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Los lenguajes que levantar
A propósito del Luna Ácida de Mauricio Torres Paredes

Por Rafael Farias Becerra
Publicado en https://animalsospechosoeditor.com/
Barcelona, 28 de octubre de 2021



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¿Un libro, un carnet o un pasaporte? Como si el objeto-libro fuera también una forma de confirmar la identidad de un autor,  Luna Ácida  de Mauricio Torres Paredes se nos presenta como una credencial de su poesía. Una cédula de identidad con dígitos, fotografía, timbre, firma, papel estampado y huella dactilar, pero esta vez alterada por una especie de llamativo título (Luna Ácida), el que puede hacer las veces de seudónimo, apodo o sobrenombre, como tantos de los que aparecen en las hojas de este  documento.  Ya desde la portada de este libro encontramos cierto travestismo; cierto deseo de transformar y multiplicar la identidad asignada por los registros civiles, pero siempre a modo de un documento falso o intervenido, que se trafica en el «sector» con un nombre im-propio, como tantos de los que surgen en el barrio.

En Luna Ácida quedará a un lado aquella des-escritura que nos presentaba Mauricio Torres en sus primeros libros. Si en  Al Mundo le aze Falta un Orgazmo Maz  se alteraba (u omitía) la correcta ortografía de las palabras para transcribirlas en su materialidad fonética, a través de una poesía que parecía hablar desde el error, desde la patología verbal o el analfabetismo de su autor, aquí se retoma parte de aquel gesto sociolingüístico que aparecía en El futuro prometido, donde atrevidas voces marginales reflexionaban desde y sobre la jerga, o el lenguaje cotidiano.

En efecto, ya en las primeras páginas de  Luna Ácida  aparecerá una larga pasarela de apodos o sobrenombres donde parecen desfilar y reconocerse -bajo el rumor de los alumbrados públicos- las des-identidades del barrio: «Se pararon frente a mí la Pera loca, el Flaco Tito, el Cabecita Oro / la Yennita, el Flaco Jaime, el Caredeo, la Lala / el Pistera, Luchito el Bobo / Chino Marcelo / Lito Litogua, Diaz Caballito y Diaz Almeja…». Largo listado de personajes que compondrán la «fauna» del sector, cuya identidad incluso es redoblada o multiplicada por arbitrarias designaciones: «el Bacteria / Chador, el Loco Leo y Merci -que eran el mismo- / El Rene». Sin embargo, los mismos apodos que intermitentemente aparecerán durante todo el libro y que de forma carnavalesca parecen des-cubrir con cierta comicidad a los personajes más insólitos o conocidos, nos muestran también su revés, que es el deseo de encubrir identidades: «Aún no me decido si coloco tu nombre / o lo reservo o lo disfrazo».

Desde esta perspectiva, la jerga que este libro pretende exaltar y levantar nos muestra su propia  falla. Sacar a la luz, mediante sus apodos a todos los personajes: «De la zona /Del sector / De la cuadra / De la esquina / De la perpendicular / De la berma / la vereda y el poste», tiene como reverso su ocultamiento como resultado del miedo -social y político- heredado a través de los distintos gobiernos post-dictatoriales, que este libro no dejará de exponer: «El dolor encontró materia en nuestros cuerpos / Nos repudiamos en los secretos / Y de los secretos aprendimos a hablar».

No obstante, lo que también se re-vela  mediante la ambivalencia de los apodos es ante todo una  postura  o mueca política con respecto a la lengua. La «jerga de la falla», desde la cual este libro poetiza y reflexiona tiene como base aquella «marginada bulla» que conforman los lenguajes populares y callejeros, luchando por aparecer y ser comprendidos como  palabra  poéticaDe alguna manera, los fragmentos y poemas que  Luna ácida  nos presenta pretenden desviarse de las normas sociolingüísticas que han venido siendo establecidas por el establishment de los gobiernos postdictatoriales para prestar oído a aquellos espacios marginales, donde se «balbucea el canto en el ahogo incontenido del barro».

En este sentido, ver y escuchar un Chile a partir de «los rayados insolentes que recogen el raudal emigrado / De color, acentos y gritos» sólo pareciera ser posible en la medida en que se hable desde una «lengua desfigurada». Convertir la lengua en un monstruo, tarea que parece provenir de la comicidad y de la tragedia de los sectores populares y del hampa -donde cada día se inventan nuevas denominaciones para ocultar y visibilizar objetos e identidades- parece ser la misión del poeta, quien extiende el siguiente llamado: «Atrévete a componer los cantos del sector».

De algún modo, entre la sencillez e incluso los errores formales de este libro, se advierte cierto heroísmo o épica rebelde que viene a saldar cuenta no sólo con la dictadura militar y los gobiernos de la denominada transición democrática («A mi no me desaparecieron / Me desaparecí solo / Atreviéndome»), sino también con el cómodo lugar que pudieron encontrar allí las y los poetas de turno: «Todos subían y bajaban del olimpo / Yo me asomo desde el subterráneo / barriendo los restos de los poetas abatidos / que dejaron los últimos gobiernos».

Una especie de Dante drogado y precario recorre la población «Bailando descabezado / Con las vivas y los despreciados», pareciera de pronto sobreponerse para interrogarse casi metafísicamente sobre su entorno («Levanto la frente y toco las paredes / para saber qué es la realidad») y desde allí extraer ciertas lecciones éticas sobre su escritura y su propia subjetividad: «No satisfecho con asomarme / también me escribí / Nunca me tendrían que haber enseñado a decir / Porque no lo aprendí como quisieron».

A modo de una ética y estética de la existencia que retoma el gesto del «loco» de  Artaud, quien «reclama / Todos los actos individuales son antisociales», la escritura de sí que se plantea una de las voces recurrentes de este libro, surge a partir de un  mal  aprendizaje de la lengua, ya sea por una precariedad formativa o porque no se ha querido seguir los cauces de la educación formal. A partir de esta escritura fragmentada, es posible comprender que gran parte del proyecto literario de Mauricio Torres Paredes consiste en poetizar/reflexionar sobre una subjetividad construida a partir de una escritura que se resiste a ser una «buena» escritura, porque prefiere  hablar desde el ruido, el tajo, la cicatriz o la falla. Esta desfiguración de la lengua como cuerpo y como tejido de signos, es llevada incluso a otra escala cuando se reflexiona sobre el propio país y los pueblos que lo habitan («órganos abandonados de la patria / Pobres, malformados, subversivos, Mapuches, Selknam»).

Pero, esta ética con respecto a la escritura y el cuerpo individual y social tiene como correlato todo un imaginario basado en la manera violenta y decadente con que se impuso el modelo neoliberal en Chile («Como les gustaría romperme el cráneo / Y sentir que lo hacen por el Imperio»), sólo que esta vez observado desde las contradicciones del barrio, donde «la nueva selva comienza a tornarse / una descabellada celebración», o donde las «monas y monos del sector» parecen reír y disfrutar de un baile al mismo tiempo evasivo y liberador, porque se asume que «la felicidad [es también] una cicatriz».

Es quizás por esto que el libro comienza con la descripción de una paródica escena:  «De repente desperté / Vi más luces de las que se necesitaban / Me vi hediondo a dinero / sosteniendo en el bolsillo un crucifijo que no requería / Me puse la chaqueta de mezclilla / al encuentro de mi maestro fui». A modo de un creyente evangélico que, enloquecido, ha logrado sobrevivir del mundo de la cana, el poeta se despierta buscando un nuevo evangelio que adorar. Sin embargo, aun perdidas las orientaciones en un mundo de luces, consumo y dinero («Entre la toxicidad / de la higiene extrema, descompongo») una especie de búsqueda espiritual se asoma tímidamente en Luna Ácida: «Es hora, aunque estas no existan / de merecer los que has soñado / cómo sabes si resulta / hay una luz siempre hay una luz», cuestión que quedará patente sobre todo en la imagen de contraportada, donde tres espíritus Selknam con manchas al estilo pop-art parecen reiterar la idea del camuflaje, el encubrimiento y la revelación que encontrábamos al inicio de este libro tras las múltiples designaciones o apodos, pero esta vez mediante la leyenda: «Recuerda que me hice ave, entendiendo que todo era un disfraz».

 

 

 

 



 

 

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