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Derechos de autor, desobligaciones de lector y un cometa llamado Arbasino

Por Matías Serra Bradford

Publicado en Revista Ñ, diario Clarín. 10 de abril de 2020


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Se ha escrito y publicado tanto que podemos dar por seguro que en cada momento de nuestra vida actuamos una escena de una novela ajena (en algunas circunstancias, se diría que escrita en una lengua que desconocemos casi por completo). Dicho de otro modo: todo lo que va a pasar está preanunciado en la literatura. Como si la vasta y monstruosa totalidad bibliográfica universal conformara, en efecto, unas Sagradas Escrituras plagadas de profecías (aunque con un aire menos adivinatorio que evocativo). Podríamos remitir, rápidamente, el actual escenario vaciado y replicado a Ballard, y a Beckett la recreación dilatoria y el paveo jocoso que suplica un confinamiento prolongado.

Es lo que quizá explique que en general reine una excesiva naturalidad, como si se tratara de un fenómeno inmanente, latente, que a nadie sorprendió de veras. Acaso porque con este regreso a las cavernas se agradece que al fin coincidan el tiempo de una vida y el tiempo del mundo. Y la mayoría logra descansar (esperando uno casi nunca se equivoca) del pulso del resto, que jamás es el propio.

Los fenómenos virtuales que pululan –libros "liberados", derechos de autor cedidos o discutidos, cadenas de recomendaciones, listas clonadas– parecen haber olvidado un dato primordial: un lector ya tiene libros. De a decenas –que alcanzan y sobran para una larga cuarentena–, sino de a miles. Es, de hecho, la última o penúltima chance que tenemos de convertirnos en lectores apreciables.

Busco, entonces, la crónica perfecta de Christopher Burney sobre sus quince meses de prisión durante la Segunda Guerra y me asomo al balcón como a la cubierta de un yate en el Mediterráneo. (Ya llegará el momento de extrañar esta temporada en el purgatorio).

No llevamos un mes de cuarentena y algunos se apresuraron a polemizar acerca del acceso libre a títulos de autores contemporáneos. Vale la pena preguntarse pensando en quién: ¿en los que no tienen esos libros y no los compraron desde el día que nacieron hasta el día antes del inicio de la cuarentena? ¿Y qué los hará pensar que en esta circunstancia –cuando cualquier lector lo que más necesita es aquello que ya sabe que lo entretiene, sustenta o reanima– va a probar suerte con una firma que jamás hojeó? Los libros más confiables están liberados hace rato: se llaman clásicos e hibernan disponibles en mil lenguas y formatos. Cualquier lector promedio viene haciendo acopio de ellos en ediciones de papel.

Se comprende la desesperación de editoriales y librerías por salir a paliar el parate, pero es menos comprensible la ofensiva autopromocional de ciertos escritores por imponer sus cosas –regalándolas, descontándolas, etc.–, que recuerda a padres desencajados que les acercan a sus niños, haciendo avioncito, un trozo de ananá oxidado en la punta de un tenedor. Como si en verdad fueran sus obras las que le urgen al planeta en este contexto. Habría que disimular mejor, en todo caso, la perdonable emergencia por ser leídos.

La literatura se rige por medio de un desinterés innato; es el que exige para ponerse en camino y, con suerte, maravillar. Y la escritura no tiene fin, no ruega finalidad (excepto, dadas ciertas circunstancias, la de ser amado). En literatura, la gracia es gratuita (en todo el sentido de estas palabras primas).

La lectura arbitraria, azarosa, voluntaria, soberana, secreta, es preciosa como un zafiro y es, burlonamente, invalorable. Sólo se puede escribir y leer desde la soledad total. Uno está –debería estar– absolutamente solo al decidirse ante un libro. Nada mejor que dejar a un lector en paz, con sus impulsos y berrinches. La recomendación de alguien –no importa si admirado– es un fantasma que sólo subraya la fortaleza inaccesible del gusto personal. No está en la naturaleza de la literatura dar las cosas servidas. No es una abuela buena que cocina para todos.

Y cuando algunos esperanzados empezaron a creer que iban a vivir en un país –un mundo– de conversos a la lectura (lo que no garantiza nada), de pronto arrecian las ofertas de cursos y talleres de escritura por cuanta criatura de Dios tenga en su poder un teclado. (De no pocos, se desconocía que eran escritores y ya son profesores). No es improbable que nos salvemos de la pandemia, pero a este ritmo no habría que descartar que semejante epidemia de dactilografía inducida hiciera implosionar a países enteros.

Lo que también se ha sextuplicado es la redacción de diarios –ahora sí, íntimos–, como si de repente nuestras vidas se hubieran vuelto interesantes (justo cuando, paradójicamente, se aíslan por completo). Raro cuando la gran desventaja de la cuarentena es que uno pasa más tiempo consigo mismo –que es de quien quiso huir en primer lugar con cualquier lectura– y lo aconsejable sería lo contrario: leer diarios ajenos –por caso, los de Josep Pla, que no le teme al adjetivo, o los de Alan Bennett, que serenan, o los de Simon Gray, que hacen reír– para al menos llevar otras vidas, en esta época u otra.

Dominada por una curiosidad conspiratoria, casi toda la obra de Alberto Arbasino sucede en el exterior: en geografías mudables, en el trabajo de otros. Este lector y viajero fervoroso era un italiano afrancesado y anglófilo (que escribió, de paso, crónicas sobre Estados Unidos y Buenos Aires).

El escritor venía sorteando la plaga que tiene a su país sitiado, pero lo mató el tiempo. Murió el 23 de marzo a los 90 años. “Nosotros no elegimos nunca a nuestros padres y raramente a nuestros maestros”, había escrito el autor del andariego Hermanos de Italia, aunque él sí supo elegir a sus cómplices decisivos, el torrencial Carlo Emilio Gadda en primer lugar. Acaso sus lecturas lo prepararon para el viaje más impreciso: caminar con confianza dentro de un cuarto completamente a oscuras.

Su novela epistolar  El anónimo lombardo  está sembrada de mil epígrafes (era un  name-dropper y un citador serial) y notas al pie que portan sus propios asteriscos. Sus dos últimos libros –retratos de eclécticos elencos– son los más hermosos. Pirotécnico, recorta su incontinencia con tics de guionista, y hace jugar a su favor la incomodidad de los adverbios hasta sacarles musicalidad.

Su estilo se recuesta sobre la enumeración y la repetición y la variación. Sobre los actores de Jerzy Grotowski anota que están “arrastrándose por tentación, agazapándose por remordimiento, arañándose por concupiscencia, rebelándose por resentimiento”. Sobre el estilo del incomparable Roberto Longhi, acota: “En busca de la palabra más caprichosa y justa, sólo da la  impresión de haberse vestido en la oscuridad, yuxtaponiendo camisas y suéteres con efectos aleatorios y sublimes”.

Caso habitual, Alberto Arbasino es gran escritor de frases, no de libros. Pero uno necesita tiempo, precisamente, con el fugitivo profesional que supo ser, porque se evade y escapa entrelíneas. Quien pasó la vida ausentándose ha tenido con la literatura una conexión instintiva, irregular, inacabada, irresistible, como entre un perro y el mar.



 

 

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