Fin de la
inocencia, de Jorge Calvo
Ediciones Foro
Nórdico, 128 páginas.
Ángeles y verdugos, de
Diego Muñoz Valenzuela
Mosquito
Comunicaciones, 62 páginas
Vuelven a contar el
cuento
Viene
cada uno con un libro de cuentos bajo el brazo, un dato más que
confirma que las trayectorias literarias de Diego Muñoz Valenzuela y
Jorge Calvo tienen bastante en común. Ambos pertenecen a esa
generación de jóvenes narradores que asomó en nuestro país a mediados
de los ochenta, y que tuvo como punta de lanza la antología
Contando el cuento (1986), editada por el mismo Diego Muñoz
junto a Ramón Díaz Eterovic. Jorge Calvo fue uno de los convocados en
esa antología, que incluía además nombres como los de Ana María del
Río, Carlos Franz, Sonia González y José Leandro Urbina, entre otros,
y que a la larga fueron el primer sustrato de aquello que se conoció
bajo el mote de la Nueva Narrativa (al que se sumaron más tarde
los escritores que volvían del extranjero, como Carlos Cerda y Jaime
Collyer, y las plumas veinteañeras de Alberto Fuguet y Andrea
Maturana).
Un cliché certero
dice que esa generación fue marcada a fuego por la dictadura. Eran
unos adolescentes el año de la diáspora, heredaron las ganas de
construir un país distinto, hicieron circular sus primeros libros casi
artesanalmente, y terminaron por asumir el imperativo ético de la
justicia casi como un proyecto estético. No es casualidad que a poco
andar fueran ellos quienes se dieran a la tarea de novelar en primera
persona la dictadura, a partir de novelas como El mercenario ad
honorem de Gregory Cohen, Los años de la serpiente de
Antonio Ostornol, y Todo el amor en sus ojos de Diego Muñoz.
Por su parte Jorge Calvo hizo lo suyo con la publicación en 1991 de
La partida, una novela de muchas voces, fragmentaria, que tiene
como telón de fondo el duro cuadro de la represión. Tampoco es
casualidad que surgiera en este contexto uno de los personajes con más
vocación de justicia que registre la historia de la literatura
chilena, el detective Heredia, protagonista de la saga de novelas
negras de Ramón Díaz Eterovic. Un juicio que no peca por su afán de
síntesis afirma que el desencantado y solitario Heredia es algo así
como el alter ego de toda una generación que vio frustrados sus
proyectos colectivos.
Pero
volviendo a Diego Muñoz y Jorge Calvo (que además comparten una
primera formación profesional como ingenieros químicos), resulta claro
que a partir de los años noventa, no estuvieron ellos en la primera
línea de ese mini boom que nos propinó el mercadeo editorial promovido
por los sellos transnacionales y que tan a la moda reprodujo el
periodismo cultural. Diego Muñoz optó por publicar al margen de los
catálogos que incorporaron en su diseño la marca de la Nueva Narrativa
Chilena, y Calvo se instaló en Suecia a partir del año 85. Ambos
tuvieron sin embargo una buena crítica (en especial Muñoz Valenzuela),
mientras otros acapararon las vitrinas. Ahora reaparecen en la escena
literaria, cada uno con un libro de cuentos.
PROSA LIVIANA
Una
colección de narrativa breve exhibe regularmente diferencias notables
en la calidad de los cuentos que la componen. Fin de la inocencia
de Jorge Calvo no es la excepción a la regla. Pero en este caso es legítimo también hacer efectiva una afirmación aunque
menos común no menos certera: hay libros que aun exhibiendo sus
imperfecciones, resultan tremendamente atractivos. Pasa con los
catorce cuentos que componen este libro. Su mayor dificultad -para
despachar el asunto en breve- aparece en los relatos en que Calvo
intenta una desfiguración de la realidad, que no vamos a llamar
fantástica, pero que interviene en el orden de las cosas sumándole un
misterio sutil que desacomoda al lector. Un recurso que en la
narrativa de Felisberto Hernández o en la de Cortázar (que aprendió el
truco leyendo muy bien al uruguayo) produjo cuentos memorables, en
Calvo es apenas el ejercicio de una experimentación que se entrampa en
una dilatada y densa descripción de ambiente (en El cazador en el
umbral, por ejemplo), o que apuesta por una alegoría que no
soporta una clara dimensión simbólica (Los
equilibristas).
... El talento
mayor de Calvo reside en la nitidez con que retrata la realidad sin
mediar apellidos, muchas veces a partir de anécdotas mínimas, como en Libre albedrío: la historia de un agente de cuentas bancarias
que se mueve con inercia desoladora en medio de un sistema que a todas
luces le desacomoda, pero que no tiene más proyectos que los que le
otorga el momento: conquistar a la nueva empleada del banco. El plus
de la historia viene dado por la superposición del recuerdo de la
infancia del personaje, una infancia marcada por la rebeldía: es
expulsado de su función de monaguillo de la iglesia por levantarle la
falda a la virgen, es expulsado también del colegio de curas por
respuestas poco cristianas en la clase de religión, y ya entrada la
adolescencia se vuelve anarquista de la mano de la lectura de Bakunin.
Es cierto que el contraste entre el niño rebelde y el adulto resignado
tiene algo de esquemático (sobre todo en el contexto de su país que
rescribe la historia de sus últimos treinta años partir justamente de
esa metáfora, la del hijo pródigo), pero la prosa liviana de Calvo
atravesada por un hilo permanente de ironía le dan crédito a una de
las historias mejor contadas del volumen.
Hay otros cuentos que merecen atención, como
Su cuerpo olía a finas hierbas y Las raíces del abismo, que pesar de
sus finales poco felices -insustancial uno, predecible el otro- son
relatos limpios en su progresión narrativa.
MÍNIMAS PALABRAS
Diego
Muñoz Valenzuela publicó en 1997 su novela Flores para un
cyborg, una historia de ciencia ficción que tenía como
protagonista a un androide con ansias de justicia en un país parecido
al nuestro (un personaje
sobre el cual también se proyecta esa lectura que parte del imperativo
ético generacional del que hablamos más arriba). Ahora Muñoz
Valenzuela cambia radicalmente de género y se aventura en el difícil
arte del microcuento con la publicación de Ángeles y verdugos.
Son 34 relatos, el más corto ocupa apenas un par de líneas, y el más
largo supera en poco las dos páginas.
... La escritura de microcuentos requiere por una
parte de un manejo perito de la rapidez y la condensación narrativas,
y por otro, de un giro intenso que sorprenda al lector. El microcuento
no devela progresivamente un enigma, lo revela ahí mismo. Diego Muñoz
tiene vocación de intensidad en la mayoría de estos cuentos, pese a
que muchas veces cometa el error de dejarse conquistar por la prosa
poética (Muerte del bosque) o que no logré dar con un final merecido
(El juego de las simulaciones). Pero el problema no es ese, sino el
carácter básico y repetido de muchas de las historias que cuenta: el
asesino convertido repentinamente en víctima (El verdugo), el hombre
que se enamora de un maniquí (El paseo matinal), la bestia desconocida
encerrada en algún lugar de la casa (La cosa de allá arriba). Sin
contar aquellos, claro, que sólo alcanzan la categoría de
divertimentos narrativos, muy predecibles (¿qué se imaginan que le
puede pasar a un vampiro que va al dentista?). Pero los hay también
notables (Observaciones en un ómnibus y Encuentro, por ejemplo) que
hacen a ratos muy entretenida la lectura del volumen. Pero no
más.
Marco
Antonio Coloma
en El Periodista N°35