"Las Químicas Orquestas" de Max del Solar
Químicas
orquestas: escritura reactiva
Por Pedro Montealegre
Latorre
"Las Químicas Orquestas"
Max del Solar
Al Margen Editores
Santiago
88 pags.
Un crítico catalogó esta poesía como esquizofrénica.
Entonces, me pregunté, qué poesía no tiene, profundo
en su origen, una supuesta anomalía de este tipo (Lacan, Derrida,
y Foucault se preguntaron
lo mismo mucho antes). También la llamó paradojal, y
me pregunté qué poesía, en fin, no lo es. No
se trata de desacreditar la lectura introductoria del reseñador,
sino proponer otra complementaria, que intente huir de la etiquetación
que, en sí, tiende a poner entre rejas un aspecto del lenguaje
y de la realidad que, en su misma configuración –o confluencia–
poética, siempre se escapa de cualquier tipo de cota. En este
(des)orden, Las Químicas Orquestas, de Max del Solar (Santiago, 1978), corresponde a una imagen poderosa en su aliterada
modulación, en la medida que alude a un orden subcutáneo,
invisible y preconsciente, que, en sinfonía, o, de otro modo,
con música, determina las cosas, la mirada sobre esas cosas,
las acciones y a los sujetos que “son” en ellas. Quizás la
poesía –y ésta en particular– vendría a ser aquel
hervidero prosódico, gráfico, y significativo que, en
sus potencialidades y probabilidades combinatorias, reproduce el milagro
de la vida. Y precisamente esta escritura pone en evidencia a un sujeto
que asume las marcas visibles e invisibles que esta fuerza vital deja
en el blanco, las lecturas sobre la realidad y el estar en ella como
forma de supervivencia y como promesa de lucha en contra de los clichés
que la rodean (de nuevo, en contra de ESA realidad, ESA vida, o el
mismo hecho –poético– de des-vivirse en ella).
En este transcurso, el sujeto hace suyas las marcas generacionales
atribuidas a un discurso de la poesía joven chilena a partir
del 2000, pero, como ha sucedido en escasas excepciones, –ejemplares
resultan los casos de Héctor Hernández, Raimundo Nenén,
Paula Ilabaca, por nombrar los más nuevos– quien nos habla
en estos poemas las conjuga de una manera personal, no necesariamente
militante, en donde ironía, ingenuidad y (de) construcción
del lenguaje se dan cita en unos textos que se vuelcan sobre sí,
“de tal manera / de no caer / en la curvatura del poema”; es decir,
en su redondez, en su conclusión monolítica o monosemántica.
Cuando hablo de marcas, me refiero a las de tipo gramatical (en un
orden estilístico, o, mejor dicho, retórico) y a las
de tipo discursivo. En las primeras se reconocen el verso libre (en
el caso de Hernández lo llamé “libertario”), el
cambio de tipo, el manejo de los espacios y del blanco, el anacoluto
retórico en lo que respecta al uso de las figuras tradicionales
pero en una modulación alterada, equívoca, y, en otro
aspecto, en cuanto a la falta de puntuación de algunos versos
–o versículos– a la no diferenciación de hemistiquios,
el juego gráfico, lo que propone una construcción –o
destrucción– de un orden vanguardista. En las segundas se establecen
las coincidencias relativas al sentido y significación y su
resolución pragmática con otros discursos similares
surgidos a partir del nuevo milenio: en ellos se identifican cláusulas
temáticas como la conciencia de la urbanidad, del cuerpo, la
re-simbolización del género, los espacios de alienación
y ensimismamiento supuestamente acrítico con respecto a los
relatos sobre la realidad, imposiciones culturales, políticas,
etc.
La vida es un cigarro: y
fumar mata
En Introducción al Tema, primer capítulo, el
sujeto ironiza su lugar
en la tragedia de vivir, o, en su defecto, de evitar vivir, mediante
expresas referencias al suicidio. Ironía en cuanto a la actitud
del sujeto polifónico, algunas veces testigo, en otras, participante,
y también significada en la respuesta textual a partir de su
materialización gráfica, (a)gramatical, y significativa
en el blanco; ironía en lo que respecta a la imposibilidad
del sujeto de concretar su acto, provisto de una indolencia y curiosidad
por lo accesorio y por lo que estorba la decisión extrema,
como aferrándose al pretexto de lo nimio, de lo ínfimo,
de lo que no se ve, para dotar de sentido al arrepentimiento y seguir
viviendo:
“Despiertas
sacas el revólver del refrigerador
te pones una sábana blanca
cubriendo la cabeza
te apuntas ingenias posiciones poco originales
a un lado de la sien, al otro, en la boca
piensas pensar un solo pensamiento
te agotas…”.
Estamos ante la presencia de un hereje no el sentido demonizante
de la palabra, sino de aquél que necesita aprehender
las muertes cotidianas como dialéctica catalizante de
las reacciones “químicas” que determinan la vida, y,
en ella, por ejemplo, lo cotidiano de una relación amorosa
(Bataille ejemplifica muy bien estas muertes que se dan en el
acto erótico, releyendo a de Sade, como necesaria interdicción,
por el asesinato del 2 en el orgasmo para producir un tercer
sujeto virtual, religioso: hablaremos de eso más abajo):
“de tu pelvis me destierro
de tu
fluorescencia
…
las orquestas se sacaron hasta los huesos
tomamos café para la espera y para no matarnos
tiritamos hediondos sobre los restos de nuestra propia especie”.
Quien nos habla en estos poemas asume esta videncia como paranoia,
como un estado alterado y carencial que desborda y que (re)produce
alucinaciones de tipo convulso, ante la (in) conciencia del sujeto
de y en una realidad que no tiene otra función más que
escindir, especialmente, en los momentos previos al hecho de ahorcarse
o dispararse, en un continuo trizar lo ya trizado. Es constante en
los textos, aparte del hervidero de imágenes dolorosas y violentas
ante la inminencia del acto, la purga y el desvío ante lo mínimo,
ante lo que en apariencia no tiene importancia, como ese acto de “enterrar
un ladrido de perro en una tumba / descifrar al mosquito que choca
con la ventana”, circunstancias que, en definitiva, terminan salvándolo.
Se trata de continuos “desequilibrios” que mantienen al sujeto preso
de un vaivén entre la muerte y la vida, entre el sueño
y la pesadilla, entre escribir y callar. Ni siquiera, después
de fallecido, el hablante deja de tener conciencia, como sucede con
los difuntos de Pedro Páramo de Rulfo, de su condición:
al contrario, la muerte vendría a tratarse de un estado moral
más que físico:
“vienen paridos elementos en vientres
de madera [en ello veo la metáfora del féretro]
celebraciones en copas de una suciedad imborrable
tus ojos reman mudos
siguen delicadamente las líneas del parqué
y te vas destejiendo
la boca
los pies”.
O como dice más adelante, el suicida se regenera, de acuerdo
a la ley de que nada se pierde sino que se transforma: “en un millón
de años / serás tres gotas de petróleo / detrás
de la oreja de alguna mujer”. Se trata de un sujeto que es testigo
de esas tragedias en un sentido micro, en el mismo instante en que
“escupió el suelo y borró la saliva con el pie haciendo
círculos / donde cayó enterrado a altas velocidades”.
Tanto deshumaniza el hecho de morir, de matar o de “autoeliminarse”,
como dicen los periódicos, que quien nos habla perfila aún
más la minuciosidad de su mirada para finalmente focalizarla,
alucinada, en la metáfora vital del cigarrillo: que la vida
se fuma, y que fumar mata: “Me permito un poco de autodestrucción
/de morir dos veces en otoño / los 3 meses se me quedan en
la boca /y en los pasos”.
Un microscopio y un telescopio
mirándose
En Estudios Prácticos, segundo capítulo del
conjunto, la ironización inicial da pie a la paradoja, a la
carnavalización de estas partículas elementales, “químicas”,y,
más allá, orgánicas, que conforman el “cuerpo”
de quien nos habla: me refería más arriba a que encontramos
constantes alusiones a un orden subcutáneo, y éste queda
de manifiesto en el texto Mi cigoto: aquí se metaforiza
un sub-mundo al interior de la piel, pero protagonizado por el otro-yo,
expuesto como “sub-jeto”, soporte genético de identidad que,
en definitiva, pareciera soslayar a conveniencia el real conocimiento
sobre su portador. En este sentido, en sus acciones cotidianas, tanto
el macro-sujeto, o sujeto global, como el micro-sujeto, o sujeto microscópico,
terminan controlándose, determinándose, haciéndose
necesarios uno para el otro, mediante una complicada relación
de causalidades. Todo esto, por más que se ría, el más
pequeño, de ese Dios “con cara de idiota” que es su continente.
Entonces, la sucesión oracional expone las características,
el diario de vida de este cigoto “que hizo el amor entre las entrañas”,
y que como constante genética se ve repetido y perpetuado en
todas las particularidades fisiológicas y psicológicas
de su portador, no su “dueño”: precisamente la crítica
apunta a una forma de gobierno invisible, pero determinante, que trasciende
las determinaciones monocigóticas u orgánicas, para
trasladarse a un terreno para-político más allá
de las barreras de la piel.
En este mismo orden, son continuas las referencias a una determinación
genética y adánica: "llegué a este mundo
/ muy elegante / y no es la plata" . Aquí nos habla un
recién nacido que asume la voz de un sujeto adulto; propone
su relación con la madurez en llegar a esa “teta”, como quien
llega a un estado extra-conciente con un bagaje de recuerdos que sopesa
con tranquilidad. Y ojo: resulta significativa la determinación
de lo femenino, de lo maternal, como índice concluyente de
esa madurez, como finalización paradisíaca de lo que
implica esa “teta”: nutrición, tranquilidad, amor, acogimiento,
relación madre-hijo, matriarcado. Más allá, en
uno de los textos mejor logrados del conjunto, nos dice: ADAN ES NADA;
es decir, un juego especular en donde se fusiona el origen con el
anti-origen; la “nada” con el todo simbólico del sujeto genético
que además es consiente de esta identificación dialéctica
de oposiciones que se dan lugar en el espacio quizá no trascendente
de la mirada –se mira observar a sí mismo el interior de un
cerebro dividido, interior que, por lo tanto, también implica
lo exterior– “dada la posibilidad de ver más allá de
la ventana intraparietal del cerebro”.
En el poema titulado Ocupaciones del Espíritu se evidencia
aún más estas relaciones causales químicas, orgánicas,
con lo que es inorgánico y etéreo como el espíritu:
“Al parecer el espíritu tiene ciertas dimensiones / ciertas
pulsiones ciertas arrogancias con el cuerpo”, y que después
de un “sucio” recorrido, da cuenta de filiaciones ideológicas.
Es así que algunos “hacen mítines / creen que al final
de cuentas / los gusanos tienen más resonancia política
/ que espiritual”. A partir de este doble juego de miradas micro y
macro (recuerdo la base y la superestructura del análisis marxista
aplicado al trabajo y al sistema de clases), el sujeto engloba su
dicción mediante una “contra-dicción” para, de este
modo, plantear una lectura política, y, por tanto, ideológica,
en vista de describir aquellas consecuencias desprendidas al ofrecer
artículos de necesidad por medio del aviso publicitario, lo
que implica, al mismo tiempo –y de acuerdo a este proceso alienante–
hacer “algo por el destino”. Bien dice:
“escriba en la línea punteada
un oficio que desearía
realizar y que no puede por estar inserto en la
maquinaria capitalista que hace de su cerebro
dos huevos fritos, de tal manera de ejercer la
regulación requerida contrariando así el antiguo
teorema chino de que los extremos son malos”.
Feromonas al ataque
En Apuntes de Testosterona, la dialéctica contradictoria
y las oposiciones macro y micro que caracterizaron, a mi juicio, las
2 primeras –y, junto con la última, mejores– partes del libro,
se diluyen para desplazar el discurso no a un apunte, precisamente,
sino a despuntes o flechazos de testosterona, hormona simbolizada
como naturalmente “masculina”. El discurso da cuenta de los hervideros
o calenturas míticamente atribuidos a la exacerbación
de esta sustancia, y sobre la metaforización de un poder “activo”
que su perturbación implica. Aquí, el instinto, el deseo,
lo afrodisiaco, las feromonas y el coito asumen su protagonismo de
manera que “se prende el sexo en la zona anorectal / se aglutina lo
poco depurado / aapurado(a) / y estalla sin dramas”. De acuerdo a
ello, el sujeto –“macho”, agrego yo– expresa su relación con
lo femenino, y, de paso, con lo masculino, como una empresa instintiva
en donde la mujer –y el hombre, pero en una relación de poder
diferente– se fetichiza o animaliza para no ser considerada ella misma
como sujeto integral, sino en partes, en trozos, mediante un proceso
de mutilación y mutación simbólica, a partir
de particulares formas de metáfora y sinécdoque: es
o “pezones”, o “gorda”, o “carne”, “tacos altos”, “prostitutas”o un
“animal despacio”, o “tacones”, o “la belleza”, o “senos”, “espacios
vaginales”, o “perrita”, etc. En los mejores textos eróticos
de nuestra tradición, igualmente se pueden encontrar estas
“interdicciones”, pero que al final –y, por tanto, al comienzo– logran
ser sustrato reflexivo de un ente tripartito (yo, tú, nosotros),
nuevamente cohesionado, primordial y pre-moral, como parte de ese
proceso circular del erotismo en que se “matan” dos, y no una sola
(pienso en de Sade, en Betaille, en Anaís Nin, etc). Sin embargo,
en estos textos el sujeto increpa a la mujer, cuando ésta intenta
darse a conocer o liberarse de su condición fetiche. Le dice:
“y se me antoja decirte / perrita / no hagas política de mi
cerebro / te veo pilucha en el cielo pilucho”; o “anoche fue el sexo
los pianos cristalizados en el orgasmo / pero tú sangrabas
/ de mala fe”; o “te guardaría en una carpeta llevarte cerrada”,
etc.
Hay dos textos que logran, en parte, sustraerse de esta velada misoginia
del sujeto entendida como síntoma y no como culpa, si la analizamos
gestada en un sistema social que promueve y propicia esa visión
en discursos que se asumen como norma, a través de la misma
configuración simbólica de lo erótico –por medio
de las plataformas asentadas en el poder y que promueven esta emisión–
en la formación del deseo, la fantasía y el desarrollo
de la relación sexual. En este sentido, más que de misoginia,
se nos habla de soledad, de individualismo. De este modo, en la estrofa
tercera de Las esquinas, el sujeto asegura que: “las gentes
son su árbol genealógico y ginecológico / la
partusa se reúne con lenguas / luego llegan a sus casas / duermen
la siesta / y sueñan con su ombligo”. De acuerdo a mi lectura,
el texto que mejor describe esa soledad es el titulado: Interesante
canción de amor: aquí, junto con los “recuerdos
del sexo playero para excitarse secretamente / en una bolsita tela
de cebolla”, el sujeto es capaz de asumir la bilateralidad de la relación:
“discutimos cuestiones sin importancia / para tirar más basura
al mar / en nuestro afán de salvar las pestañas del
más allá”.
“El virtuoso afán
de ocultamiento”
En el último capítulo, titulado Interpretación
de la ínfima historia según los pájaros,
quien nos habla alegoriza la condición humana –depredadora,
calculadora, sangrienta– imaginada en la figura de pájaros,
aves agoreras y de mala reputación como cernícalos,
“pájaros degenerados en la escala geométrica del mono”.
El texto dialoga con otro de Héctor Hernández, de modo
que ese entrecruce pone en evidencia el conflicto necesario que implica
toda lectura. Ese correlato queda de manifiesto cuando estas aves
chocan, como insectos, contra el vidrio de su propia imposibilidad,
contra el aire humanizado y simbolizado como garantía de existencia;
no se da cuenta del juego dialéctico que “también tiene
su historia y su fama y su decaimiento”.
El sujeto que asume la voz de un ornitólogo –con esa distancia
y, al mismo tiempo, con la misma acuciosidad– es conciente de la mercantilización
del signo y del símbolo, de modo que en su interpretación,
el pájaro viri biri “nos dice que rezar es una situación
de carácter industrial”. En estos textos nuevamente se vuelve
al juego de miradas desde la distancia analítica hasta las
particularidades detalladas por el sujeto: entonces, el “afuera” estaría
signado por la interpretación objetiva del analista que nos
habla del “adentro” caracterizado por los pormenores –macro y micro,
objetivos y subjetivos, su necesaria identificación– propios
de estas aves: “nos dice algunas claves para volver a descifrar /
y con su movimiento giroscópico de ojos / reproduce el silencioso
sonido del universo: / unos cachetes inflados”; o “ se somete a su
forma en la obertura del mundo / y en la herida abierta de un niño”.
Los pájaros mutan, se devoran a sí mismos como el uroboro,
pero en la figura de lo que son en realidad: hombres y mujeres. Es
así que algunos de estos animales “desaparecen / succionados
por lirios con bocas de hombres /en el virtuoso afán de ocultamiento”.
La química del libro
El texto de Max del Solar aparece como una propuesta fresca dentro
del panorama de lo que se llama poesía joven chilena, en sus
debates, en sus discusiones, en sus pugnas por hacerse hueco en el
canon nacional.
Defiendo una “frescura” identificada con la mezcla de elementos
de discursos estéticos disímiles: surrealismo, barroco,
realismo sucio, y la “entonación”, por decirlo así,
arrebatada, alterada, de un sujeto que, a mi juicio, no escribe necesariamente
para suscribir el discurso legitimador de una suerte de “novísimos”;
sino más bien, junto con los poetas con quienes lo vinculé
al principio de este artículo, entre los más jóvenes
–y faltan nombres– forman un contrapeso estético frente a otros
discursos que pretenden homologar y normalizar –mediante un filtro
posmoderno y neoliberal– los temas y los estilos de quienes recién
se aventuran en las letras de nuestro país.
De acuerdo a esto, no es de extrañar que Las Químicas
Orquestas, como pájaros de mal agüero pero pájaros
en fin, con alas y con voz, después de cantar se rompan a sí
mismas. Y esto lo dice del Solar para poner fin a un libro “reactivo”,
con la orquesta sinfónica –y metal– de la palabra.