años
atrás!.