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Encuentro con Miguel Serrano

Por Emiliano Valenzuela

 

Admiro la obra literaria de Miguel Serrano, y pese a que no me familiaricé con su hitlerismo esotérico, sí lo hice con el hermoso tono de obras anteriores como “Ni por Mar ni por Tierra” (1950) –favorita de Jorge Teillier y escritores como Pedro Lastra o el gran Juan Luis Martínez-, en que se refería, reveladoramente, a la generación de 1938. Serrano aseguraba que entre la personalidad de los chilenos y la escarpada geografía montañosa que rodea nuestros límites de país, hay un puente psíquico a merced de una incipiente tragedia. Un día todo se derrumba y al otro hay que reconstruir desde las ruinas de esos cuatro palos que quedan en pie. Y así es el chileno. Desde las ruinas de la catástrofe siempre se levanta, pero es inútil. El peso muerto de la geografía, cual fondo del mar quita el aire, ahoga los anhelos y corta las vidas.

Y así era el escritor de su época: conciente de este peso telúrico que determina los destinos bajo el sino de la derrota.

Eso me llegó, al igual que la historia de su amigo de juventud Héctor Barreto, asesinado en  Santiago en 1936 y cuya tumba fue destruida el 2005 por desconocidos. Esto me hizo junto al historiador Rafael Videla emprender un trabajo de reconstrucción de la estructura ubicada en el cementerio.

Fue al tiempo después de esto que un día conocí a Miguel Serrano.

Estaba sentado en su silla de ruedas en un café de la calle Rosal. Sereno, afable y con una intensa mirada azul, tranquila como un océano que esconde tragedias, milenios y naufragios.

Esperaba bajo la luz calida, las hojas y el verde agitado que proyectaba la cercanía del cerro mágico del Santa Lucía en donde él decía que, aún bajo su corteza rocosa, vivía el fundador de nuestra ciudad, Don Pedro de Valdivia, o rondaba Violeta Parra o Nicolás Palacios, autor de Raza Chilena.

Le obsequié una fotografía de Héctor Barreto que traía conmigo. Él, emocionado, guardó silencio y recordó a su viejo amigo socialista, a Jasón, desaparecido en la muerte hace tanto.

“Que lindo”, dijo, ya un poco cansado por su edad –91 años- y luego se quedó callado un segundo. Después me extendió con entusiasmo una invitación para ir a su casa al otro día –20 de abril-, fecha importante para él, ya que era el cumpleaños de Adolfo Hitler.

Sin qué decir, acepté la invitación.  No quise perderme la oportunidad de estar con un escritor y figura cultural tan fuerte como el autor de El Circulo Hermético, pensando que no se volvería a repetir una instancia similar. No me equivoqué. Salvo por un par de veces más en que recorrimos juntos el barrio o le acompañe con un jugo, no volvería a verle o a saber de él hasta el día en que abrí el diario y me enteré de su muerte. Por eso ahora escribo este recuerdo, esta vivencia que me dejó, aunque sea tan mínima. Porque sé que en ese momento, por breves segundos, su existencia, ese largo puente de luz, se encontró conmigo, y con sencillez lo digo: toqué el rostro del arquetipo y conocí un despojo de su gloria.

Desde nuestra diferencia, él nazi, yo socialista, lo respeté y lo haré siempre.

Al otro día, a la hora acordada, llegué a su casa y fui recibido en una salita cubierta por cuadros, antiguas máscaras, espadas y unos bellísimos tallados con runas. Un cubículo primordial en que un cuadro, seguramente el de un ancestro, vigilaba la entrada de su departamento en cuya puerta estaba colocado un cartelito que decía Lira 31, antigua casa donde el autor viviera su adolescencia tras la prematura muerte de sus padres. Mismo lugar en que transitaron sus amigos: Barreto, Santiago del Campo, Eduardo Anguita, Juan Tejeda, Anuar Atías y tantos otros.

Después pasé por su living, lleno de recuerdos de sus días de gloría como escritor, en la India, Yugoslavia o con Ezra Pound, Jung y Hesse. Toda su poética se desperdigaba en esos objetos. Luego pasé a un comedor donde a la cabecera estaba él, muy serio. Había gente joven, amigos íntimos y constantemente recibía llamadas telefónicas de varios lugares del mundo felicitándolo por aquella fecha que transcurrió en ese instante como una común celebración de cumpleaños, incluso con un pastel.

En un momento hizo que se guardara silencio y pronunció un discurso que recuerdo muy bien, ya que anoté en una libreta justo después de irme: “Camaradas, estamos reunidos en este día especial. El nacimiento del ser más grandioso que ha existido, Adolf Hitler, el último avatara. El quiso salvar al hombre, y vino a transfigurar el mundo. Él no ha muerto, él está vivo, vive en un punto de la Antártica y la guerra no se ha terminado, se pelea aún en el otro plano. Nuestro amado Führer vive entre los hielos, y la prueba es el silencio terrible en esa zona de donde nos llamarán. Camaradas, sigan al sur, apunten su alma hacia el misterio, apunten su corazón hacia el sur porque ahí está la salvación. ¡Heil Hitler! 

Chile es un país único, un país especial. Quizás de los pocos que haya logrado tener un sistema nacional socialista. Ustedes no saben cómo eran esos días. Jorge González Von Marées fue responsable, el culpable, y quien por poder causó la muerte de los jóvenes nacional socialistas en el edificio del seguro, el 5 de septiembre. Después se unió al partido liberal, al partido de los asesinos, fue su secretario general. El nacismo en Chile fue algo muy especial y la muerte de los 59 jóvenes fue la ruptura de la  columna espiritual de Chile... Investiguen algo  de lo que nadie  habla, de la base secreta alemana en la antártica, bajo las bases chilenas y rusas. Ahí se encontraron restos, los de una mujer de siete metros. Ahí hay una laguna subterránea, y en el fondo hay una ciudad secreta. Investiguen el sur”. 

Hoy lamento que en este país tantos escritores, avalados bajo doctrinas igualmente sanguinarias como el nazismo, hayan sido “merecedores” de un reconocimiento como el Premio Nacional, diciendo a toda boca en medios que la obra de Serrano no tiene ningún valor literario. Lamento así mismo que no se haya entendido la voz auténticamente telúrica de un poeta, que  más lejos que otros de los artificios publicitarios del sistema avalado políticamente estás últimas dos décadas, han gozado y gozaron del pago de Chile sin el merito más que suficiente de Miguel Serrano quien incluso tuvo la deferencia de enviar su pésame a la familia de Teitelboim.

Lamento también los que en ciertas columnas han dicho lo que nunca se atrevieron a decir cuando él vivía, y lamento a los que nunca, siendo un tanto básico en mi expresión, se mojaron el culo, siendo que secretamente le rendían un culto que no condecía con su posición públicamente.

Creo que de esto sólo se salva el señor Armando Uribe Arce quien valoró su obra, dándole un puesto, un sitial de lujo a través de su prólogo en La Flor Inexistente.

Gracias a Miguel Serrano por mostrarnos el camino mágico de esta curiosa ciudad, de este Santiago del Nuevo Extremo, herido por un halo singular, quizás nefasto pero poseedor de un espíritu.

Un espíritu que hoy ha perdido parte de su corazón al dejarnos este poeta, hombre y mago a quien tenemos que empezar a leer dejando de lado el rencor y la conveniencia.

 


 

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