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“Lo exquisito de la flor cortada”
La poesía de Marcela Saldaño


Por Alejandra Bórquez Jaque

 

Toda buena poesía da cuenta de al menos tres aspectos determinantes: biografía, lenguaje y territorio, y la poesía de Marcela Saldaño se destaca y deslinda de la mayoría de las poéticas a ella contemporáneas, en tanto cumple con esta máxima, ofreciendo un discurso a través de un lenguaje más cercano al lirismo que a la expresión coloquial actualmente tan requerida, un testimonio de experiencia vital y una postura político-estética desde la cual enuncia. La poesía de Saldaño no se pregunta por el poder de la palabra ni el alcance del lenguaje, no existen aquí cuestionamientos estéticos ni morales sobre el ejercicio de la escritura; en cambio, utiliza a sus anchas la amplitud de recursos lingüísticos para avocarse a la experiencia de la escritura en sí, de ser mujer, artista y habitante de un tiempo y una geografía determinados, todo lo cual está inteligente e intuitivamente tramado a lo largo de “Un ojo llamado cacería”.

El libro abre con un poema extenso que aglutina y pone en relación los distintos conceptos e ideas que conforman el imaginario con el cual se ha construido el texto en su totalidad. Es la clave que adelanta lo que el lector hallará al adentrarse en un mundo poético donde la existencia se revela en toda su pureza y brutalidad. La sucesión de imágenes sitúa rápidamente al lector en un espacio estético que se alimenta de los símbolos, deseos y temores más antiguos de la humanidad, al tiempo que la disposición tipográfica de los versos (uno al lado del otro continuamente hasta finalizar cada poema) refuerza la sensación de enfrentarse a una fuente inagotable de vehementes sentencias que, valiéndose del poder fundacional de la palabra, dan origen a un universo autónomo, íntimo y sugerente.

Desde el título en adelante, lo primero que capta la atención es la presencia insistente del ojo, elemento plurisignificante sobre el cual resulta arduo referirse sin evocar el sentido de la vista, la actitud vigilante, la posibilidad de la clarividencia -siempre hermanada al ejercicio poético-, cierto sentido erótico sugerido ya en los textos de Bataille, la experiencia de lo siniestro, referida por Freud, y la golosina caníbal de Stevenson, entre otros muchos significados. Lo interesante es la posibilidad de múltiples lecturas simultáneas que pueda darse en uno o varios poemas a raíz de lo que nos despierta la imagen del ojo. En la poesía de Saldaño, el ojo es la mirada del otro sobre el hablante y viceversa, es un agujero más del cuerpo por donde nos entra el mundo, es otro elemento que asemeja al humano con las bestias, es un ente orgánico, vulnerable al tiempo y susceptible de corromper; pero, contrariamente a lo que en primera instancia podamos pensar, la vigilancia del ojo no es la del panóptico foucaultiano, punitiva y autorrestrictiva, sino la de aquel que se apresta a cazar.

Ineludible resulta, entonces, hablar de la cacería, también presente en el título del libro y gravitante, junto al concepto de carnicería, en todo el texto. Ir tras la presa es la respuesta a un animal deseo, ya sea amatorio o por sobrevivencia; de una u otra manera, la cacería implica alimentarse de otro que está, o estuvo, tan vivo como el cazador. La presencia de cadáveres en el texto evidencia la inquietud por la naturaleza orgánica de lo vivo, la amenaza del paso del tiempo y la certeza de la muerte, que no trae más que degradación y pestilencia. Al mismo tiempo, tal vez desde la perspectiva del cazador (quien triunfa al seguir vivo), existe un goce en el acto de observar al caído, una suerte de filiación a la estética medusea, en la cual persiste la belleza de lo horripilante:

Insisto en lo exquisito de la flor cortada

“Insistencias”

Lo exquisito, la luz de vida que perdura en lo muerto y que pronto desaparecerá, dando lugar a la descomposición. Es interesante cómo a lo largo del texto se enfatiza en el arraigo material de la vida a través de la presencia de diversos fluidos vitales y de la muerte: sangre, leche, veneno, resina, saliva, orina, lágrimas, vómito e incluso una imagen tan magnífica como:

estas flores que arrojan sangre de su polen

“Estados catárticos”

Más interesante aún es que estos fluidos, que pueden suscitar cierto rechazo o asco (no en vano la presencia de la arcada -¿angustia existencial?- es reiterativa en el libro), son otra forma de hermanar al humano con los animales e, incluso, con los seres del reino vegetal; sin embargo, esta presencia física en el mundo y todos sus remanentes, son la puerta de entrada a una dimensión metafísica de la vida, pues encierran en sí lo sagrado de la experiencia vital, separándose, de este modo, del reino mineral, representado por la poeta en la piedra. Este elemento (o lo mineral en general), en contraste con lo orgánico, es permanente, inmune a los embates del tiempo, y por ello simboliza lo eterno, lo inamovible, el poder y, en muchos casos, se le atribuye un carácter mágico o sobrenatural; al mismo tiempo, es aquello que carece de fuego vital. En la poesía de Saldaño, la presencia de la piedra puede ser interpretable como un estado de aislamiento que impide la comunión con lo otro, como el poder masculino, o como símbolo de pureza, de lo incorruptible. La piedra puede ser dibujada o tallada, pero no perderá su esencia ni su forma material:

Pureza:
cristal precioso
convertido en piedra

“Las cosas nunca cambian de estado”

La enunciación del hablante lírico es mutable de un poema a otro, e incluso dentro de un mismo poema. Así, por ejemplo, cuando el lector cree estar oyendo la voz de una bestia, se sorprende de pronto escuchando a una mujer. Entiendo este recurso como una forma de manifestar, a través del texto, el concepto de transfiguración y, al mismo tiempo, veo una reinvención de lo sublime romántico, ahora no experimentable en el contacto con enormes y descontrolados objetos o manifestaciones de una naturaleza terrible, sino en lo ilimitado de los seres vivos. El hablante, por medio de la transfiguración, ya no está escindido del medio que lo rodea, sino que lo contiene y es contenido por él, rompe la barrera del deseo del observador por lo observado, porque está fundido en él. En este imaginario poético existe la posibilidad de cambiar de forma para revelar la verdadera esencia como un modo de romper límites y, para el ser humano, de adoptar conductas convencionalmente entendidas como propias de las bestias. Al asumir el hablante la voz de diversos entes de la naturaleza, hermanados -ya está dicho- en las pasiones y sentimientos anclados en la experiencia vital/material, está abriendo paso a una manifestación panteísta, en la cual todo lo vivo parece latir a un mismo pulso. Asimismo, la transfiguración corresponde a una forma de purificación, pues trasciende los límites de la materia.

El proceso de purificación está también representado en el cambio de piel de la serpiente, en diversas ocasiones referido en el libro. Esta renovación periódica, que libera al áspid de parásitos y  repara sus heridas, la ha convertido en símbolo de salud y medicina, enroscada en la vara de Esculapio; además, en este poemario la serpiente simboliza al cazador por excelencia (que se alimenta exclusivamente de otros animales) y a la voz femenina. Inevitable resulta evocar el mito de Lilith (la primera mujer de la Creación en el poema asirio Epopeya de Gilgamesh, también señalada por la tradición popular como la primera mujer de Adán, anterior a la existencia de Eva), quien, ofendida por el intento de sometimiento del que ha sido objeto por parte del hombre y de Dios, abandona el paraíso en pos de su libertad, desafiando incluso la autoridad divina. Ella encarna el derecho a la autonomía y a la satisfacción del deseo erótico, instaurándose como ícono de la mujer fatal y siendo acusada, además, de bruja que se alimenta de niños y procrea demonios, y de tomar la forma de la serpiente que tentó la curiosidad de Eva, acarreando la perdición suya y la de Adán. Más allá de la concepción bíblica de la serpiente como símbolo de pecado, la serpiente es, en la poesía de Saldaño, la voz de la mujer que, conciente de su lugar en la sociedad, se rebela ante él y lo desafía, asumiéndose como sujeto con voluntad propia y en toda su carnalidad:

Recorrí ríos Cambié mi piel y me serví de hijos ajenos Cambié círculos de leche por vórtices de sangre Seres vivientes por callados bocados Teñí mi boca de negro a ver si conseguía algo fuera de la noche dentro de mí misma

“De lo divino al vacío”

El contraste entre pureza y degradación está presente a lo largo del libro de diversas maneras, pero la más determinante de todas se halla enfatizada en la sección llamada “Estados catárticos”, que ya en el título nos remite, desde luego, al antiguo concepto griego. La catarsis implica someterse a la experiencia para superarla, es decir, enfrentarse a lo que causa temor o sufrimiento, dar una profunda mirada al lado oscuro de la realidad y vivirla, para poder salir purificado y fortalecido de ella. En esta dinámica se enmarca la vida del poeta (o del artista en general) evocada por Saldaño, pues, reviviendo el mito órfico, representa un ser que se debate entre lo racional, excelso, armónico y puro del arte apolíneo, y lo instintivo, terrenal, desproporcionado y corrompido del arte dionisiaco:

Alguien en lo alto viene a juzgarme Soy de nuevo presa de una pasión indeterminada

“Estados catárticos”

Así, en la búsqueda de la pureza, de aquello que trasciende la materia y sus horrores, el poeta debe transitar necesariamente por los territorios de la oscuridad:

Sé que siempre huyo de una geografía y hay estados horrendos de los que me niego a escapar Porque están del otro lado de la belleza

“Estados catárticos”

Parece paradojal, en contraste con la idea de transfiguración, concluir esta breve referencia al tema de la creación literaria con versos extraídos de una sección denominada “Las cosas nunca cambian de estado”, en la cual hallamos poemas breves, de tono resignado y temple pasivo. Al parecer, se representa en este conjunto una especie de pausa en la que se da lugar a la toma de conciencia del contexto en que se encuentra el hablante, situación en la que, creo, se siente angustiado, reprimido y sancionado. Por un lado, está la voz femenina constatando su lugar en el orden patriarcal y, por otro, nos habla aquí el artista, tradicionalmente incomprendido y desechado por la sociedad. Desde ese dolor se expresa la impresión de que las cosas no cambian ni cambiarán de estado, y es también desde la incomprensión y resignación, que el hablante esboza una poética en la que aparece transparente y espontáneo en el ejercicio de su oficio y, al mismo tiempo, conciente del alcance de éste:

No sé Nunca supe de artificios Propongo una extraña mezcla de inocencia y despropósito Una burla que pueda adaptarse al tiempo

“Las cosas nunca cambian de estado”

Para finalizar, quisiera referirme justamente a la trascendencia de la poesía en el tiempo, preocupación que implica un planteamiento no sólo estético de la literatura, sino también histórico y social. A mi juicio, en este libro se manifiesta una postura de insatisfacción frente a un territorio y una patria carente de límites y características definidos. La quinta sección, “Mi residencia es una antorcha de agua”, en el título hace un guiño a Neruda y alude al territorio, para luego abrir con un epígrafe de Gabriela Mistral, extraído del poema “Caída de Europa”, que habla de la ausencia o incertidumbre de una patria y la búsqueda de ella. Se abre así una clave de interpretación en la que el hablante lírico se mueve siempre en un país, una geografía y coordenadas inciertos, con una identidad territorial que se define, más allá del “suelo no suelo” referido, tal vez en la presencia de espacios públicos citadinos, como los parques, donde, semejantes al flaneûr de Baudelaire, los transeúntes deambulan sin propósito, compartiendo el lugar sin hacerse parte de la multitud, sin identificarse o relacionarse con el otro.  En cambio, los parques (y en su versión más salvaje, los bosques), y toda referencia a la geografía, están más bien relacionados con la experiencia personal de lo espacial, replicándose en el cuerpo humano o en sus partes. Cuerpo y ambiente se fusionan o confunden:

Un paseo en mi propia residencia (…) Quiero tener todo Ser parte de mí y de lo ajeno Parte del cuerpo y el espejismo que genera esa manera tuya de romper con lo que llamaste alguna vez fatalidad Creo que no puedo conseguir algo que no sea noche Esa es la razón por la que los parques apuntan siempre hacia adentro Siempre hacia el fondo de la garganta Una garganta llena de flores y pájaros

“Oscuros objetos cerca de la boca”

Así, también el concepto de patria se representa como algo inconcluso y abstracto:

Un suspiro de patria que no me dio coordenadas ni geografía Sólo un presentimiento de algo incorpóreo

“Un ojo llamado cacería”

La patria se manifiesta, además, a través de la figura de los progenitores, donde el padre se asocia al sentimiento de no pertenencia, al olvido y todo lo que la mala memoria puede hacerle a un país, y la madre es la patria nueva, representada en la matriz y en lo que de ella pueda nacer. Persiste, entonces, la esperanza de que, después del desastre tantas veces mencionado, nuevas voces se hagan cargo de la indefinición de la patria y el territorio heredados, prueba fehaciente de una renovación positiva en la poesía chilena actual. La voz de Marcela Saldaño sigue este camino y vuela más allá del horizonte de la literatura de género para instalarse en lo alto, desde donde aguza su ojo cazador.

"Sus versos están provistos de un gran poder de sugerencia y nos introducen en vivencias, de apariencia autobiográfica, para concluir relatándonos un mundo donde domina una compleja sensibilidad."

 

 

 

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