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Mercedes Valdivieso | Autores |











Mercedes Valdivieso, Maldita yo entre las mujeres
Santiago: Planeta/ Biblioteca del Sur, 1991. 143 págs.


Por Roberto Forns
Arizona State University
Publicado en Chasqui, Revista de literatura latinoamericana. Vol. 21, No. 2. Nov., 1992


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Décadas después de la publicación de La Brecha (1961), La tierra que les di (1963), Los ojos de bambú (1964) y Las noches y un día (1971), la novelista chilena Mercedes Valdivieso reaparece con esta deliciosa desmitificación que desafía la fuerza de la costumbre y el orden masculino. Con gran agudeza, Valdivieso supera un reto doblemente difícil: escribir sobre una leyenda popular muy arraigada en la memoria histórica de Chile y dar vuelta a la versión machista de su estirpe violenta, rechazada como culminación del crimen y del horror. La historia de doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, famosa en Chile como la Quintrala, acusada de envenenar a su padre y asesinar y maltratar a amantes y sirvientes, ha sido el motivo principal de textos históricos y novelescos que han tenido numerosas reediciones. Entre los historiadores se destaca el compatriota Benjamín Vicuña Mackenna, quien dedicó varios estudios al tema. Baste este retrato de 1884 para confirmar el registro patriarcal que enmarcaba a la leyenda: "Catalina de los Ríos y Lisperguer, hija de don Gonzalo de los Ríos (cuyo padre del mismo nombre vino a Chile como mayordomo de don Pedro de Valdivia) y de doña Catalina Lisperguer, mujer envenenadora y tenida como bruja, hija a la vez del capitán de mar y tierra don Pedro Lisperguer, ilustre caballero alemán, compañero de Ercilla, y nieta por la parte materna de la cacica de Talagante doña Agueda Flores, reunía así a la ardiente sangre española la traicionera indígena y la fría y calculadora índole teutona, concentrando de esta suerte en su abultado pecho la mezcla de tres razas enemigas, fundidas por el fuego de la conquista. Era por esto mujer rara y hermosa, apasionada y terrible, más cruel que la hija de los Borgias, y más libidinosa en su lecho impuro de célibe y en su tálamo conyugal que las dos Mesalinas de Roma, la de Claudio y la de Nerón" (El primer y último crimen de la Quintrala, Santiago: Editorial Universitaria, 1987, 80 págs.).

Entre las novelas que desarrollan estos estereotipos femeninos de bruja y seductora resalta la de Magdalena Petit que se editó numerosas veces por Zig Zag de Santiago y que ganó el premio "La Nación" en 1932; ocho años después fue traducida al inglés por Lulú Vargas Vila (Macmillan). A diferencia de esta tradición, la Quintrala de Valdivieso asume gran parte del relato como narradora de sus recuerdos en una confesión. El hecho de que Catalina desee morir bajo la ley cristiana y se confiese a un cura no simboliza una claudicación de su búsqueda de libertad. Simboliza más bien el hasta ahora indescifrable sincretismo como estrategia de supervivencia desde la marginalidad en América Latina. Esto constituye una clave de lectura para señalar el carácter paradójico de la opción vital de Catalina de los Ríos de estar y no estar en el mundo de los hombres. Por ejemplo, cuando Catalina se siente desorientada ante el brasero —"oráculo" de la "brujería"—mapocha y acude al cura para ayudarse: "El brasero me anunció camino siempre, senderos que soltaban un centro y se perdían en la ceniza. Nunca supe seguirlos, tal vez seguirían sin mí, me sueltan como el único hijo que tendré y anuncian para dolor, las yerbas.

Fray Cristóbal siempre al aguaite de escucharme en confesión no en conversa como yo lo buscaba, para hacer de tierra mis senderos de ceniza. Pero el fraile me dividía el alma entre brujería y cielo y me quedaba en las mismas." (51)

La permanente compañía de la india Tatamai reitera la estrategia de Catalina de extremar sus posibilidades de construir un poder resistente al poder de los hombres sin caer en el juego de las oposiciones excluyentes. A veces un deseo de palabra tan sólo es el emblema de su búsqueda: "Nadie más que yo en el mundo. Nadie podría alcanzarme, nunca estaría donde me quisieran, igual que mi abuelo nunca estuvo donde lo querían. Yo y entera. Como los imbunches, me cosería los resquicios para que las ansias del cuerpo no me la ganaran." (60-61)

"Ningún hombre me pondría llantos y lejanías, yo primero".(61)

Una elocuente carta del gobernador Alonso de Ribera precede la confesión y sirve de marco machista para los diversos conflictos socioculturales y psicológicos que tensan la narración: la crítica de los estereotipos machistas, el sometimiento de las mujeres a la ley patriarcal, los varios mecanismos de colonización económica y social, los límites del aparato colonial y los mitos raciales sobre el mapocho. La confesión de Catalina—casi toda la novela—se intercala con el "dicen que" impersonal del rumor y la chismografía latinoamericana: "Nada bueno podía esperarse de quien nació a la sombra de dos crímenes, el de María de Encío, su abuela paterna, perpetrado en el primer Gonzalo de los Ríos, y el de su madre Catalina Lisperguer, ejercido en la hija natural del segundo Ríos, el que iba a ser su marido. A palos dicen que mató a la muchacha en vísperas de su casorio. De ese linaje de tradición infausta venía la Catalina menor". (28)

"Dicen que Catalina sufrió por esos días su primera sangre de mujer y que, en vez de avergonzarse como pasa a las doncellas, presumió que haría hombres y hembras para cambiar la tierra". (78)

"Para esos aconteceres, dicen que ya era hembra de mal ejemplo y guárdate, doña Catalina de los Ríos, irreverente con Dios, la ley y su padre". (79)

"En el bastardo Catalina buscaba su propio castigo, la penitencia a eso prohibido o sacrílego que la atraía tanto. Blanco o bárbaro, perchador o mísero, siempre a escondidas, ella hizo con los hombres lo que le pintó su gana". (136)

El contrapunto sirve para resaltar no sólo los mecanismos coloniales del poder virreinal —quizás también criticados por las obras antes mencionadas pero desde el ámbito de la decencia y la moral patriarcal— sino también para elaborar una alternativa desde la marginalidad que aún se mantiene colonizada: ser mujer en América Latina necesariamente implica atravesar el ámbito institucional de la sociedad judeocristiana. Catalina sienta un precedente para hacer espacio de poder frente a la autoridad patriarcal: asume lo que hereda, rebeldía femenina, venganza ante la ofensa masculinizante, raíces nativas y un lenguaje volteado. Además de encarar la problemática de los arquetipos de bruja-seductora, Valdivieso construye este otro lenguaje alterado de recados y recuerdos, de ausencias y frustraciones, de quejas y contradicciones. Al construir este lenguaje, los arquetipos se diluyen en meras palabras funcionales de la autoridad masculina que en bocas femeninas adquieren otro valor, como cuando Catalina recuerda como la llamaba su padre en una clandestina salida acompañada del mestizo José del Viento: "Mi valor se cambiaba a una suerte de espanto. "Soberbia", me llamaba don Gonzalo y yo aumentaba la palabra sosteniéndole la mirada, latigando a Rosarios Ay y negándome a la confesión. Pero Tenía que avanzar a lo que vine y sin arrepentimientos. Tomé la brida del caballo y caminé a la pirca, Santa Rita enseñaba unas cuencas muy negras". (87)

Se reconocen las raíces indias y el entramado colonial que somete mestizos, mulatos y negros, que enfrenta a indios y territorios desconocidos, amenazantes del orden colonial incapaz de controlar a sus huestes de encomenderos y religiosas víctimas-victimarios de la usura y la posesión: "Mestiza", decían a espaldas de doña Agueda y Catalina preguntó a su madre sobre eso de ser mestiza, una palabra que se quedaba en la piel y ella quería saber cómo ese decir le andaba por dentro. Doña Agueda contestó que eso era ser mujer primero y también, mujer cruzada por dos destinos, lo que era ser mujer dos veces.

Bastardaje y mestizaje nos hicieron, y de esta mezcla para adelante seguimos. La historia de lo que somos enmadeja sangre y guerra y la hubo a su principio para que esta confesión se entienda. Nunca virreyes y señorones empolvados nos gobernaron en este extremo. Caballeros como los que la corona envía a la Ciudad de los Reyes, y maravillan la cabeza de mi única hermana, de Agueda, llamada así por mi abuela. Soldados y castigos nos tocan a los de este reino. La Tatamai tiene en su memoria la quema de sembrados que los españoles hacían para escarmentar a los nativos. Estos respondían igual y se tronaba todo." (36-37)

Valdivieso rescata una mujer maldita por la tradición patriarcal y revive el placer de enfrentar la maldición afirmando un espacio imaginario desmitificador de etiquetas y moldes impuestos. Catalina se duplica no sólo como nombre, sino como estirpe, rescatando el mito de lo indomable para el margen femenino. No olvida el origen violento de la conquista española ni niega su sangre india. Si choca con la sangre española es porque su inconsciente colectivo no olvida y sabe cuál es el precio por la colonización. Cuando tiene amores con Alvaro Cuevas, mercedario de convento, sabe que retar al padre es entrar en un camino de maldiciones: "Aprendí a escuchar mi cuerpo que se atrevía a tanta ventura, y por los ojos de Alvaro entré a un ámbito donde cabía entera. Para adelantar mi destino quemé hierbas del futuro en el brasero y su ceniza me anunció males. De rabia aventé el brasero contra el muro del sótano, pero las hierbas chupan la tierra que pisan los hombres y saben." (55)

Entonces Catalina acude a la religión cristiana con la esperanza de salir del callejón sin salida del rechazo y la imposibilidad: "Me aparté de la Tatamai para acercarme al Señor de la Agonía y prometerle todos los mandamientos, también el de honrar al padre y asentir en que las mujeres somos perversas, pero pasibles de enmienda. Juré todo eso y jurándolo, recuerdo que me doblé en arcadas y vomité un agua oscura que ensució el piso. Me levanté y toqué los pies del Señor de la Agonía, que no me desampara, pedí, y fue cuando escuché voces en el corredor de la entrada." (56-57)

Era el padre, el rechazo, la amenaza, la recuperación de la conciencia de esa imposibilidad: no cabe entera en la falocracia. Por ello, el asedio de don Enrique Enríquez de Guzmán, adelantado del gobernador y noble español, es desafiado por una lógica femenina de construir una identidad cultural independiente de todo sojuzgamiento: "Pero la fiesta tomó ánimos cuando llegó el juego de la sortija y Enrique Enríquez las ensartó todas sin fallar una, la última, pendiente de su lanza, la acarreó hasta el banquillo que sentaba a mi abuela doña Agueda, con toda la familia. Se detuvo frente a nosotros y me pasó la sortija. Yo le fijé los ojos y no estiré la mano ni sonreí ni hice dengues, como manda la costumbre." (93)

Hasta los mismos murmullos populares asienten este poder y espacio forjado por Catalina, capaz de ridiculizar a un típico Don Juan, emblema del sometimiento femenino al predominio fálico: "Los amigos de Enríquez lo enteraron de la fama de hechicera y criminal que la tal Catalina cargaba. Y que tuviera cuidado con el rencor de la doña, le advirtieron, acumulado en su ánima por tres sangres que la hicieron. Y le hablaron del odio que ella le tenía a su padre y por el cual, Fray Cristóbal de Vera le suspendió los sacramentos.

Dicen que don Enrique saboreó con placer aquel aborrecimiento del padre: "¡quién no ha deseado más de una vez asesinar al propio!", dijo en voz alta. Y levantando su copa, juró que gozaría a la Quintrala contra todos los riesgos que su gusto le costara." (101)

El lector ya sabe que Catalina, puñal en mano, mató a Enríquez y comprende que ella sabe quién es y que siempre está atenta al duro aprendizaje de ser en las coordenadas delimitadas por el patriarcado. Catalina confiesa lo que es dentro de esas coordenadas. La cuestión de ser pasa por transgredir los roles impuestos y a su vez asumir la relectura de estos patrones culturales. De esta manera, Valdivieso propicia una gozosa emulación imaginaria en medio del silencio histórico: estamos ante una gesta descolonizadora donde la memoria, golpeada cíclicamente por la violencia y la intolerancia patriarcal, se apropia ahora de otro lenguaje, de otra actitud, de otra posibilidad.




 



 

 

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