Cada mes, a una casa del pasaje le tocaba limpiar el basurero comunitario. Ese mes nos tocaba a nosotros, la casa 5. Cuando abrimos la tapa vimos los conejos muertos. Las cabezas casi colgando del cuello. Los ojos abiertos y secos. Las orejas cortadas en diagonal. La piel abierta. Las tripas afuera, siendo devoradas por unos furiosos gusanos blancos. Todo rodeado de moscas. Olor insoportable. Mucho asco. Mucha rabia. Puteamos al vecino que había dejado ahí, y así, a esos pobres conejitos. Sabíamos que los vecinos habían escuchado nuestras chuchadas. Sabíamos que los vecinos, detrás de sus visillos, habían visto nuestras muecas de asco mientras sacábamos los conejos muertos. Ellos siempre estaban ahí. Decidimos hacerla corta. Los sacamos uno a uno a la cuenta de tres. Una vez afuera los metimos dentro de una bolsa, y esa bolsa dentro de otra y así hasta que el olor bajara. Los dejamos dentro del basurero. El camión de la basura pasaría en tres días.
Volvimos a la casa. La tele estaba prendida. No le prestamos atención. Nos fuimos directamente a la cocina a refregarnos las manos con jabón. En lo único que pensábamos era en quitarnos de las manos el olor a conejo muerto. Luego, callados, mirábamos el suelo haciéndonos las mismas preguntas. ¿Quién había dejado ahí esos conejos? ¿Por qué estaban en ese estado? ¿Acaso en el pasaje vivía algún psicópata que ha estado matando animales por diversión? La posibilidad de un accidente era un mal chiste. Tampoco parecían ser los residuos de algún experimento culinario. El pasaje estaba compuesto por diez casas pareadas, de dos pisos, casi todas frente a frente. Es un pasaje cerrado, por lo tanto, nadie más que nosotros y nuestros vecinos usábamos ese basurero. Levantamos la cabeza y con la Mariana nos miramos al mismo tiempo. Habíamos llegado a la misma conclusión: un asesino vivía entre nosotros. Escribimos un reclamo en el grupo de whatsApp del pasaje, pero nadie respondió. Al amanecer la bolsa con los conejos ya no estaría ahí.
Durante esos días cada portazo, cada salida nocturna, cada ladrido del Jess Mariano hizo ponernos alerta. Pasaron un par de semanas así, hasta que logramos dejar de pensar en el supuesto asesino y en los conejos muertos. Eso duró poco. Todo volvió a quebrarse una noche en la que escuchamos los sollozos de la vecina de la casa 8. Ni la pensamos y salimos de la casa. La vecina estaba de rodillas frente al basurero llorando. Ese mes era su turno de limpiarlo. Abrazamos a la vecina hasta que se calmó un poco. El vecino de la casa 6 salió al pasaje revolviendo con una cucharita un vaso de agua con azúcar. Se lo dio a la vecina. El vecino se asomó al basurero. ¡Conchetumare!, dijo. El vaso se le cayó de las manos. El sonido del vaso reventándose en el suelo se escuchó en las 10 casas. La vecina lloró más fuerte. El vecino limpió el vidrio del suelo con un escobillón viejo y una pala de plástico. Mariana intentó acercarse al basurero, pero el vecino de la casa 6 le advirtió que no le convenía mirar lo que estaba ahí dentro, luego sacó un pucho y lo prendió mientras la vecina seguía llorando.
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Enero. Noche. Calor. Mariana y yo dormíamos desnudos, tapados solo con las sábanas. Como a las cuatro de la mañana el Jess Mariano comenzó a ladrar. Primero muy tímido, pero al rato su ladrido se tornó grave y violento. Nos despertamos de golpe, saltamos de hecho. Se nos hizo mirar por la ventana. Los otros perros del pasaje se pusieron a aullar. El Jess estaba tan asustado que empezó a rasguñar la puerta de la cocina para que le abriéramos. Nos costó, pero bajamos juntos al primer piso. El Jess dejó los rasguños y empezó a darse cabezazos contra la puerta como queriendo derribarla. Esos golpes no sonaron como los de un perro, más bien parecía que detrás la puerta había un animal más grande. Un rinoceronte, un búfalo, o un macho cabrío furioso. Le abrí la puerta y se fue directo a los brazos de la Mariana. Yo salí a ver que chucha estaba pasando afuera. Apenas me asomé todo se cubrió de un extraño silencio. Caché por la luz de las balizas que los pacos estaban afuera del portón. También me di cuenta de que estaba en pelotas en el antejardín.
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Al día siguiente los vecinos convocaron a una reunión en el pasaje. El motivo: habían intentado meterse a la casa 1, la que da directo a la calle. La dueña de casa dijo que alcanzó a ver a tres hombres altos. Aseguró, “por la virgen santísima”, que cuando los vio sintió el mismo dolor en el pecho que sintió la noche que enviamos el mensaje de los conejos muertos al grupo de whatsApp, y cuando escuchó a la vecina llorar frente al basurero. Dijo que había que hacer algo urgente. Dijo que teníamos que organizarnos para reforzar la seguridad del pasaje. A todos los vecinos les hizo mucho sentido lo que dijo. El vecino de la casa 7 dijo que la delincuencia estaba desatada. Los vecinos de las casas 2 y 9 agarraron papa y empezaron a comentar los portonazos en Santiago que habían visto en las noticias la noche anterior. Los demás nos miramos en silencio. El vecino de la casa 7 dijo que tenía un dato de alguien que ponía alarmas comunitarias. Dijo que no era tan caro si pagábamos entre todos, y que podría venir mañana mismo al pasaje. Estuvimos todos de acuerdo. Unos con más entusiasmo que otros eso sí. Así fue como al día siguiente tuvimos la reunión con el Señor de las Alarmas.
El Señor de las Alarmas se presentó en compañía de su hijo y su cuñado. Mientras ellos repartieron a cada uno un imán para el refri con el logo de la empresa, El Señor de las Alarmas empezó a dar su discurso. Habló de los tiempos difíciles que estábamos viviendo como país, y que se iban a poner mucho más feos “con todo esto de la política”. Habló del gran poder que resulta de la unión de los vecinos. Habló de cuidarse unos con otros, como una tribu, como una comunidad. En ese momento las vecinas propietarias comenzaron a recordar cuando todos celebraban el 18 de septiembre en el pasaje, y cuando el vecino de la casa 9 se disfrazaba de Viejo Pascuero en Navidad. El Señor de las Alarmas cortó el relato de las vecinas y continuó con su discurso, un horrible mega mix de organización popular, de delirio pinochetista nostálgico y de infomercial de Antena 3 directo. El Señor de las Alarmas hizo sonar su producto estrella a modo de prueba pero falló. La alarma emitió un ruido parecido a un juguete barato al que se le acabaron las pilas. Lo volvió a intentar y funcionó perfecto. Un sonido estridente que, a juzgar por sus caras, dejó a varios vecinos felices. El Señor de las Alarmas dijo que ellos ya habían hecho ese trabajo en varias poblaciones, sobre todo después del estallido social. Dijo que sabía que la gente estaba conforme porque lo habían agregado a sus grupos de whatsApp y leía sus comentarios. Dijo que los delincuentes se daban cuenta cuando los vecinos contrataban las alarmas, que se asustaban y que por eso no se metían más en las casas. Dijo que los delincuentes en verdad eran súper inteligentes, que, aunque nosotros no lo creyéramos, ellos estudiaban cada pasaje. Dijo que ellos siempre, siempre, siempre actuaban armados y que con la alarma ya no teníamos para qué exponernos a un balazo. Dijo que la alarma para ellos “es igual a cuando uno prende la luz y arrancan las cucarachas”. Mariana y yo nos miramos como tratando de decirnos “qué chucha este hueón”.
Ese mismo fin de semana instalaron las alarmas y nos dieron a cada casa un control remoto para usarlo en caso de emergencia. Eso calmó un poco a los vecinos. Se dejó de hablar del tema. Pasaron unos meses y ya nadie se acordaba de que habían intentado meterse a la casa 1, tampoco del llanto ahogado de la vecina de la casa 8, y menos de los conejos muertos.
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La primavera se acercaba y con la Mariana la recibíamos resignados porque sabíamos que la miraríamos desde lejos. La pandemia que comenzó en marzo estaba lejos de acabarse. Ese día fuimos al supermercado temprano porque en la tarde celebraríamos, los dos solitos, mi cumpleaños. Cuando volvimos el Jess Mariano no estaba. Les preguntamos, casa por casa, a todos los vecinos y ninguno había visto salir al Jess. Lo buscamos por todas partes y no lo encontramos. Nos comimos la torta con un nudo en la garganta. Lloramos todo el resto del día y de la semana. Salíamos todos los días a buscarlo por el barrio. Pusimos carteles con su foto en los postes de luz y en los negocios. Volvíamos siempre derrotados. Esa semana nos tocaba hacer el aseo del basurero. Decidimos limpiarlo en la noche porque no queríamos toparnos con nadie. Hacía frío. Fuimos con bolsas plásticas negras, una toalla vieja y amonio cuaternario. La Mariana abrió el contenedor mientras yo separaba las bolsas. Gritó fuerte y se tiró al piso a llorar. Me acerqué al basurero y vi el cuerpo mutilado del Jess. Estaba igual que los conejos. Estaba igual que el gato de la vecina de la casa 8. Me paralicé. Ni siquiera atiné a abrazar a la Mariana. Fue en ese momento cuando escuché unas risitas burlescas que me sacaron del shock. Risitas burlescas que venían desde afuera del pasaje. Logré distinguir a tres tipos bajo un poste de luz que parpadeaba. Pasamontañas. Guantes. Bototos. Vestían negro de pies a cabeza. Salí del pasaje con la guata llena de rabia a encararlos. La rabia me empujó hacia ellos. Me importó un pico salir sin mascarilla. Me importó un pico que hubiese toque de queda. Cuando abrí el portón salieron corriendo. No porque yo los haya asustado, escuché cómo se rieron de mí mientras corrían por las calles del barrio. Era como si estos reconchesumadres estuviesen jugando. Se reían fuerte y saltaban burlescos de una vereda a otra. Mientras corría detrás de ellos escuché la alarma del pasaje. Supuse que alguno de los vecinos apretó el botón del control remoto cuando escuchó el llanto de la Mariana. Los hueones jamás pararon de correr, y yo tampoco. Uno de ellos se separó del grupo. Puta que corrí esa noche, tanto que casi los alcancé. Dos de los hueones de negro se adelantaron hasta que los perdí de vista. Al otro lo alcancé a agarrar de un hombro cuando estaba llegando a Ramón Ángel Jara, la calle principal. Sentí que se me quemaba la palma de la mano y lo solté. A penas se alejó de mí, se subió de un salto a una camioneta Fiorino que se estacionó justo en la esquina. En esa camioneta estaba el otro tipo de negro. Lo vi porque las puertas estaban abiertas de par en par. Me volví a paralizar. La Fiorino se puso en marcha con las puertas aún abiertas y uno de los tipos de negro me hizo un Pato Yáñez. Supuse que el hueón que faltaba manejaba la camioneta que empezaba a desaparecer por la calle Ramón Ángel Jara hacia el troncal. Aceleró. En el barrio aún se escuchaba el sonido de la alarma y el ladrido de los perros. No alcancé a distinguir la patente, pero algo quedó tatuado en mi retina. Cuando cerraron las puertas de la Fiorino pude ver estampado en ellas el logo de “El Señor de las Alarmas”.
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Cuento de Mauricio Tapia Rojo.
Publicado en LA ANTORCHA MAGACIN, n°8