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Premio Nacional de Literatura 2016
Manuel Silva Acevedo: "El poeta no es un literato, es un artista de la palabra"
Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 28 de agosto de 2016
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Sentado a la misma mesa pequeña, donde ahora da la entrevista, estaba comenzando a almorzar cuando el martes lo llamaron por teléfono, pasada la una de la tarde. Lo único que alcanzó a probar fue el puré. Le dijeron que se fuera de inmediato al Ministerio de Educación. Tomó un taxi desde su condominio, en La Reina, hasta el edificio de Alameda donde lo esperaba el jurado que le había concedido el Premio Nacional de Literatura.
Antes y después de la conferencia de prensa, los camarógrafos y reporteros gráficos lo hicieron posar una y otra vez. "Pero anoche vi las noticias, y los condones fallados tuvieron como 20 minutos más que los premios nacionales", comenta riéndose. Los poetas posan, pero ya no pesan. "Creo que la sociedad tomó otro rumbo y los valora menos", agrega más serio.
Está rodeado de libros y papeles. De los muros cuelgan una fotografía de su adusto bisabuelo Adriano Silva Molinare y recortes, enmarcados, de reseñas y caricaturas que le han hecho en suplementos literarios. Cuenta que ya lo han llamado, para felicitarlo, Elvira Hernández, Floridor Pérez y Pedro Lastra, tres de los 18 poetas que postularon este año. También le mandó un correo "de camaradería" Óscar Hahn, ganador del 2012, y otro Efraín Barquero, reconocido en 2008. "No lo veo hace mucho tiempo", dice.
Además le telefoneó Antonio Skármeta, distinguido hace dos años, quien se excusó de integrar el jurado. "Está muy enfermo, se va a operar en estos días", cuenta Silva Acevedo. Se conocen desde que participaban en la Academia de Letras Castellanas del Instituto Nacional (ALCIN), a mediados de los años 50; dato que salió a relucir, con suspicacia, en la campaña de este año, al igual que el de los artículos y prólogos dedicados a su obra por la ensayista y académica Adriana Valdés, quien había escrito, hace ya tiempo, que su libro Lobos y ovejas es "un hito en la literatura chilena".
— ¿Qué opina de estos cuestionamientos al jurado?
—Siempre hay personas que van a criticar. Es así nomás. Pero hay algo que, a lo mejor, los críticos no saben: cada jurado presentó una terna, por lo tanto había 12 nombres sobre la mesa. Solamente los que se repetían pasaron a una segunda vuelta, en la que se dirimió por trayectoria, por años en el oficio, por publicaciones. La ministra estaba bastante bien informada. Jaime Espinosa, el rector de la UMCE, es profesor de castellano y un hombre interesado en la poesía. Me cuentan que Ennio Vivaldi incluso recitó en las deliberaciones. Por supuesto, también hubo un factor de azar en que al final el premio recayera sobre mí. Podría haber sido de cualquiera.
"Lihn fue muy generoso"
Sus primeros pensamientos, tras conocer el fallo, fueron para sus compañeros de la generación del 60. Sobre todo para Gonzalo Millán. "Lo recuerdo como un poeta fraterno. Quise mucho a Gonzalo y no he podido dejar de pensar en él, porque es un premio que debió haber recibido", asegura. Lo mismo dice de Enrique Lihn, poeta de la generación anterior, con el que mantuvo una relación cercana y compartió momentos tan alegres como la fiesta que se armó espontáneamente, con ocasión de la llegada del hombre a la Luna, en la casa de Paulina del Río, junto a Jorge Edwards, Pilar Fernández de Castro y la mujer de Silva Acevedo.
— Tuvimos amigos en la generación del 50 que nos visitaban y asistían a nuestras reuniones y congresos. Gente como Arteche, Lihn, Alberto Rubio y Teillier. Estábamos en convivencia con nuestros mayores, a pesar de que ellos no eran tan unidos como nosotros, que éramos más gregarios. Bebíamos de su escritura, que era existencial, no demasiado inspirada por la política de esos años. Los autores del 50 estaban muy lejos de Neruda, en realidad. Eso lo permitió Nicanor Parra. Él produjo la escisión y liberó a los del 50 para que se explayaran con toda naturalidad, pero también con menos ripio que Parra, con menos facilismo, porque luego él se engolosinó con su sentido del humor. Enrique Lihn, en ese sentido, era más bien un poeta alemán, filosófico, mirando su existencia de una manera muy crítica. También bebimos de Anguita. Yo incluso tuve la suerte de trabajar con él. Durante un año compartimos escritorio en una agencia de publicidad donde éramos redactores creativos.
En 1969, Manuel Silva ingresó al taller literario que ofrecieron gratuitamente en la Universidad Católica -una consecuencia de la Reforma Universitaria- Efraín Barquero y Enrique Lihn.
— Los dos eran muy estimulantes, nos impulsaban a creer en nuestra escritura y a desarrollarla ampliamente, en todas las direcciones. Sin límites. Estaba el ejemplo de ellos mismos. No era un discurso, sino que su propia poesía, sobre todo la de Enrique. Supongo que su lectura me influyó más. De hecho, Enrique alguna afinidad sintió conmigo también. Me hizo el prólogo de Terrores diurnos y siempre me ayudó en mi camino. Fue muy generoso. Yo exalto la generosidad de estos poetas, porque los anteriores eran bastante más egoístas. El mismo Gonzalo Rojas, cierto que indicaba de repente algún sucesor, pero era muy ególatra. Para qué decir Nicanor. Convertirte en satélite de él es la única posibilidad. Yo le llevé una vez un poema, me lo corrigió y después me dijo "ahí tienes tu poema". Yo le respondí: "No, ahora es tuyo".
Conocido especialmente por Lobos y ovejas (1976), Manuel Silva Acevedo, sin embargo, es autor de una veintena de libros. El primero, Perturbaciones, lo publicó Armando Menedín en 1967. Su amigo, el escritor Andrés Pizarro, tomó la foto de portada. Eligió como telón de fondo un restaurante de calle Merced. Le dijo al novel poeta que posara detrás de la vitrina donde estaban escritos los platos del día. Por eso, cuando se publicó, algunos creyeron que el libro se llamaba "Erizos y almejas", recuerda su autor, aportando un chiste más a los que se han hecho, desde siempre, a propósito de Lobos y ovejas.
La suerte que corrió este último libro es menos graciosa. Con él ganó el Premio Luis Oyarzún en 1972, otorgado por la revista Trilce y la Universidad Austral. Lo publicó, cuatro años más tarde, Paulina Waugh, propietaria de una galería de arte en Bellavista. Luego de la presentación, muchos ejemplares quedaron guardados en el lugar. Por la noche, desconocidos incendiaron la sala que, además, exhibía cuadros de Nemesio Antúnez.
A Lobos y ovejas -criticado con entusiasmo por Ignacio Valente y traducido al alemán en 1989- siguieron Mester de bastardía (1977), Monte de Venus (1979), Terrores diurnos (1982), Palos de ciego (1986) y Desandar lo andado (1988). En su menesterosa edición, Mester de bastardía luce una nota habitual por esos años: "Ha sido impreso de acuerdo a las disposiciones del Departamento de Fiscalización de la Dirección Nacional de Comunicación Social".
— Yo mismo lo llevé al edificio Diego Portales -recuerda-. Quería que pasara por la censura y quedara constancia. Y pasó en forma increíble. Había poemas sobre torturas, pero no leyeron nada. Hacer el trámite significaba, para ellos, que eras inocente, porque no te ibas a exponer si andabas clandestino.
A diferencia de muchos amigos que se fueron en 1973, Silva Acevedo decidió quedarse en Chile. Motivos para irse tenía de sobra. Había militado en el MIR, aunque tomó distancia del movimiento cuando Allende llegó al poder y quiso contribuir a su proyecto de gobierno. "Yo había sido allendista desde el año 1952. A los diez años desfilé por Allende la primera vez, de la mano de mi padre", recuerda. Durante la Unidad Popular trabajó en el área publicitaria de editorial Quimantú. "Nadie me persiguió después del golpe, porque yo era una figura gris que no tenía ninguna relevancia", dice. Renunció, de todos modos, cuando le ofrecieron un sueldo mejor en una agencia de publicidad. De los amigos poetas que se quedaron en Chile, era uno de los pocos que tenía trabajo. Se podía dar el lujo de invitar a su casa, "de toque a toque", a los hermanos Jorge e Iván Teillier, Rolando Cárdenas, Álvaro Ruiz, Santiago del Campo y Stella Díaz Varín, entre otros asiduos visitantes del Refugio López Velarde de la SECh.
A comienzos de los 80 se fue a vivir al Cajón del Maipo. Fue un período de recogimiento en el que se encontró con un condiscípulo del Instituto Nacional, muy amigo de Waldo Rojas, el psiquiatra Eugenio Urrutia, quien un día le regaló Encuentros con hombres notables, la célebre autobiografía de Gurdjieff. "Su lectura me produjo un fuerte impacto", admite. Encontró un grupo que seguía sus enseñanzas y participó en él hasta 1989. "Fue una de las experiencias más extraordinarias que he tenido en mi vida. Hacíamos prácticas de meditación y movimientos preparatorios para las danzas que Gurdjieff recopiló en Mesopotamia. No tenía que ver con nada esotérico, sino con sentir nuestro cuerpo", explica. Señal de ceniza, libro incluido como segunda parte en Canto rodado (1995), es la obra que mejor refleja esa etapa de su vida, con su cristianismo de la Pasión y las Bienaventuranzas. "Pero sin iglesias", según advierte hoy.
"La poesía es un vehículo de autoconocimiento"
Manuel Silva ha obtenido reconocimientos entre los que destacan la beca de la Fundación Andes (1996), el Premio Eduardo Anguita (1997), la beca del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1998) y el Premio Jorge Teillier, que le otorgó el año 2012 la Universidad de La Frontera. Producto de este galardón, la casa de estudios de Temuco publicó su antología personal Punto de fuga (2015), con prólogo de Grínor Rojo. Lom, a su vez, editó este año A sol y a sombra, otra compilación realizada por el autor.
Su libro más reciente es Antes de doblar la esquina, publicado hace un mes por la editorial Camino del Ciego. El volumen incluye, al comienzo, una carta escrita por José Miguel Varas el 11 de mayo de 2011, meses antes de morir, a propósito de su anterior libro Lazos de sangre (2010), que el narrador y Premio Nacional 2006 calificó de "bella crónica poética familiar".
Antes de doblar la esquina son también, de acuerdo al propio Manuel Silva, "textos indecisos entre la narración y la poesía" que pasan revista a toda su biografía, a través de episodios y figuras significativas, desde su infancia y adolescencia en el barrio Ejército. El autor las evoca con algo de "pimienta", como llama a la mezcla de nostalgia, erotismo y humor. "No quise ser patético. No veo la muerte como algo inminente, pero creo que ya entré en una etapa en que uno empieza a tener una mirada retrospectiva y a hacer el balance de su vida", reflexiona.
— ¿Y qué balance hace de su poesía?
— Pienso que Lihn, Barquero, Teillier, Alberto Rubio menos, porque era más retraído, pero todos ellos ayudaron a mi generación, como papás adoptivos, a caminar con seguridad. Por lo menos yo creo haberlo logrado, aunque tengo muchas dudas sobre mi escritura. Muchas. No sé si las resolveré alguna vez o no. La lucha con el lenguaje, con las palabras, es muy difícil. Por eso, como dice Floridor Pérez, tarjar es tan importante como escribir. Su teoría de la goma de borrar.
—¿Y cuál es su teoría?
— No tengo ninguna. Apenas una hipótesis que no he desarrollado suficientemente sobre lo que distingue a la poesía de la literatura. Porque el poeta no es un literato. Es un artista, pero un artista de la palabra. Como dijo Sartre, en la poesía las palabras gozan de mayor libertad que en la prosa. Los materiales del poeta son las palabras, por supuesto, pero el impulso que hace algo con ellas es espiritual, viene de su mundo interno y del acopio de experiencias. La poesía para mí es un vehículo de autoconocimiento, y un poema bien logrado es una pequeña obra de arte, como una sinfonía, una danza o una pintura. Un poema logrado se vale por sí mismo, separado incluso del contexto de los otros poemas que constituyen un libro.