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Mi amigo Claudio Arrau

Por Miguel Serrano
Revista de Libros de El Mercurio, sábado 15 de marzo de 2003




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En 1953 partí a India, iba a hacerme cargo de la representación diplomática de Chile. Un escritor reemplazaba a otro escritor en ese cargo, a Juan Marín. Yo no era un "diplomático de carrera", aunque sí "de familia", de tradición. Mi tío, Joaquín Fernández y Fernández, era embajador en Francia y ex ministro de Relaciones Exteriores: mi abuelo Joaquín Fernández Blanco fue embajador en España. En verdad la diplomacia nace en el mundo como un "cargo real", es decir de los reyes. Los embajadores eran nombrados por el rey para representarlo: se necesitaba que también tuvieran algo de reyes. El "profesional" actual es un invento de la burguesía, del liberalismo, del capitalismo y de la estéril burocracia, sin mucha imaginación.

Fue también en ese año, recién llegado a India, cuando recibí una carta del relacionador del pianista Claudio Arrau, quien me solicitaba conseguir que ese país invitara al músico a dar un concierto. En esos tiempos todavía Arrau no tenía la fama internacional de diez o veinte años después. A pesar de mi corta permanencia, me había informado de que la hija del Primer Ministro Nehru, la señora Indira Gandhi, se interesaba por la música clásica occidental. A esa fecha ella no ejercía cargo público alguno, no actuaba en política y solamente se dedicaba a llevar la casa de su padre y preocuparse de sus dos hijos pequeños. Sin embargo, ella era la debilidad de su padre, el "corazón" de Nehru, de modo que lograría cualquier cosa de él (con los años, consiguió que Nehru defendiera la Antártida chilena). Si yo hubiese sido un diplomático de "carrera", una vez recibida la carta habría recurrido al "conducto regular", es decir, al Ministerio de la Cultura dirigido entonces por la Maharan de Kapurthala. En cambio me "la salté" y me dirigí a hablar con Indira Gandhi. Resultado: Arrau fue invitado oficialmente por el Jefe de Estado, quien asistió en persona a su primer concierto. De este modo, puedo decir que a Arrau le debo haber conocido a Indira Gandhi, pudiendo establecer con ella y su padre la relación que me permitió una exitosa misión en India, en beneficio de mi patria.

Nunca había encontrado a Arrau, ni había tenido la suerte de escucharle. Llegó a la India acompañado sólo de su bella esposa, Ruth Schneider. Hice que se alojaran en la Vieja Delhi, en el "Swiss Hotel", antigua casa de un virrey inglés, donde yo también tenía mi habitación y mis oficinas. Desde nuestro primer encuentro se estableció entre nosotros una especial simpatía. Era un hombre muy culto, un gran lector, además de interesarse por las antiguas civilizaciones, las ruinas y monumentos antiguos, al extremo que su deseo de venir a India, en verdad, se debió al secreto anhelo de poder conocer más de su cultura y de sus misterios. 

Todo el tiempo libre que dispuso en su primer viaje y en los otros que le siguieron, durante mi permanencia allí, lo dedicó también a recorrer lugares históricos y a estudiar a esa gente y a ese mundo, muy desconocido aún en esos años. Juntos viajamos a la Isla de Elephanta y a otros bellos lugares.

Su primer concierto fue un éxito total. Sin embargo, Arrau se sorprendió por la falta de aplausos del público, al extremo de llegar a creer que su presentación había sido un fracaso, acostumbrado a los aplausos estruendosos y a los gritos del público occidental. Tuve que explicarle que para los hindúes eso era cosa de "salvajes" y que la verdadera muestra de admiración para ellos era el silencio y el recogimiento ante la maravilla de su música. Arrau interpretó a Mozart y a Beethoven.

Horas antes de iniciar su concierto - lo recuerdo- se encerró en su cuarto del hotel y se tendió en su cama, con los brazos cruzados sobre el pecho, concentrándose como un yoga. Y así permaneció todo ese tiempo, mientras su mujer, sentada a su lado, vigilaba en total silencio. Sin saberlo, yo había abierto la puerta y debí retirarme.

Antes de iniciar su presentación, Arrau siempre estaba tenso y nervioso como si fuera el primer concierto de su vida. Sólo al finalizarlo se distendía, olvidándose de todo y deseando ir con su mujer y conmigo a un restaurante, a probar los platos típicos del país.

Pude recibir a Arrau en todos los lugares donde fui embajador. La última vez, en Austria, donde comimos en "Los Tres Húsares", que él conocía mejor que yo. En esos años aún no había logrado conquistar totalmente a este país, pues allí no se creía que se pudiera interpretar a Beethoven si no había estudiado con profesores austríacos. Arrau lo había hecho en Alemania.

Y fue en Austria donde Claudio Arrau me enseñó que "nunca se debía tocar música clásica mientras se comía", durante una cena en su honor que yo le ofreciera en mi casa de Viena. 

También allí me reveló que él había dejado de interpretar a Bach: "Porque Bach no se debía tocar en piano, sino en clavecín...".

Yo escuchaba entonces "Las Variaciones Goldberg", ejecutadas en clavecín por Wanda Landowska (la interpretó recientemente en Valparaíso, y en piano, el gran compositor y virtuoso chileno Aníbal Correa), esa obra mágica que Bach compusiera para los insomnios del Conde de Keyserling, abuelo del autor de "Meditaciones Sudamericanas", el más extraordinario libro que se haya escrito sobre nuestro continente, que nadie lee ni recuerda hoy y que entonces comentábamos con Claudio Arrau, gran lector, como hemos dicho, y admirador también de Hermann Hesse y C. G. Jung. Una vez lo vi llegar al aeropuerto portando mi libro El círculo hermético en alemán. Fue en Chile, en tiempos del Presidente Frei Montalva. Recuerdo que se lo presenté a su hijo Eduardo y a su esposa Martita, en su magnífico concierto del Teatro Caupolicán. Arrau entonces se admiraba de la receptividad del público chileno "del pueblo chileno", que "sabía escuchar en silencio total". "No se oye ni el vuelo de una mosca", me decía. Y fue también en esa ocasión cuando me confesó que se arrepentía de su decisión de no haber interpretado a Bach en piano. "Si aún no es demasiado tarde, voy a comenzar ahora", me dijo.

La última vez que lo vi fue también aquí, en Santiago, en el Teatro Municipal. Logré acercarme a él en un pasillo. Iba rodeado de personajes que le impedían el contacto con el público, entre ellos el alcalde Carlos Bombal. Arrau al verme, vino derecho en mi busca, me tomó las dos manos y me dijo: "¡Amigo de toda una vida!".

Y ya no lo vi más.

Sólo supe que en su última entrevista, en un períodico austríaco, tal vez pocas horas antes de morir, le preguntaron. "Si usted se encontrara con Bach en el cielo, ¿que le diría?". Y Arrau respondió: "¿ Qué podría yo decirle ? Sólo contemplarlo y adorarlo... ".

Ahora estarán ya juntos, más allá, mucho más allá... Y por fin Claudio Arrau podrá ejecutar en piano, para el Maestro, su más grandiosa obra inconclusa: "El Arte de la Fuga". Y esta vez será Juan Sebastián Bach quien lo contemple y lo adore...



 



 

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