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La muerte que nos acompaña

Por María Teresa Cárdenas
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 6 de noviembre de 2022


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Quizás quienes mejor se han relacionado con la muerte son los escritores, y en particular los poetas, porque la han mirado de frente, la han cortejado, anticipado, tuteado e incluso se han reído de ella.


"Solo para morir hemos nacido", escribió Adán Méndez en un poema de su Antología precipitada, con la que en 1992 ganó el Premio Revista de Libros. Sí, ¡hace treinta años! Era la segunda versión de este concurso y la primera dedicada a la poesía. "Quiero dejar constancia pública de mi voto/ por el autor de este verso tan sorprendente/ que llamaría la atención en el propio Quevedo// lo recomiendo con el mayor entusiasmo", argumentó por escrito Nicanor Parra, quien formó parte del jurado, junto a Raúl Zurita e Ignacio Valente. Zurita consideró la obra una "hija legítima de la antipoesía", pero lo que verdaderamente deslumbró a Parra, y lo repitió por un buen tiempo, fue ese verso endecasílabo, que en apenas cinco palabras era capaz de resumir la única certeza de toda existencia: la muerte.

"Para todos tiene la muerte una mirada", escribió antes Cesare Pavese, y aunque hagamos lo imposible por esquivarla o negarla, inevitablemente llegará el día en que nuestros ojos se encuentren con ella.

Muchas características, incluso físicas —un esqueleto con manto y guadaña— se le han atribuido a la muerte, debido a la inquietud o el miedo que desde el principio de los tiempos ha provocado en el ser humano. Miedo a dejar de existir o a que ya no estén nuestros seres queridos. La desaparición total o solamente del cuerpo, suponiendo una vida eterna. Tramposa, vengativa, celosa o impaciente, la muerte está siempre alerta —"Esta muerte que nos acompaña/ de la mañana a la noche, insomne", de nuevo Pavese— y no duda en acudir cuando llega su momento. "Nadie muere en la víspera", reza el sabio dicho popular. Vivimos ignorándola y, tal vez por lo mismo, cada cierto tiempo se encarga de recordamos, sola o en complicidad, su poder incontrarrestable: a través de terremotos y otras catástrofes naturales o guerras e invasiones, que sacan a flote lo más primitivo del ser humano. O pandemias, como la que hemos vivido estos últimos años y de la que aún no salimos del todo.

Motivo central de tantos estudios, disciplinas y ciencias, quizás quienes mejor se han relacionado con la muerte son los escritores, y en particular los poetas, porque la han mirado de frente, la han cortejado, anticipado —"Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo", anunció Vallejo—, tuteado e incluso se han reído de y con ella. "El poeta nace abrazado con la muerte. El gran baile del poeta es con la muerte", afirmaba el surrealista Enrique Gómez-Correa cuando llevaba varios años postrado debido al cáncer, después de ganarle una primera partida a la muerte. Para Floridor Pérez, en cambio, la partida quedó inconclusa en octubre de 1973, cuando a su compañero de ajedrez y de prisión en la isla Quinquina se lo llevaron, y a la semana siguiente supo que lo habían fusilado. Floridor jugaba con las negras. "Años después le cuento esto a un poeta./ Sólo dice:/ ¿y si te hubieran tocado las blancas?", escribe en uno de sus poemas más conmovedores. Como también conmueve Gabriela Mistral con "Los sonetos de la muerte", cuando clama a Dios por su amado: "¡Arráncalo, Señor, a esas manos fatales/ o le hundes en el largo sueño que sabes dar!".

En sonetos, décimas o verso libre, la muerte acude al llamado de los poetas e incluso se sienta a los pies de la cama de uno de ellos y "es una buena maestra/ cuando te habla al oído y se retira" (Óscar Hahn). "Quiero saber si hay vida de ultratumba/ Nada más que si hay vida de ultratumba", pregunta Nicanor en "Discurso fúnebre". Ya lo sabe, pero no ha venido a contarlo.

Asumir la certeza de la muerte no ayuda a que sea menos temida, pero sí a conocerla y tratarla con naturalidad, como lo hace Andrés Montero en La muerte viene estilando (La Pollera), donde se percibe el ritmo que les da a sus narraciones orales —es cofundador de la compañía de cuentacuentos La Matrioska y director de Casi Contada— y que lo acerca a la poesía. Premiado, hasta ahora, por el Círculo de Críticos de Arte, la Academia de la Lengua y el Ministerio de las Culturas (Mejores Obras Literarias), el libro reúne seis cuentos que tienen como motivo central la muerte y que en conjunto forman casi una novela, ya que comparten personajes y se ambientan en los mismos espacios rurales, con sus tradiciones y misterios, pero en tiempos distintos. Escenarios donde la muerte es tan natural como la lluvia.

En un contexto radicalmente distinto, la muerte también ronda a los protagonistas de El silencio del mundo (Tusquets), de Pablo Azócar, libro con el que este narrador y poeta vuelve al género de la novela después de 25 años. Una mujer que alcanza los 57 años y un joven activista universitario que le pide refugio en su departamento, en las cercanías del Parque Bustamante, experimentan el temor a la muerte en los días posteriores al estallido. El propio autor contó en estas páginas que la revuelta social se había colado como telón de fondo en su historia. Y luego la pandemia, como una amenaza más real y nítida. Escrita como carta, la novela tiene un giro final que sorprende y que nos enfrenta, de nuevo, a la cotidianidad de la muerte, mucho menos heroica de lo que algunos quisieran o imaginarían para sí mismos.

 

 

 



 

 

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La muerte que nos acompaña
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Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 6 de noviembre de 2022