Es lamentable el culto que en Chile y también en España, tan artificialmente se le rinde a este poeta. Desde cura a masón, desde derechista a izquierdista, hasta un matarife, un futbolista o un “milico” de los últimos tiempos, un carabinero de turno, o un “maniguado” (marinero) hablan de Neruda como si alguna vez le hubieran leído, como si fuera una Santa Teresita de los Andes o una “animita”, capaz de hacer milagros. Es el marxismo que sigue actuando, o lo que detrás de él se halla: una poderosa cofradía de magia negra, junto a la “momia viviente” de Lenin en Moscú; también en Washington, y en Londres, bajo tierra o fuera de la tierra. Neruda tiene que seguir siendo usado, pues en él se invirtió mucho y su Museo, aquí en Valparaíso, es mantenido y financiado nada menos que por una transnacional misteriosa y poderosa, la “Telefónica” española.
Los intelectuales seguirán, por breve tiempo más, siendo útiles para la Gran Conspiración: García Márquez a un lado, Vargas Llosa al otro; da lo mismo. Y todo esto hasta que lo permita la cibertrónica, el internet, la realidad virtual y demás parafernalia, que tienen agonizando al arte, a la literatura, a la poesía, a la filosofía y a la historia. A todos esos ramos humanistas, que ya desaparecen de las universidades chilenas, que una vez fueron el orgullo de este país, inigualado en todas las Américas, incluyendo a la “yanqui”.
A Neruda le volví a encontrar en India, enviado también yo ahora por el General Ibáñez, como Embajador, en su segunda Presidencia. Habían pasado muchos años. Estábamos en la década de los cincuenta. El venía con Matilde Urrutia, creo que casados, por haber muerto Delia del Carril, a quien llamaron “la Hormiguita”, de seguro por su estilo incansable de trabajar por la “Causa”. Me contó que era la primera vez que viajaban por el mundo libremente y sin tener que ocultarse de la “Hormiguita”. Además, me hizo una incisiva pregunta:
—“¿Cuánto tiempo lleva aquí en su Misión?”
—“Más de dos años”, le respondí.
—“¡Ah!”, me dijo. “Va a tener que hacerle un nuevo favor al General, para que lo deje...”.
Neruda quedaba retratado de cuerpo entero. Esta era la forma que él tenía de “navegar”, de “moverse”. Un favor tras otro para Stalin y para esa “invisible gente” detrás de todo, hasta llegar al Premio Nobel. Por lo demás, una manera de ser muy típica de los criollos sin ideales, sin lealtad esencial, sin verdadera grandeza, sin estirpes en la sangre, sin lejanías de Hiperbórea.
Le atendí lo mejor que pude, intentando llegar a conocerle. Le conseguí una visa para Ceilán, donde él había sido también Cónsul. Quería volver allí con Matilde. Fue amable, mientras me necesitó. Decía cosas llenas de humor chileno y con gracia. Por ejemplo: “Aquí en la India no hay nadie mal vestido...” (van casi desnudos). O bien, refiriéndose a los empleados en las casas, un verdadero ejército por su número y que impiden, por lo mismo, toda vida privada: “No hay que preocuparse, porque aún cuando lo saben todo, no lo usan...”.
Le llevé a cenar al “Moti-Mahal”, un restaurante hindú típico, donde sirven pollos cocinados con una salsa picante especial, en un hoyo en la tierra. Los sacan con grandes pinzas, o tridentes, como de los mismos infiernos, unos cocineros sentados en el suelo a la manera hindú, y “nada de mal vestidos”. Es el delicioso “Tanduri-chicken”. Como Delhi es ciudad “seca”, sin alcohol, llevamos vino tinto dentro de unas botellas de cocacola, donde pasaría desapercibido.
En mi cabaña de la Vieja Delhi, en el “Swiss Hotel”, esa noche Matilde nos cantó “José Miguel Carrera” y “Manuel Rodríguez”, con letra de Neruda y música de Vicente Bianchi. Lo hizo “a capella”. El cerraba los ojos, emocionado.
Luego, nos tomamos unas fotografías. Con traje de maharaja, que le prestara, y con una túnica tibetana yo, regalo del Maharaja-Kumar de Sikkim. El quiso que estuviéramos los dos solos, diciéndole a Matilde, medio en broma: “Usted no tiene derecho a usar estos atuendos”.
Le conseguí una invitación de Indira Gandhi a tomar el té en la Residencia del Primer Ministro, donde ella vivía con su padre. Sentados allí en los sofás de ese amplio living, que yo tan bien conocía, mientras Indira servía el té en finas tazas de porcelana, ella nos explicaba que en largas y bizantinas discusiones en Inglaterra se había llegado a la conclusión de que la leche debía ser puesta primero en la taza, y luego el té. En la controversia participaron expertos y hasta el “Times” de Londres, lográndose al fin el consenso: el té y la leche mezclan mucho mejor y su gusto es así parejo, suave y delicioso. Ella lo había aprendido en casa de Lord Mountbatten, donde se alojaba en sus visitas a la metrópoli de la Commonwealth, y en el Palacio de Buckingham.
En recuerdo de ella, yo siempre tomo el té de esa manera.
Neruda hizo esa vez una curiosa afirmación. Hablábamos de Indonesia, donde él también había residido, y al referirnos a esas figuras en madera, alargadas como imágenes del Greco, dijo que él era su autor, pues las había inspirado a su paso por Jakarta. Indira le quedó mirando con incredulidad. También yo había adquirido algunas de estas estatuillas en Bali. Aún las conservo.
Después salimos al jardín a ver los cachorros de tigre, que jugaron un rato junto a los pies de esa Reina de Saba que fue Indira. Neruda y Matilde los contemplaban con cierta desconfianza.
De aquel paso del poeta por la India algo extraordinario vino a resultar para mí. El me hizo un regalo del que nunca en verdad se enteró. Se interesaba por recorrer anticuarios y le facilité mi auto y mi chofer, Michael, para que le llevara a Sundarnagar, donde un conocido mío. De esa visita al anticuario regresó muy excitado. Había encontrado allí una cabeza de Buda de Gandara, en terracota, de más de dos mil años. Pero no se la habían querido vender, pues se hallaba reservada para mi amigo el Alto Comisionado inglés, Malcolm McDonald, hijo de Ramsay McDonald, un gran coleccionista y experto en arte hindú. Neruda me dijo: “Adquiérala para usted. ¡Cámbiesela por la Antártica!”.
Ya he narrado esta historia en “Adolf Hitler, el Ultimo Avatára”, de cómo traté de adquirirla sin éxito y sin tampoco insistir demasiado, por tratarse de mi amigo inglés. Pero salí de la tienda del anticuario dispuesto a obtener una cabeza, si no mejor que aquella, igual en valor. Y me fui derecho a la casa de una amiga rusa, casada con un arquitecto austríaco y también coleccionista de arte. Recordaba que ella había sustraído de las ruinas de Kajuraho una soberbia cabeza de Siva, que no se atrevía a mostrar, salvo a muy contadas personas. Habíamos viajado juntos a esos maravillosos templos, cuando de allí la tomó. “Acausalmente”, digamos con Jung, ella se encontraba en el living de su casa discutiendo precios con un vendedor de antigüedades, cuando llegué. Como caída del cielo le vino mi propuesta de comprarle el Siva.
—“Cinco mil rupias”, le dije.
—“No tantas”, respondió, “sólo necesito tres mil para adquirir lo que este vendedor me ofrece”.
Y así salí con mi maravilloso tesoro, la “Venus de Milo” de la India, del que nunca me he separado, hasta hoy...
Debo rectificar; porque hubo un momento en que creí que lo había perdido para siempre. ¡A mi tántrico Dios Siva, sobre el que muchas páginas escribiera, tratando de penetrar su secreto, su misterio, en su enigmática expresión! Lo entregué junto con mi casa de Colchagua, cuando iba a colonizar el sur patagónico, en el intento de formar allí un mundo autárquico y de abrirme paso hacia las entradas a la Tierra Interior. Así he ido por el mundo cambiando sueños por otros sueños... Y me despedí de Siva una noche, junto con una camarada alemana, Gretel, quien, emocionada, comprendía todo lo que eso significaba para mí. Estábamos ambos parados frente a la cabeza de piedra, la que había viajado tantos años conmigo, desde la India a Yugoeslavia, a Austria y al Ticino, a la vieja mansión de Hermann Hesse. Esa noche pareció como que el rostro de roca milenaria, sobre el que tantos soles y lluvias antiguas habrían caído, cuando formó parte de un cuerpo sacro en los vetustos muros de un templo tántrico, abría sus párpados semicerrados y nos traspasaba algo, como una tristeza y un adiós, como si me dijera: “Hasta que nos volvamos a reencontrar en el Eterno Retorno, en otra Ronda...”. Y un aire frío me penetró el corazón...
Mas, ¡qué extrañas cosas! ¡Qué milagro! Siva debía regresar en esta encarnación mía, después de varios años de ausencia. Fue más fiel que yo. Tal vez se dio cuenta de mi sufrimiento, o quizás no resistió el suyo. Y un día vi llegar a esta casa de Valparaíso a Carlos Cardoen, quien lo recibiera junto con mi propiedad de Colchagua. Conocía del fracaso de mi colonización del Melimoyu. Subía ahora las escalas de piedra trayendo en sus brazos la pesada efigie. Y me la entregó diciéndome: “Es suya, lo fue siempre, desde la eternidad; usted ha escrito tan hermosas páginas sobre ella, que en ninguna otra parte puede estar sino con usted...”.
Este gesto compromete mi amistad para siempre con este joven empresario y promotor de la cultura, fundador de museos y coleccionista del arte vernáculo de nuestra América. ¡Qué gran gesto y qué gran ser humano! No es fácil ya en Chile, ni en el resto del mundo, encontrar un ser así. Sólo Oteiza y un otro más, un camarada germano, submarinista en la última Guerra, Hans Loeper. Era muy rico cuando me visitó en Colchagua. Hoy lo perdió todo. Entonces, también quiso ayudarme para que cumpliera mi plan en el Gran Sur pre-polar. Y me adquirió una acuarela original de Adolf Hitler, para guardarla y protegerla. Me dio cien mil dólares. Cuando mi proyecto fracasó, por las razones que explicaré en el tercer y último volumen de estas “Memorias”, también llegó con la pintura a Valparaíso y me la devolvió, sin pensar siquiera en la recuperación del dinero. Y ahora él era pobre, como yo...
He aquí seres superiores y grandes. Los hay en este mundo. Y ellos vienen a visitarnos. Porque el trabajo del Alquimista produce sus infalibles resultados: “Amigos únicos vienen en nuestra ayuda; porque nos escuchan a mil leguas de distancia...”. Nos los mandan nuestros camaradas los Dioses, los del otro lado, los de “Allá”.
* * *
De India, Neruda siguió a China. Desde Calcutta me envió una tarjeta, en la que me contaba sobre un encuentro allí con una antigua conocida, una bella señora Sen, si mal no recuerdo. Y me declaraba: “A las reencarnaciones prefiero las encarnaciones...”.
Debiendo viajar a París, a encontrarme con mi hermana Berta, coincidí con Neruda, que venía de regreso del Lejano Oriente. Le invitamos a cenar en el restaurante “La Colombe”, típico y antiguo, al otro lado del Sena, cerca de la Isla de San Luis.
Y ya no le volví a ver hasta cuando la Universidad de Concepción me invitara a un “Simposium Internacional”, organizado en gran forma durante la rectoría de David Stitchkin y con la inspiración del poeta Gonzalo Rojas, un buen, leal y valiente amigo hasta hoy, y de la influyente intelectualidad comunista. Mi nombre había sido recomendado por el pintor Julio Escámez, ilustrador de tres de mis libros, quien residió conmigo en India por un tiempo y, luego, en Yugoeslavia y en Austria. Venían escritores, poetas y científicos de todo el mundo; también de la Rusia comunista. El plato fuerte sería, por supuesto, Neruda.
Llegando a Santiago fui a visitarle a su casa del cerro San Cristóbal, “La Chascona”, como la llaman hoy. De inmediato pude darme cuenta de la diferencia en su actitud. Mi encuentro no fue agradable. No le veía desde la India y esperaba otra recepción. Estaba en cama, con Matilde. Empezó recomendándome leer el diario comunista, “El Siglo”, lo que me pareció una falta de respeto, por decir lo menos, de un escritor para con otro. Me declaró, enseguida, que el catre de bronce donde reposaban había pertenecido a las Condesas de Sierra Bella. Era muy hermoso, y le respondí: “Fue de una de mis bisabuelas. Usted lo habrá comprado. Espero haya pagado lo que vale”. Y me fui.
Hace poco ha llegado a mi conocimiento un escrito en forma de diario de vida de un chileno, que vivió con Neruda en Birmania. Es un manuscrito y ahí cuenta cosas muy poco favorables para este poeta, revelando su egoísmo y egocentrismo.
Mi colaboración en el “Simposium” se tituló: “Un Mensaje de la América del Sur”. Estuvieron presentes Carpentier, el novelista cubano de “Los Pasos Perdidos”, también el representante ruso y el japonés, con quienes mantuve una interesante discusión. No estuvo Neruda.
* * *
Le volví a encontrar en otro Congreso, ahora en Yugoeslavia. Una Reunión Internacional de Escritores, en un bello lugar de montañas. Viajé solo, conduciendo mi auto. Al llegar me fui directamente al hotel y no hice nada por encontrarle. Había aprendido la lección. Supe que él venía con Matilde y con el escritor centroamericano, Asturias. Les vi en la sala de las Conferencias, en su inauguración. Tampoco asistí a su conferencia de prensa. Los escritores yugoeslavos me invitaron a una cena, excluyéndole. No les agradaba por su stalinismo. Cuando les pregunté por él, me dijeron que no le habían encontrado y que tal vez “se hallase perdido en su grandeza”. Fueron sus irónicas palabras, que aún recuerdo.
Al siguiente día, Neruda me pidió que le llevara a dar una vuelta en automóvil por la campiña yugoeslava, con Matilde y Asturias. Acepté. De pronto, me sugirió que paráramos y descendiéramos los dos del auto. Pensé que tendría algo importante que comunicarme. Pero no era así. Sólo deseaba pasear conmigo un momento entre los árboles, con el rostro muy serio. Mientras hablaba de cualquier cosa, miraba de soslayo hacia el automóvil, donde había quedado Asturias con Matilde. Comprendí, sonriéndome: Neruda deseaba que ese escritor pensara que ambos nos estábamos confidenciando trascendentales secretos diplomáticos, sobre la política internacional, especialmente de Yugoeslavia, que él transmitiría en el mayor hermetismo al “Politburó” de Moscú, al que pertenecía como miembro a sueldo del Komintern.
Así era este hombre.
Cuando Allende llegó al poder y le dieron el Premio Nobel, nombrándole Embajador en Francia, a mí me echaron de la diplomacia. Entonces, mi amiga Indira Gandhi pensó tal vez ayudarme por medio de Neruda y me envió una carta en la que me felicitaba por la obtención del Premio Nobel del poeta. “Usted, que ha deseado tanto esto”, me escribía, inventándolo, pues jamás yo me había preocupado, ni menos aún hablaría de esto con ella. Desde Suiza remití esta carta a Neruda, a la Embajada en París, para que conociera la reacción de Indira Gandhi ante su éxito. Ella era ahora Primer Ministro de la India. Ni siquiera me acusó recibo.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Pablo Neruda
Por Miguel Serrano
En "MEMORIAS DE ÉL y YO", Vol. II, 1997. 310 páginas