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Más de cincuenta años de poesía
Manuel Silva Acevedo: "Lo que me movió fue la búsqueda"

BAJO PALABRA. POESÍA ESCOGIDA.
Ediciones UV, Valparaíso, 2022, 297 páginas


Por María Teresa Cárdenas Maturana
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 25 de diciembre de 2022


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El poeta de la generación del 60, Premio Nacional de Literatura 2016, publica Bajo palabra, una bella y delicada edición de su obra escogida, realzada con las ilustraciones de Raquel Echenique.

"El concepto 'bajo palabra' significa que quedo en libertad, que la poesía me concede esa libertad", dice Manuel Silva Acevedo (Santiago, 1942), refiriéndose al título de su nuevo libro, Bajo palabra. Poesía escogida, publicado por Ediciones UV. "Libertad para seguir en la huella, con nuevos poemas, o libertad para guardar silencio", continúa reflexionando en su casa de La Reina, de la cual ha salido poco en estos años de pandemia. "Ya tengo una edad en la que no estoy luchando por ningún tipo de reconocimiento ni prebenda. Me puedo dar el lujo de decir: 'esto es lo que yo hice'. No está todo, por supuesto".

Con sugerentes ilustraciones de Raquel Echenique y prólogo de María Inés Zaldívar, Bajo palabra presenta, en primer lugar, una antología de los "clásicos" de este poeta de la generación del 60 y Premio Nacional de Literatura 2016. Ahí están —algunos de manera íntegra— Lobos y ovejas, Mester de bastardía, Monte de Venus, Terrores diurnos, Señal de ceniza, Houdini —"un divertimento"— y Día quinto. En la segunda parte se incluyen poemas seleccionados de ocho libros, que van desde 1967 a 2017, y luego, nueve poemas inéditos. Completan el volumen cuatro textos dispuestos a manera de epílogo y que corresponden a lo que Enrique Lihn, Eduardo Anguita, Gastón Soublette y Grínor Rojo escribieron en su momento sobre algunos de estos libros.

¿Cómo ve, con la perspectiva del tiempo, eso ''que hizo"?
—Lo que yo observo es que todos los textos, todas las épocas de mi escritura, están de algún modo atravesados por una búsqueda. Eso es lo que me movió a la poesía, o en la poesía, desde que comencé a escribir: una búsqueda. Siempre pensé que la poesía me podía abrir la puerta a una dimensión de mí mismo y de la realidad que de otro modo me sería negada.

¿Permanece hoy esa búsqueda?
—Yo creo que sí, aunque no tome la forma de poemas. Es una búsqueda espiritual. Y fundamentalmente espiritual en el amor: por mi esposa, por mi hija (de su primer matrimonio), por mi nieto, por mis amigos más queridos. Creo que ahí está la clave del sentido de haber vivido todo esto; o sea, no fue gratuito, no fue tiempo perdido. Me siento enriquecido.

La naturaleza y los animales también son depositarios del amor que Manuel Silva ha expresado en sus poemas. Un amor que exalta la belleza de estas especies o que sale justicieramente en su defensa. Así, en Día quinto, publicado en 2002, "interpone" un "Recurso de amparo" a favor de ellas para denunciar "una odiosa discriminación", ya que sus derechos no están garantizados en "la Constitución que nos rige": "Animales y plantas son seres que sienten/ y no cosas; amigos del hombre/ y no simples recursos convertibles en dólares/ conforme a la ley del más fuerte", escribe en parte del poema. Incluso, advierte: "Perder su amistad puede costarnos caro".

"Cuando terminé de escribir ese conjunto de poemas —recuerda ahora—, me encontré con Gastón Soublette en El Huerto y le dije: 'Gastón, me gustaría que tú lo conocieras y si te gusta, me lo prologaras'. Aceptó altiro, encantado". Ese es uno de los epílogos incluidos y en cuyas primeras líneas Soublette señala: "Hay en este libro algo profético y apocalíptico".

"Profético —confirma el autor—, porque abre una ventana hacia un mundo que ha sido utilitario para el hombre, ha sido malquerido por el hombre. Y apocalíptico, porque, como lo está probando ahora toda la preocupación que hay por el cambio climático, efectivamente nos encaminamos a una autodestrucción".

"Corrí mi carrera"

¿Ya no siente, entonces, el impulso de la escritura?
—En realidad, practico a veces una escritura en silencio, una escritura que se produce en mi cabeza, pero que por algún motivo no llego a trasladarla al papel; de algún modo, me la dejo para mí, como pesquisas. Es raro, ni yo mismo lo comprendo bien. Yo creo que siempre cuando se escribe se espera un reconocimiento, fundamentalmente de tus pares, de las personas de tu generación o de otras. Y eso ya no está en mí; ya no persigo la gloria, como Machado (se ríe).

¿Será porque ya recibió el Premio Nacional? ¿Qué significó para usted?
—Bueno, primero que nada, un reconocimiento; es bien importante sentir que no escribiste en el agua, que algo quedó. Creo que corrí mi carrera; no sé si gané, si llegué a la meta, pero que la corrí, la corrí. Y me gustaría, cosa que no veo en este tiempo, que las generaciones que vienen después, los jóvenes poetas, tuvieran también una mirada sobre lo que hemos escrito los poetas que les antecedemos.

Como lo fue para su generación la presencia de Gonzalo Rojas, Parra, Lihn, Teillier... ¿Qué aprendieron de ellos?
—Enrique Lihn y Teillier, sobre todo. Barquero, también; Armando Uribe. Yo creo que de algún modo marcaron en nosotros un ejemplo de conducta, de no ser pavos reales y no andar con el ego desatado, como algunos, que no voy a nombrar.

Aunque usted es de Santiago, su generación sumó a muchos poetas de provincia. ¿Cómo recuerda esos tiempos?
—Fuimos muy amigos, camaradas. Enrique Valdés, Floridor Pérez, Omar Lara, Gonzalo Millán, Jaime Quezada... en el fondo éramos un grupo de poetas que nos apoyábamos unos a otros, no había competencia, no había rivalidad. La revista Trilce, la revista Arúspice, aglutinaban grupos de amigos poetas. Era la manera de promovernos y teníamos además la amistad de los poetas del 50, que nos estimaban y que iban a nuestros encuentros, eran jurados de concursos. Estábamos muy ligados a una tradición poética.

¿Qué pasa con las nuevas generaciones, según usted, que no ven a sus mayores?
—Yo creo que cambió tanto el mundo y están bombardeados por tantos estímulos que no les interesa la palabra. Hay que tener cuidado con eso, porque la palabra tiene una fuerza tremenda, sobre todo la palabra poética. Están bombardeados por esta cosa multimedia y yo creo que todo eso distrae del contacto que un poeta, y un escritor, en general, debe tener con su mundo interior; de ahí se alimenta, no del exterior.

La búsqueda espiritual de Manuel Silva es evidente sobre todo en Señal de ceniza, donde los epígrafes de los poemas están tomados del Libro de Job. Pero esa búsqueda no se ha limitado a la religión y menos a una en particular. Más bien, ha ido sumando miradas en torno a una profunda inquietud que ha marcado su vida. "Desde joven, desde niño, incluso, del catecismo, todo eso me tomaba muy fuerte. Después participé en un grupo de las enseñanzas de Gurdjieff, dos o tres años, que también fue importante para mí, porque hay un trabajo interior sobre uno mismo. Esto era acompañado de grandes trastornos emocionales míos. Y yo creo que en la madurez, y con Sabine, mi esposa, he encontrado por fin una calma interior. No es un logro mío, sino un don, con el que fui regalado.

Su primer libro, Perturbaciones, lo publicó en 1967, pero sin duda el más conocido es Lobos y ovejas (1976), antologado y citado con frecuencia, y donde se materializa una característica de su poesía que María Inés Zaldívar destaca en el prólogo: "la permanente tensión entre opuestos". "Hay un lobo en mi entraña/ que pugna por nacer/ Mi corazón de oveja, lerda criatura/ se desangra por él", escribe al inicio de este poema largo, dedicado a Enrique Lihn. "Algunos años después de haberlo publicado, justamente en los grupos de Gurdjieff —recuerda Silva Acevedo—, encuentro un epígrafe que dice, más o menos: todo hombre al nacer recibe para su cuidado un cordero y un lobo, y el arte de ser hombre consistirá en evitar que el cordero sea devorado por el lobo, o que el lobo perezca de inanición. O sea, hay que mantener el equilibro entre las dos fuerzas".

Lo más sorprendente es cómo surgió este poema, que también tiene elementos de la fábula. "Yo le venía dando vueltas a este tema de los opuestos —recuerda—, pero lo escribo de una sentada. Y cuando termino, digo 'wow, qué pasó aquí'. Hay algo que uno trabaja por dentro, con fiereza, con fuerza, y no sabe qué es hasta que no lo pone por escrito. Yo mismo me sorprendí de lo que había hecho. Nunca he vuelto a escribir así".

En el Instituto Nacional, Manuel Silva leyó a Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, poetas malditos que lo deslumbraron y que hasta hoy admira, porque "se la jugaron en la poesía hasta las últimas consecuencias; rompieron con todas las reglas sociales, lo cual —reconoce— no era mi intención". También conoció al Neruda de Residencia en la tierra, "el Neruda más oscuro", y se dio cuenta de que él también podía escribir poesía. "Es algo que viene con la cultura —afirma—. Y ahí, en la academia literaria, donde estaban Antonio Skármeta, Carlos Cerda, Waldo Rojas, Ignacio Chávez, con el que he sido amigo más de sesenta años, descubro que yo puedo decir algo".

La academia se reunía los miércoles en la tarde, y Ernesto Boero Lillo, el bibliotecario, los recibía en su templo. "Era un viejo extraordinario —recuerda Silva Acevedo—. El Instituto ya estaba cerrado, entonces él abría la biblioteca y nos permitía hasta ¡fumar! Fumar en una biblioteca, lo cual es un peligro descomunal. Yo creo que para todos nosotros eso fue como un vivero. Venían los Vicuña, José Miguel y Eliana Navarro, a leernos sus trabajos. Ahí conocimos a sus hijos, porque nos invitaban a su casa. Ese fue el comienzo de todo".

Después de estudiar un tiempo en el Pedagógico, "yo era muy veleidoso, poco constante", se cambió a Filosofía, "porque había dos figuras que para mí eran notables: Juan Rivano y Cástor Narvarte, un español republicano de derecha, un gran orador, un tipo magnífico". También dejó Filosofía y probó en Periodismo, donde estuvo dos o tres años, y finalmente se dedicó a la publicidad. "Encuentro una fórmula de ganarme la vida con el lenguaje, con la creatividad. Y me va bien; trabajé en eso hasta los años 90, en distintas agencias", recuerda. "Era como prostituirse, en algún grado —reflexiona—. Yo me había casado y necesitaba ganarme la vida, y la publicidad pagaba bien".

Tradición y transgresión

Después de una breve militancia en el MIR, a la que renunció para colaborar con el gobierno de Allende, Silva Acevedo trabajó en editorial Quimantú. Tras el golpe de Estado, se dedicó a la publicidad en una agencia privada. Ahí, recuerda, "me pidieron un aviso para un desodorante, Menem, creo, cuya propiedad era que no se acababa el efecto. El aviso decía: '24 horas de libertad total para actuar'. ¡Y llegó la Dina! 'Esto es una consigna'. Juan Carlos Fabres —dueño de la agencia—, que había sido cadete o algo así, les dijo: 'Qué se han creído ustedes, andan viendo las moscas con tongo, esta es la promesa básica de un producto, esto es publicidad, váyanse'. Y después me preguntó: '¿De verdad no quisiste decir otra cosa?'", recuerda entre carcajadas.

¿Qué lugar ocupaba la poesía entonces?
—Yo ya estaba enrolado en la poesía: el 72, Lobos y ovejas gana el concurso de Trilce, con un jurado formado por Lucho Oyarzún, Enrique Lihn y Omar Lara, que era el director de Trilce. El premio era la publicación, pero viene el golpe, y se posterga. Aparece el 76, porque Jonás, Jaime Gómez Rogers, era amigo de la dueña de la galería Paulina Waugh, hermana de Carmen Waugh. Paulina Waugh financió el libro de Jonás y Lobos y ovejas. Después quemaron la galería y ahí se perdió una buena cantidad de ejemplares.

En el libro también se incluye un elogioso texto de Eduardo Anguita sobre Monte de Venus (1979). Curiosamente, con el autor de Venus en el pudridero compartió más que la poesía. "¡Trabajé con él en una agencia de publicidad! —recuerda—. La agencia había arrendado una casona en Seminario con Providencia y nos destinaron, como es lógico, al cuarto de servicio. El escritorio ocupaba gran parte de la pieza, pero Anguita, como era bajito, daba vueltas alrededor del escritorio recitándome su gran maravilla, Venus en el pudridero. Anguita fue muy importante para mí, alcanzamos a ser bien amigos. Y tenía una risa estruendosa. Era chiquitito y, sin embargo, cuando se reía era como un volcán".

¿Le parece que en su poesía hay una mezcla de tradición y transgresión, como dice María Inés Zaldívar en el prólogo?
—Sí. Yo me siento bastante respetuoso de la tradición, no solo de los poetas antecesores, los del 50, de toda la tradición. Pero también me siento con las manos libres como para buscar mi propio camino de expresión. De otra manera no se puede, para escribir uno tiene que saber de dónde viene, dónde está parado.

Es difícil elegir un libro, pero ¿cuál diría que es el que más lo representa?
—(Piensa) Lo tengo: Mester de bastardía (1977), la maestría del bastardo. El poeta es un bastardo, porque en el fondo tiene una pata en la tierra y otra en el cielo, en las alturas, no sé, en el misterio. Una pata en la tierra y otra en el misterio. Soy un bastardo. La bastardía es haber querido hacer algo mayor que mi condición humana, pero que no puedo, no llego. Me pego el salto, pero me caigo igual. La poesía me presta alas, por un momento, por un tiempo.

 

 

 



 

 

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