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"Ciudad Quiltra: Poesía Chilena (1973-2013), de Magda Sepúlveda Eriz
Santiago, Editorial Cuarto Propio, 2013. 321 págs.

Por Marianne Leighton
Pontificia Universidad Católica de Chile
mvleight@uc.cl

REVISTA DE HUMANIDADES Nº30 (JULIO-DICIEMBRE 2014): 231-240


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Desde el momento en que, en mi condición de hija de exiliados, opté por vivir en este país que, paradójicamente, no quiso entregarme una nacionalidad al momento de nacer, me llamó mucho la atención que en diversas comunas del gran Santiago, los perros callejeros, llamados quiltros, pululen y proliferen. Quizás esta es una de las razones por las que, durante la conmemoración de dos hitos principales de la historia de Chile, la imagen del quiltro haya asumido una figuración protagónica. El primero: año 2010, fecha de conmemoración del cumpleaños 200 de esta república, momento en que la comisión de expertos conformada especialmente para diseñar las celebraciones organizó un concurso fotográfico para encontrar al “Quiltro del Bicentenario”. El segundo: durante el 2013, fecha en que se conmemoraron los 40º del golpe militar, la académica y crítica literaria Magda Sepúlveda Eriz, en un gesto ético-político, decide publicar un libro de ensayos sobre poesía chilena contemporánea, cuyo eje es, precisamente, la figura del quiltro. Me refiero a Ciudad quiltra, publicado por Editorial Cuarto Propio.

Los sujetos y voces poéticas que estudia la autora poseen la filiación quiltra en tanto asumen posiciones de enunciación ajenas a los discursos hegemónicos de la dictadura, la transición y la Concertación. La apuesta crítica de Magda Sepúlveda dibuja el imaginario quiltro considerando también textualidades allende la poesía; me refiero a su apelación constante, en contrapunto ilustrativo de los textos poéticos abordados, a vídeos o películas contemporáneas.

El libro se estructura en tres estaciones del peregrinar quiltro, relevando espacios urbanos representativos: “Paseos peatonales y baldíos: la dictadura (1973-1989)”, “Hospederías y poblaciones: la transición (1990- 200)” y “Mapurbes y discotecas: el último período de la concertación”. Se trata de un recorrido por la historia reciente de Chile que, en las distintas secciones del libro, se personaliza; es decir, Sepúlveda opta por una posición de enunciación en la cual el gesto crítico se fusiona con la mirada situada, la ficción estética con el relato autobiográfico fragmentario, el reconocimiento del elemento quiltro en la poesía con la declaración de sí misma como crítica quiltra.

La primera estación del transitar quiltro considera tres paradas: La ciudad higiénica: la neovanguardia de los 70, Baldíos de Concepción: el trá- gico esplendor de los 80, y Cerros y paseos de Santiago: las poetas y la ciudad dictatorial. La ciudad higiénica parte con un escueto pero sobrecogedor recuerdo de los días posteriores al golpe militar, donde se enfatizan situaciones cotidianas que hablan de la urgencia por limpiar. En la distancia, Sepúlveda interpreta la metáfora de la higienización como la violenta erradicación de todo aquello que atentara contra el régimen dictatorial. Así, lee los textos de Raúl Zurita, el colectivo CADA, Gonzalo Muñoz, Alexis Figueroa, Carmen Berenguer y Enrique Lihn. Todos ellos polemizan con el tópico de la limpieza, contraponiendo a ella las figuras de lo sucio, imagen de todos aquellos que están en contra del autoritarismo y la higienización que se ha impuesto en la urbe sitiada y en una ciudadanía que Sepúlveda no duda en calificar como prostibularia. En su prostitución figurada, Sepúlveda reconoce en los textos la presencia de otra metáfora central para representar la urbe: la espectacularización, consecuencia ideal de una limpieza violenta que transforma a los ciudadanos del sueño colectivo en los consumidores que habitan en la vitrina como nuevo escenario de privilegio. En palabras de Sepúlveda, estas textualidades “ligaron la pérdida de los derechos públicos al alza del valor de publicitarse” (56).

Baldíos de Concepción, el segmento más autobiográfico del libro, reconoce en el terremoto del 2010 el instante de remoción de los afectos hacia el espacio natal. Esta misma imagen articula esta sección, estructurada en cinco temblores asociados a momentos de la historia de la ciudad de Concepción. Sepúlveda escucha las voces poéticas de Alfonso Alcalde, Gonzalo Rojas, Tomás Harris, Carlos Decap, Egor Mardones, Enrique Giordano y Juan Zapata, reconstruidas en su lectura en un relato triste que conduce desde la comunidad fictiva en que reina el entendimiento colectivo (Alcalde); la imagen asolada de un padre que al inmolarse redescubre para la ciudad su fuerza indígena exiliada (Rojas); los extramuros devastados, el baldío como consecuencia del accionar de dos sujetos análogos, el colonial y el dictatorial (Harris); los bares y fuentes de soda como escenarios en que el sujeto quiltro desencantado se sienta a observar el crepúsculo interminable de una ciudad en permanente vía a la muerte (Decap, Mardones); hasta la ciudad fantasma en donde se ha borrado cualquier marca del movimiento revolucionario (Zapata).

Cerros y paseos de Santiago considera textos de poetas mujeres, quienes durante la dictadura asumen la salida del redil doméstico para tomarse el espacio público, uniendo lucha política y reivindicación de género. Elvira Hernández, Eugenia Brito, Carmen Berenguer y Malú Urriola construyen estas voces quiltras femeninas que desafían las imposiciones sexo-genéricas y las identidades colectivas impuestas, deconstruyendo los símbolos patrios (Hernández), feminizándolos para “ejemplificar las relaciones de poder” (Sepúlveda 117); dando voz al ícono religioso femenino por excelencia, la Virgen, para restaurar el lugar de su cuerpo invisibilizado (Brito); enfatizando el carácter de maquillaje del neoliberalismo (Berenguer), en tanto “disfraz que oculta la pobreza” (118); atacando el nombre propio en tanto estandarte del deber ser y de las voces interiores castradoras que hay que deconstruir para pensarse de otra forma, aunque eso implique quedar a la intemperie como una piedra rodante (Urriola).

El segundo capítulo del libro, Poblaciones y hospederías: la Transición (1990-2000), elabora la lectura quiltra de poemarios publicados en el Chile que dijo “No” a la continuidad del régimen dictatorial. Sin embargo, ninguno de esos poemarios se escriben ritmados por “Chile, la alegría ya viene”, banda sonora de la famosa campaña publicitaria de la oposición a Pinochet. Más bien, como certeramente enfatiza Sepúlveda, son textos en los que predomina el tono nostálgico ante el “ex Chile”, “ese país de pobladores que dejó de existir” (123).

La primera estación de esta sección, La derrota de los pobladores: poetas del 60 al 2000, considera poemarios que elaboran la figura de los pobladores, polemizando de maneras variadas con respecto al lugar que se les dio en el período de la transición. Sin embargo, hay una evidencia común en estas construcciones imaginarias: la derrota del pueblo como agente social y motor de cambio. El poblador que festeja colectivamente cede su lugar al delincuente que vive la mala fiesta; la comunidad diversa entrega su espacio a la familia como estandarte del individualismo neoliberal (Cuevas). El poblador solo resucita en construcciones oníricas en donde puede tener voz a pesar de su exterminio (Zurita y Formoso). Finalmente, Sepúlveda analiza la figura de los antiguos pobladores, metamorfoseados en subempleados, vendedores callejeros, prostitutas y delincuentes que quedaron en los extramuros, comiendo el polvo de las autopistas que no fueron diseñadas para ellos; viendo también desde el margen trenes que han pervertido el sentido de su tránsito hacia delante por el majadero movimiento en círculos del carrusel, imagen que se lee como ironía de “la alianza con el neoliberalismo de la transición y la subida rápida que significó la ocupación de puestos gubernamentales” (138). Sepúlveda recorre estas voces poéticas quiltras resaltando la amargura común de sus registros: la ciudad ya no educa ni considera como fuerza política al sujeto popular, sino que lo cancela, lo borra, lo ignora.

La segunda estación de este capítulo, Hospederías y naufragios: poetas de los 90, convoca a la generación náufraga, con la cual me identifico, esa generación de los que nacimos sin reconocimiento. A esos quiltros invisibles Sepúlveda les restablece el espacio propio, la casa derrumbada y los pájaros que se retiraron (parafraseando la sobrecogedora imagen que propone la autora, al comentar el documental Aquí se construye); en fin, esta crítica cultural se configura en la hospedería que saca del silencio a los poetas de la ruina. G.Carrasco, A. Andwanter, M. Pellegrini, V. Jiménez, M. Novoa, A. del Río y J. Bello elaboran voces poéticas que hablan desde el trauma y el desastre, rescatando los fragmentos borrados del pasado que permitirían zurcir el tejido social roto.

En el último apartado, No son dos países, son dos historias: poetas del exilio, Sepúlveda polemiza con cualquier imagen que atribuyera a los que debieron irse forzosamente, durante los años 1973 a 1984, razones de privilegio (la llamada “Beca Pinochet”). Así, la crítica analiza la configuración de sujetos poéticos escindidos que se mantienen al margen de cualquier espacio de acogida e, incluso, del presente. Se trata de sujetos que se aferran a la reconstrucción imaginaria del pasado de su país e, incluso, de su infancia para reencontrar algún sentido de pertenencia (Lara) y procurar “alejarse del exilio completo, que sería no tener memoria, haber olvidado quién se era” (183). Pero también, desde el destierro se imagina la destrucción de la ciudad pasada y la imposición de una nueva, convertida en un sistema de flujo de sangre y dinero que es descrito por un sujeto disociado que envejeció de pronto (Millán). Por otra parte, los sujetos poéticos creados por Javier Campos permiten ejemplificar otro de los aciertos de esta crítica: la imposibilidad de pertenencia como imagen representativa de la poesía del exilio. Así, el sujeto queda suspendido como un astronauta sin gravedad; permanece confinado a la posición de espectador de una vida a la que nunca podrá acceder, pues se la figura como una película. El sujeto poético del exilio ha optado por mantenerse en una situación de crisálida recluido en la melancolía que le permite seguir soñando en un pasado figurado como paraíso utópico (Nómez). En suma, la melancolía es el tono impostergable de una poesía que, incluso, debe llegar al punto máximo de la derrota: la certeza de la imposibilidad de volver, pues la ciudad del pasado fue destruida y ocupado su espacio por la del espectáculo, el consumo, el individualismo.

Las décadas iniciales del siglo XXI ocupan el tercer capítulo del libro: Mapurbes y discotecas: el último período de la Concertación (2001-2010). Sepúlveda recorre espacios citadinos, como la Plaza de Armas o las discotecas underground, acompañando voces quiltras que, desde los discursos oficiales, se han mantenido confinadas en el espacio de lo relegado y lo sometido. La palabra chileno nada puede expresar: poesía mapuche, el primer apartado del capítulo, ve a esta poesía contemporánea como el correlato simbólico al resurgimiento de las comunidades mapuches desde finales del siglo XX, y su legítimo reclamo de reapropiación territorial. Comprometiendo una posición de enunciación explícita, en la cual su voz teórica suena al unísono de los reclamos políticos de su pueblo, Sepúlveda lee en distintos libros de Elicura Chihuailaf, Leonel Lienlaf, Jaime Luis Huenún, Bernardo Colipán, David Aniñir, Adriana Paredes Pinda, entre otros, tres estrategias retóricas para articular la defensa de su tierra ancestral. La primera, la elaboración de un territorio maravilloso, opuesto a la ciudad devenida espacio de discriminación y sometimiento, donde el sujeto de la tierra convive con una naturaleza que es archivo de la historia de aquel pueblo. La segunda corresponde a la poetización de las tensiones que los sujetos mapuches deben enfrentar en las ciudades de provincia, resaltando la entrada en la lengua española como principal mecanismo de sometimiento, de borradura de identidad que conduce a la representación habitual de sujetos fantasmales en esta poesía, aunque tal anulación es acompañada por el descubrimiento de la sabiduría propia y por el apercibimiento de que sí es posible recuperar las claves de una lengua que no estaba perdida. Finalmente, la tercera estrategia interpretada por la crítica es el reclamo simbólico de la metrópoli globalizada como territorio mapuche, fusionando dicha cultura con otras propias de lo marginal, como la estética punk o la delincuencial.

En el capítulo En la disco: poetas del 2000, Sepúlveda repara en la preferencia de poetas como Pablo Paredes, Diego Ramírez y Héctor Hernández, por la discoteca como nuevo lugar de encuentro y liberación, aquel que permite el vínculo alegre, desenfrenado y democrático entre ciertas subjetividades que, afuera, están marcadas por la marginación (gays, travestis, tribus andróginas, comunidades étnicas). En la disco, el cuerpo quiltro mal alimentado puede ser digno de deseo y salirse del destino de inmovilidad social (Paredes). En la discoteca, el cuerpo quiltro puede gozar su deseo homoerótico que opera como ejercicio pedagógico liberador frente a un ex revolucionario fijado en los estereotipos de género (Ramírez). En la sala de baile, el cuerpo quiltro sale de su imbunchamiento, se pone a bailar desenfrenadamente y termina con la represión y los miedos (Hernández).

La última estación considera poetas mujeres contemporáneas. Las yeguas pastan, patean felices: tres generaciones de poetas chilenas contemporáneas dialoga con un epíteto ofensivo que, en algunas países de habla hispana, vincula a la mujer con estos animales como metáfora de la mujer sexualmente sometida por el macho (la montada). Aunque, en muchos casos, aún muestren la permanencia de la mujer en la posición del sujeto que se amolda a posicionamientos culturales impuestos por el hombre, Sepúlveda escoge comentar textos de estas poetas como gesto reivindicador, tanto del lugar de la mujer poeta en una tradición literaria que ha privilegiado la clasificación de especímenes masculinos, como de nuestras posibilidades de vivir en otros posicionamientos, creados por nosotras mismas. Desde una mirada que considera promociones poéticas, Sepúlveda recorre las variaciones en el tratamiento del tópico de la ciudad en Carmen Berenguer, donde lee la representación de Santiago y Valparaíso, en las que habitan los que nacieron pintados para perder, los derrotados de la Transición (prostitutas, torturadas durante la dictadura, integrantes de pueblos indígenas). En Marina Arrate, ve la representación de la ciudad como cementerio, en donde una muerta habla, y donde el trauma se materializa en páginas en blanco. En Malú Urriola, la ciudad margina a lo diferente, mediante la historia de dos siamesas que deben vivir en los extramuros porque se negaron a la heteronormalización. En Paula Ilabaca, Sepúlveda analiza la violencia hacia el cuerpo femenino en consonancia con el gesto agresivo que permite la aparición de la ciudad que, como una mujer pasiva, también es descrita en tanto espacio violentado. Por último, en Gladys González lee la polémica con el guión performativo que la ciudad exige a las mujeres, ejecutada por una sujeta poética que transita por la ciudad, manteniéndose en lugares de tránsito, transformando “su lugar desplazado en un desplazamiento” (277).

Cerrar Ciudad quiltra es quedarse con la imagen de los que resisten a pesar de la derrota, de los que ladran ruidosamente aunque se los quiera silenciar, de los que callejean metiendo la cola en escenarios que deberían estarles abiertos; pero también es celebrar un gesto teórico que se me asemeja al de Benjamin leyendo en poemas de Baudelaire el contrapunto entre variaciones de la sensibilidad y modificaciones urbanas.



 


 

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