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¿Te veré volver? La literatura chilena a través de sus residuos.
Reseña de Vestigio y especulación. Nibaldo Acero, Jorge Cáceres y Hugo Herrera pardo, editores.
Santiago: Chancacazo, 2014. 287 pp.

Por Magda Sepúlveda Eriz
Cuadernos de Literatura Vol. XIX n.º38 • julio-diciembre 2015


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El libro Vestigio y especulación es uno de los textos más innovadores dentro de la crítica literaria chilena publicada en el siglo XXI. Su novedad consiste en la forma de trazar un panorama de la literatura chilena, puesto que los autores (siete), no van por las obras canónicas, ni tampoco por las obras marginales, simplemente no van por las obras. Entonces, ¿cómo se puede armar un recorrido? Esa es efectivamente la gracia de este libro.

Vestigio y especulación elabora su corpus con testimonios judiciales sobre un libro condenado por el Consejo de Indias, con títulos de libros anunciados en revistas vanguardistas, con los fragmentos censurados de un poema mistraliano, con las performances de pose de un escritor de los años 50, con reseñas de un libro secuestrado por los militares golpistas y con antologías de poesía publicadas durante la dictadura. ¿Qué elemento tienen en común los objetos de este corpus? Que no son libros.

El primer estudio nos sitúa a fines del siglo XVIII, cuando Chile era aún una colonia. En ella, un francés escribió un texto sedicioso contra el dominio español. El crítico Jorge Cáceres desea hablar de él, pero no tiene en su poder el texto insurreccional, ni dinero –como afirma en Vestigios– para viajar hasta España donde se encuentra el archivo del Consejo de Indias, lugar al cual se remitían los textos sospechosos. Entonces efectúa su crítica literaria a partir de los vestigios dejados por el manuscrito, estos son los testimonios expresados en el juicio llevado a cabo contra el padre del manuscrito. El autor fue acusado solo por la escritura de ese texto, no hay más acciones. Entonces el archivo literario es un archivo judicial. Esto tiene sus problemas. Por ello, es muy importante esta crítica que explica cómo un texto cuyos lectores ideales eran los chilenos antimonárquicos tuvo por lectores reales a los representantes del dominio español. Y solo a ellos, pues todo el proceso y las pruebas se hicieron en sigilo, “siendo conocidas y manejadas exclusivamente por las autoridades encargadas del proceso” (39). El crítico Cáceres entonces plantea la importancia del secreto en el campo cultural del siglo XVIII. Desde el siglo XXI, cuando fueron pesquisados los poemas del dirigente mapuche Mauricio Waikilao, para diseñarle un perfil antisocial en el año 2011, comprendemos que el uso de un escrito y la práctica de la prohibición de informar usada contra un autor no solo es algo del siglo XVIII en estos territorios del fin del mundo.

Los vestigios del siglo XIX están en la producción de mujeres. Ellas escribieron folletos y textos en revistas, pero no publicaron libros, a excepción de Rosario Orrego con Alberto el jugador. La crítica Joyce Contreras estudia las traducciones, las cartas, y los poemas publicados en revistas y va examinando las reacciones de las lectoras que son equivalentes a las restricciones que ponían a la escritura de sus congéneres. Resalta el caso de Martina Barros que publicó la traducción de La esclavitud de la mujer de Stuart Mill en la Revista de Santiago de 1874. Las lectoras la calificaron entonces como una mujer peligrosa. El efecto de esta interpretación en la autora es explicado por la crítica: “El voto de silencio que escoge la autora ante las críticas, su retiro de la esfera pública y la escritura, su abdicación de la lucha, constituye la dramática determinación [y] lamentable gesto de autocensura” (125). La crítica examina el mismo gesto de autocensura en Mercedes Marín y Rosario Orrego, que aceptó la dirección de una revista y no siguió escribiendo. ¿Será la autocensura una muestra del miedo que aún ronda a las mujeres?

El lado opuesto al secretismo y al miedo fue cultivado por la vanguardia de los años 20. Los vanguardistas se especializaron en anunciar libros que no vieron la luz. El crítico Hugo Herrera estudia los títulos o paratextos anunciados y el gesto del avance en ese adelanto. Él destaca entre estos paratextos, la novela Clase Media de Pablo de Rokha, el texto paródico Five O’ Clock Te Deum. La diabetes en la historia universal de Joaquín Edwards Bello, el ensayo La poesía negra de Enrique Gómez Correa y otros. El crítico observa este disenso entre el anuncio y la aparición como una “aspiración de posicionamiento” (222), donde lo importante es haber sido el primero en implantar la idea, una fuerza adánica para la cual lo central no es la concreción sino la posibilidad de generar una oferta novedosa. Es decir, parte del campo literario vanguardista anuncia, vocifera, exhibe, pero no concreta, algo de este procedimiento me recuerda la histeria.

La importancia del anuncio de un título continúa hasta los años 50, en que el intelectual se definía más por una performance de escritor que por un producto literario. El crítico Mario Molina estudia la performance de Eduardo Molina Ventura a través de los retratos que de él trazaron sus compañeros de los años 50. Analiza por ejemplo, la descripción de Lafourcade: “Orgulloso como Carlos V. Inteligente como Satanás. Señorial y palaciego. Anti- roto” (140). El crítico observa el clasismo que reina en el campo cultural de esa época e indica: “se entendía la literatura como una actividad asociada a la alta cultura, en especial europea. No existe una conexión con el contexto local y la actitud de evasión es la constante. La literatura es una actividad de salón” (141). Este grupo del Parque Forestal, donde estaban Enrique Lihn, Roberto Humeres Solar, Luis Oyarzún, Nicanor Parra, Alejandro Jodorowsky, María E. Sanhueza y Jorge Edwards, tenía por norte París y el salón literario, de manera que tal como lo demuestra el crítico, el personaje de Molina Ventura es una metonimia de ellos. Quizás podríamos ver en el vagabundo que transita con un carrito de supermercado y vende poemas en el barrio Lastarria la metonimia de los escritores de la década de 1980 y su vínculo con las transnacionales del libro.

Lo fragmental en los años 60 son restos de textos que han sido suprimidos por una mano ajena. Tal es la situación de Poema de Chile de Mistral, publicado por primera vez en 1967 en Barcelona por Editorial Pomaire. El crítico Nibaldo Acero estudia el cercenamiento de esta primera edición realizada bajo las sugerencias de Doris Dana, la albacea estipulada por la autora. Mediante la comparación del poema “Salvia” de la primera edición y los borradores de ese poema en los manuscritos de la Biblioteca Nacional de Chile, donados tras la muerte de la custodia, el crítico hipotetiza sobre las razones de este recorte. Parte de lo que no entró en esa edición fueron los versos “el romero de la huerta /rociado de Vía Láctea” (252). Para el crí- tico, en este fragmento, se muestra una voz conocedora de la herbolaria americana, lo cual no fue considerado importante para la mano blanca de la editora. Y tampoco fue visto por el siguiente editor del texto, de quien el crítico dice: “Jaime Quezada transcribió textual e íntegramente la errática edición de Pomaire. Sustentado en su autoridad dentro de los estudios mistralianos, co[a]rtó nuevamente los textos líricos” (245-246). Es decir, durante los años 80 –esa edición es del 85– siguió prevaleciendo la política del corte en el campo literario.

El corte por mano ajena practicado en los vestigios del 60 tiene un punto máximo en el Golpe Militar de 1973. El crítico Enrique Cisternas gira su análisis en torno a un libro secuestrado por manu militari, la novela Fuegos artificiales de Germán Marín. Su método de análisis consiste en estudiar las reseñas que alcanzaron a publicarse de este libro. Allí comprueba que el libro había sido considerado muy izquierdista por algunos, en razón de las divagaciones sobre lo que era burgués, pero muy conservador por otros, debido a una prosa demasiado adverbial. El crítico concluye que, entonces, el secuestro del libro no tiene que ver con su contenido, sino con el deseo de borrar el pasado, es decir producir un corte, donde lo anterior queda “como la marca de un pasado con el cual no hay reconciliación” (87). Cabe preguntarse entonces si se ha hilado acaso la historia con esos autores del 60 o Chile sigue en el corte.

En la década de 1980 los vestigios son las poetas concebidas con potencial y antologadas. La crítica Ximena Figueroa lee las antologías de los 80 para observar las poetas que no continuaron un camino artístico. Su trabajo se detiene en la Antología de la nueva poesía chilena de 1985, de Juan Villegas para estudiar cinco poetas que optaron por ser fragmentales, especialmente una de ellas, Francisca Agurto. La crítica plantea que está decisión se vincula a la melancolía presente en los poemas y manifestada a través de la figura de un padre /patria que no alimentó. Quien habla, permanece atada al objeto perdido, llámese espacio hogareño o sociedad integrada, lo cual lleva a la crítica a esta hipótesis: “Esto generaría en su escritura, en consecuencia, la preponderancia de la emotividad melancólica, por definición escindida, fragmentada, destotalizada” (180). Y por esa cualidad, sitúa esta producción poética como representativa de los años de dictadura. Así, “en lo fragmentario radica la especificidad de la literatura de la época” (188). Este estudio cierra temporalmente el libro y con ello los autores parecen decir que el pasado literario puede funcionar como el compost.

En el compost, lo desechado permite el crecimiento tal como en esta nueva crítica literaria, donde hay ausencia de libros analizados, pero se reconocen materiales en los testimonios judiciales, en los paratextos anunciados, en las performances y en las antologías. Esta nueva crítica propone un recorrido por los vestigios, palabra que define el título del volumen. Acompañando al vocablo vestigio está la palabra especulación, porque la actitud de esta crítica literaria es especular, es decir, sobre una aparente nada trazar el campo cultural de cada época, bajo la convicción de que eso no completado es el aplazamiento de una presencia. Qué bien entendieron estos críticos literarios, nacidos en la década de 1980, la deconstrucción. Al terminar esta reseña siento que el don de todo suceso incompleto es volver, pero sin la frente marchita, sino con musicalidad del rockero que muere siendo joven y así vive por siempre.

 




 

Magda Sepúlveda Eriz es profesora asociada de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile. Doctora en Literatura de la Universidad de Chile. Ha publicado Ciudad quiltra. Poesía chilena (1973-2013) (Cuarto Propio, 2013), Chile urbano: la ciudad en la literatura y el cine (Cuarto Propio, 2013), Tinta desangre: narrativa policial chilena del siglo XX (Universidad Católica Silva Henríquez, 2009). Su libro Ciudad Quiltra obtuvo el Premio Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura de Chile. Se ha desempeñado como profesora visitante en la Universidad de Leipzig, Universidad Sacro Cuore de Milán y Universidad de Salamanca. Correo electrónico: msepulvu@uc.cl




 

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